Conferencia impartida por José María Durán en el CENDEAC el pasado 15 de Diciembre. En el marco de 1812_2012 Una mirada contemporánea.
Arte y libertad burguesa / José María Durán
Entre agosto y diciembre de 1854 Karl Marx escribió una serie de artículos bajo el título «Revolutionary Spain» [«España revolucionaria»] para el New York Daily Tribune, periódico norteamericano editado por el republicano liberal Horace Greeley. Esta serie de artículos tiene como tema la Guerra de la Independencia que Marx ve como el momento culminante de la revolución burguesa en España. Es importante tener en cuenta que esta serie de artículos son contemporáneos de los primeros borradores de la crítica de la economía política, y posteriores al Manifiesto Comunista de 1848 donde, como es bien sabido, Marx bosqueja una teoría de la transformación radical de la realidad, es decir, una teoría de la praxis, basada en la lucha de clases. Por tanto, y como avisa Manuel Sacristán en el prólogo a la edición castellana de estos artículos, el Marx que escribe acerca de España en 1854 está ya en posesión de todos los elementos de su metodología.
Me parece fundamental resaltar esto porque el Marx que escribe acerca de la revolución española no es un simple historiador de las revoluciones sino un filósofo que reflexiona acerca de la lucha de clases, acerca de la emancipación del proletariado. Así pues, leer al Marx analista político de la revolución burguesa posee la indudable ventaja de prevenir que nos dejemos llevar por la excitación del momento y queramos ver hoy reflejado en 1812, como si la independencia nacional postulada en el artículo segundo de la Constitución de Cádiz fuese hoy tan necesaria como de aquella. Tan sólo habría que cambiar cierta letra del artículo segundo y donde dice que la ‘Nación’ no es «patrimonio de ninguna familia ni persona» poner, por ejemplo, que no es patrimonio de ninguna entidad financiera. No obstante, la ‘Nación’ que la Constitución de Cádiz proclama como «libre e independiente» (Art. 2o), como ‘soberana’ (Art. 3o), es precisamente la ‘Nación’ que la victoria del proletariado se encargará de abolir, pues ella esconde nada más que los intereses de la burguesía (y estas son palabras de Marx y Engels en el Manifiesto Comunista). Por tanto, en el contexto que nos atañe, palabras como ‘revolución’, ‘nación’ o ‘burguesía’ han de ser tratadas con cierto cuidado.
Marx, no sólo titula esta serie de artículos «España revolucionaria», sino que además comienza el artículo del 1 de diciembre con las siguientes palabras: «Ciertas circunstancias favorables permitieron que se reunieran en Cádiz los hombres más progresivos de España». La cuestión es entonces a dónde está apuntando la España revolucionaria y sus fuerzas más progresistas reunidas en Cádiz; de qué revolución estamos hablando y cómo relacionamos esto con la práctica artística. Sobre todo porque hoy conocemos lo más obvio: Que lo que se consolida después de 1812 es una sociedad burguesa y un sistema económico capitalista.
Marx se refiere, por ejemplo, a los partidarios más progresistas de la ‘revolución’, para los cuales «los Pirineos no habían sido barrera suficiente contra la invasión de la filosofía del siglo XVIII»; y, en concreto, menciona la memoria de Jovellanos sobre la mejora de la agricultura y el derecho agrario publicada en 1795. Marx también apunta la «influencia saludable» que sobre las decisiones de las Cortes de Cádiz había ejercido el «gobierno intruso», y de hecho no esquiva la cuestión de hasta qué punto fue revolucionaria la invasión napoleónica. Pero describe además el movimiento popular como un movimiento dirigido más bien contra la revolución que a favor de ella, pues el movimiento es «dinástico, oponiendo a José Bonaparte el «deseado» Fernando VII; es reaccionario al oponer las viejas instituciones, costumbres y leyes a las racionales innovaciones de Napoleón; y supersticioso y fanático en su defensa de la «Santa Religión» contra lo que se llamaba el ateísmo francés o la destrucción de los especiales privilegios de la Iglesia romana». Así que estamos ante un revolución que parece más bien una contrarrevolución contra un invasor pseudo-revolucionario al que se le une la contrarrevolucionaria alta nobleza española. En cualquier caso, dentro de este galimatías de fuerzas progresistas y reaccionarias luchando entre sí, parece que son las fuerzas más progresistas de la sociedad española de entonces las que se unen para redactar la Constitución de 1812.
La Constitución de Cádiz, que como tantas veces se ha dicho es una constitución que rompe con el Antiguo Régimen y su sistema de privilegios, incluido el tribunal de la Santa Inquisición, debe ser, por supuesto, situada en el contexto general de la Ilustración europea. El problema es que ‘Ilustración’ es una palabra que ha caído hoy en cierto descrédito. De este descrédito parecen ser responsables, al menos en parte, Theodor Adorno y Max Horkheimer, quienes en el prólogo de 1944 de su Dialéctica de la Ilustración, ya se referían a la aporía de la Ilustración como su «autodestrucción» [Selbstzerstörung]: «No tenemos ninguna duda -escriben Adorno y Horkheimer-… de que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado. No obstante, también pensamos que hemos reconocido claramente que el concepto de ese pensamiento… contiene ya el germen de esa regresión que hoy se observa por todos lados».
Hay, por supuesto, una cierta verdad en el diagnóstico de Adorno y Horkheimer. Pero a pesar de las críticas que el proyecto ilustrado ha suscitado (y sus críticas nacen ya en el mismo momento de su gestación), muchos no dudarán aún hoy en considerar a la Ilustración como una ideología revolucionaria; y revolucionaria no porque haya allanado el camino hacia el capitalismo contemporáneo sino por todo lo contrario. Tengamos en cuenta que si sostenemos que todo lo que la Ilustración logró fue liberar la racionalidad económica capitalista de las restricciones feudales, estamos implícitamente afirmando que la Ilustración es poco más que la ideología de un capitalismo que el feudalismo llevaba ya en sus entrañas y que sólo necesitaba salir a luz, algo que finalmente habría conseguido gracias a la revolución burguesa. Pero la dialéctica de la historia es un poco más complicada. La Francia del siglo XVIII, la Francia de los filósofos ilustrados por excelencia Voltaire y Diderot, era un país esencialmente rural que todavía funcionaba según principios no capitalistas y fundamentalmente feudales, muy diferente a la situación económica y social con la que uno se encuentra en la Inglaterra del mismo periodo. El proyecto ilustrado o la ideología de la burguesía francesa del siglo XVIII tiene mucho más que ver con una lucha contra el estancamiento económico y la exclusión política que con principios de producción propiamente capitalista. Según esta visión del proyecto ilustrado, la Ilustración irrumpiría en la escena europea en un momento de ruptura, sirviendo de palanca en el mismo, y estableciéndose como un campo de batalla en el que se enfrentan diferentes modelos de sociedad.
Esta forma de ver la Ilustración nos lleva necesariamente a considerar la importancia histórica de la revolución burguesa. Interesante es observar de qué manera trata Marx la revolución prusiana de marzo de 1848 comparándola con los acontecimientos acaecidos en Francia en 1789. Marx habla de la revolución alemana como «el lánguido efecto tardío de la revolución europea en un país atrasado». Aquí, la burguesía alemana despierta contra el feudalismo y el absolutismo en un momento en el que se divisa ya la amenazadora posición política del proletariado. Así que la burguesía prusiana se encontró al timón de la revolución no porque tenía el apoyo del pueblo sino por que el pueblo la empujaba desde atrás. Era revolucionaria frente a los conservadores y conservadora frente a los revolucionarios.
En cambio, en 1789 el triunfo de la burguesía no significó el triunfo de una determinada clase social sobre el Antiguo Régimen, sino «la proclamación de un orden político para la nueva sociedad europea«. ¿En qué consistía este nuevo orden político? Marx señala que la revolución fue burguesa como burgueses fueron sus triunfos: el triunfo de la «propiedad burguesa sobre la propiedad feudal, de la nación sobre el provincialismo, de la concurrencia sobre el gremio… de la ilustración sobre las supersticiones… del derecho burgués sobre los privilegios medievales». La victoria de la burguesía es entonces la victoria de un nuevo orden social, es la victoria del tercer estado en el que tanto el proletariado como las capas urbanas que no pertenecían a la burguesía aún no tenían intereses separados de los de la burguesía. Únicamente después del triunfo de la burguesía será el proletariado junto a sus organizaciones de clase el que llame a la puerta de la historia, o será el que encarne para Marx la negación absoluta de la sociedad burguesa. Mientras tanto, hasta que eso ocurra, no es en este momento absolutamente extraño ver al pueblo arrastrado en este ciclo revolucionario por las promesas de libertad de la burguesía contra los caprichos de la monarquía absoluta, los privilegios del Antiguo Régimen, las jurisdicciones señoriales, etc.
La Constitución de Cádiz no es ajena, por supuesto, ni a los aspectos progresistas de la revolución burguesa ni a las zancadillas reaccionarias propias del contexto absolutista español. No deja de ser revelador que durante las celebraciones con motivo de la proclamación de la Constitución se representara en Cádiz la famosa tragedia histórica Brutu primo de Vittorio Alfieri, la misma obra que había inspirado el famoso cuadro de David «Brutus», completado en 1789 y expuesto ese mismo año. Bruto, considerado el fundador de la República en Roma, era por supuesto el símbolo de la libertad republicana. En la traducción de la obra de Alfieri por Antonio Saviñón, titulada «Roma Libre» y estrenada el 26 de junio de 1812, Bruto declara:
Mientras ciña yo espada, y vista hierro,
ningún Tarquino volverá la planta
Nunca en Roma a poner. Tronando el Cielo,
un rayo arroje y me convierta en polvo,
si no es alto y veraz mi juramento.-
Hacer libres, iguales, Ciudadanos,
Cuantos en Roma están, juro y prometo:
Yo Ciudadano, y nada más… Las leyes
solo aquí han de reinar; y yo el primero
las juro obedecer.
Ante proclamas de este tipo no es extraño que el famoso Duque de Wellington pensase que el único interés de las Cortes de Cádiz era el establecimiento de una república según el modelo jacobino francés.
‘Libertad’, ‘propiedad’ y ‘derechos’ fueron los principios fundamentales que la Constitución de Cádiz proclamó como base constituyente de la nueva sociedad. Estos principios se identifican generalmente con los principios de una sociedad clasista y liberal, forman parte de toda la tradición del pensamiento político de Locke y Kant, y tienen como propósito echar abajo la vieja sociedad estamental fundada en privilegios señoriales. Si este modelo de organización social, modelo que se basa en una renovada concepción de la propiedad, sobre todo de la propiedad de la tierra en el sentido dado por Locke a ésta, es decir, como el derecho a la apropiación individual a través del trabajo, fue precisamente el instrumento decisivo en la transformación de estas sociedades en sociedades plenamente capitalistas está sujeto a debate. En cualquier caso, está claro que para Marx este concepto de propiedad está en la base de la legitimación (ideológica) de la sociedad burguesa: Es el ideal del sujeto autónomo propietario. Y, ¿qué es lo que la sociedad burguesa acabará imponiendo? Pues, como escriben Marx y Engels en el Manifiesto Comunista, la sociedad burguesa acabará imponiendo el «insensible pago al contado» como único vínculo entre los individuos. Cuando el dominio de la burguesía ha destruido «todas las relaciones feudales, patriarcales, idílicas» lo que queda es el «interés desnudo», el «cálculo egoísta» que ha convertido la «dignidad personal en valor de cambio».
Ahora bien, ¿cómo se refleja esta evolución socio-política en el mundo específico de las artes?
La historia del artista formando parte de las relaciones patriarcales que dominan el periodo moderno anterior a la revolución burguesa es conocida. En las biografías y anécdotas se alude a ello de las maneras más peregrinas, siendo una de las anécdotas más conocidas la que cuenta cómo Carlos V le recogía del suelo el pincel a Tiziano. Lope de Vega, que había entrado al servicio del duque de Sessa en 1605, le escribe a éste: «Ya sabéis cuánto os amo y reverencio, y que he dormido a vuestros pies como un perro».
Tiziano.Carlos V
Estas relaciones laborales que se asemejan al orden antiguo del despotismo patriarcal del oikos (la unidad doméstica clásica) conllevan un sistema económico de producción en el que la obra de arte aparece supeditada a las necesidades sociales del cliente o del ciudadano gobernante, y así las expresa. Aquí reside el lado ‘perverso’ de la techne clásica, o el conocimiento productivo, cuyo lado ‘revolucionario’ es, en cambio, ese reconocimiento de que toda producción no es más que valor de uso para otros. Pero en el mundo clásico, la autonomía que el conocimiento productivo o techne otorga como valor de uso para otros es sólo aparente. Aunque necesarios todos los artistas y artesanos no están sino subordinados al ciudadano ‘libre’, es decir, el propietario o terrateniente que disfruta del ‘ocio’ necesario para ocuparse de los asuntos religiosos, legislativos y militares propios de su ‘clase’; este se realiza como ciudadano virtuoso de la polis en la praxis, la esfera propiamente política según Aristóteles. En su esbozo de estado ideal en la Política Aristóteles trata a los trabajadores agrícolas, a los artesanos [incluidos los que nosotros hoy llamamos artistas] y a los comerciantes como ‘condiciones’ serviles de la polis. La ‘obra’ deviene entonces vehículo de relaciones sociales que la trascienden y, de hecho, la alienan en su valor de uso social desde la perspectiva de que éste valor de uso social no está establecido por una sociedad de iguales. Su valor de uso está supeditado a la reproducción de la unidad económica (oikos) y sus específicas relaciones de dominio. Aquí, el locus classicus es la discusión de Platón con el sofista Protágoras acerca de las virtudes políticas de los ‘banáusicos’, esto es, de los productores ‘vulgares’ cuyo trabajo debilita el cuerpo y el espíritu. Re-emerge en el convulso XIX francés cuando se observa el desprecio conservador a la actitud política de un pueblo que estaba dispuesto a abandonar las herramientas de ‘su’ profesión a fin de conquistar el reino de la auténtica libertad. Es la misma crítica que ha de sufrir Courbet, quien sin razón aparente había abandonado el pincel para ejercer un cargo político durante la Comuna de 1871. Si Platón le objetaba a Protágoras que la política pueda ser una cualidad que comparten los zapateros y los herreros con los filósofos gobernantes, ya en 1864 Champfleury se lamentaba con respecto a Courbet: «Dejadle ser lo que la naturaleza ha hecho de él, sencillamente un pintor». No deja de ser curioso en este contexto que Schiller reflexione sobre la ‘autonomía’ del artista una vez que consiga el preciado apoyo económico de la nobleza ilustrada, y así se permite en la segunda carta de las Cartas sobre la educación estética del hombre arremeter contra las «exigencias materiales» pues el arte «sólo ha de regirse por la necesidad del espíritu», lo cual sólo se puede entender desde el punto de vista de un prejuicio conservador republicano cuyas raíces se encuentran en la teoría política aristocrática de Aristóteles. En 1872 Flaubert aún pensaba que la obra de arte «carece de valor comercial», que «no puede pagarse con dinero»; con lo que Flaubert no hace más que reproducir el punto de vista de las artes liberales según el cual éstas no pueden ser medidas en dinero. Por ello mismo, los artistas de la corte eran recompensados pero no remunerados. Aquí nace el mito de que el arte, o la cultura, no tiene precio.
Courbet. Proudhon
Cuando Diderot se propone en la Encyclopédie abordar la descripción de las artes y los oficios estaba declarando que las actividades y los instrumentos del artesano son más determinantes para la vida social que las vidas de los reyes, sus batallas y todos los santos de la religión católica. Al mismo tiempo, Diderot está socavando la distinción académica entre las artes mecánicas y las artes liberales siguiendo una concepción decididamente materialista según la cual toda actividad ‘poética’ o productiva manifiesta la capacidad humana de recrear los procesos naturales, de completar con materia y formas el proceso poético-productivo que constituye la propia naturaleza. El planteamiento es importante en tanto en cuanto supone un principio de igualdad entre las diferentes actividades humanas que conlleva la universalidad del conocimiento: «Que sepan que encerrar un secreto útil es hacerse culpable de un robo respecto a la sociedad», escribe Diderot. Este conocimiento es esencialmente productivo, basado en un intercambio constante que, como en las cuerdas del clavicordio, escribe Diderot en El sueño de D’Alembert, que al vibrar hacen vibrar otras cuerdas y continúan vibrando, las ideas continúan vibrando, por así decirlo, en otras mentes y de esta manera unas ideas conducen a otras ideas y a otras ideas y así sucesivamente. Diderot hace aquí hincapié en la actividad productiva del pensamiento. Este ir a la realidad para apropiarse del conocimiento útil, lo cual es un postulado esencialmente antimetafísico y materialista, hace de Diderot el perfecto idéologue burgués.
El apego que Diderot tenía por las artes mecánicas encuentra un sorprendente aliado en la crítica al capitalismo que William Morris lleva a cabo a finales del XIX. En este sentido, una de las aportaciones más interesantes de Morris fue sin duda afirmar que los productos del trabajo revelan las condiciones de su producción. Esto introduce no sólo una dimensión moral en la crítica de la economía política, aquella relacionada con la supresión de toda explotación, sino también tecnológica. La artificial sumisión del valor de uso al valor de cambio, al beneficio, supone que la creación de auténticos valores de uso sólo es posible en una sociedad que haya superado la explotación, y para ello se vuelve esencial la transformación del aparato de producción. El enfoque científico-tecnológico, y baconiano, de Diderot se transforma en Morris en una necesidad política y, como tal, revolucionaria. ¿Por qué? ¿Qué es lo que ha cambiado ahora? Ha cambiado algo fundamental, han cambiado las relaciones sociales de dependencia. La dependencia patriarcal o la del gremio o con respecto al soberano absoluto se ha transformado en una dependencia ‘libre’ mediada por el dinero.
A finales del XIX Zola atribuye al poder mágico del dinero la libertad moderna frente a la dependencia servil: «Es el dinero -escribe Zola-, el beneficio legítimo obtenido con las obras lo que ha librado al escritor de toda protección humillante… [el que] ha creado las letras modernas». La aportación de Jacques-Louis David se antoja fundamental en este contexto cuando expone «El rapto de las Sabinas» en público y pide una entrada de 1,80 francos. David no innova realmente nada sino que sigue el modelo de la private exhibition inglesa. David será criticado por haber convertido el arte en un negocio. Lo importante aquí es que David a través del precio de entrada lo que está reclamando es la propiedad del cuadro. Sus cuadros revolucionarios eran propiedad de la República, entendida en su sentido más republicano y popular, es decir, como res publica. Sin embargo, gracias a esta operación comercial con «Las Sabinas» David no sólo gana dinero sino que también se reivindica como individualidad que se constituye como fuerza de trabajo artística en un sentido auténticamente moderno, es decir, como fuerza de trabajo artística ‘libre’ y ‘emancipada’.
David. El rapto de la Sabinas
La libertad que la circulación monetaria aparentemente otorga presupone una serie de relaciones sociales que se corresponden con aquellas que le son propias a una sociedad productora de valores de cambio, es decir, mercancías. Cuando Zola habla de la independencia que el autor moderno ha conquistado gracias al dinero, está haciendo referencia a una independencia con respecto a relaciones sociales de dependencia anteriores, y Zola menciona al saltimbanqui de la corte y al bufón de antecámara en este sentido. Esto coincide con el planteamiento básico de Marx cuando se refiere a que lo que el capitalismo ha supuesto históricamente ha sido la separación de los productores de sus medios de vida resultando que para obtener su sustento no tienen otra opción que vender en el mercado su fuerza de trabajo de la que disponen ‘libremente’, es decir, como propietarios ‘libres’ de la misma. Es, pues, en este contexto específico que hemos de entender a Zola cuando dice que «un autor es un obrero como otro cualquiera que gana su vida con su trabajo».
La fuerza de trabajo artística es en este caso una fuerza de trabajo que se encuentra en el mercado con el editor o el librero al que les ofrece el producto de su trabajo como mercancía; o si se quiere, como mercancía en potencia aún no realizada de forma completa pues para ello necesita de canales específicos de mercantilización y distribución que operan sobre una base capitalista con trabajo asalariado. La situación con respecto al artista visual no es muy diferente. El galerista y el centro de arte emergen como los empleadores por excelencia del artista contemporáneo. Ahora bien, prestemos atención a algo importante. No se ha afirmado que el artista ofrece su fuerza de trabajo como mercancía, sino que el artista ofrece el producto de su trabajo como mercancía; y, sin quererme extender en este punto, básicamente ello quiere decir que la fuerza de trabajo artística no se ha convertido, en esta transición al capitalismo, en fuerza de trabajo asalariada habiendo conseguido subvertir, al menos en apariencia, la esclavitud del trabajo asalariado. No obstante, esta situación también ha preparado el camino para una apreciación puramente nostálgica del artista como propietario ‘natural’ de su obra, como fuerza de trabajo artesana, lo que supone situarlo en la ficción de la producción simple de mercancías en la que los productos del trabajo (y no la capacidad de trabajo) son objeto de intercambio (por ‘su’ valor) en el mercado. Desde mi punto de vista, este es uno de los principios básicos sobre los que se sustenta el tan discutido concepto de ‘autonomía’.
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En 1905 Lenin declaraba enfáticamente: «¡Abajo los literatos sin partido! ¡Abajo los superhombres de la literatura! La literatura tiene que convertirse en una parte de la causa general del proletariado, «un engranaje y un tornillo» en el gran mecanismo socialdemócrata, uno e invisible, puesto en movimiento por toda la vanguardia consciente de la clase obrera». Para muchos, este alegato de Lenin vendría a ser la perfecta constatación de cómo la dictadura comunista (aunque sea en nombre del pueblo o de la clase) se regocija negando, pisoteando y denigrando las libertades individuales. La dictadura comunista se revelaría así como el más directo antagonista de la autonomía burguesa. Y Lenin continúa en su diatriba contra las fantasías burguesas: «señores individualistas burgueses, tenemos que deciros que vuestros discursos sobre la libertad absoluta no son más que hipocresía pura. En una sociedad basada en el poder del dinero, en una sociedad en que las masas de trabajadores vegetan en la miseria, mientras que unos puñados de ricachos viven como parásitos, no puede haber «libertad» real y verdadera… Vivir en una sociedad y no depender de ella es imposible. La libertad del escritor burgués, del artista, de la actriz, es una dependencia enmascarada». Con Lenin nos podemos pues preguntar, ¿dónde empieza y cuáles son los límites de la libertad artística? La solución a esta delicada cuestión nos la proporciona Walter Benjamin y la historia de los procesos revolucionarios, y tiene que ver con eso de la ‘técnica’ artística que tanto le preocupaba a Benjamin.
Cuando en «El autor como productor» Benjamin plantea la cuestión de la tendencia correcta del artista lo hace con el fin de postular que con eso de la tendencia correcta no se trata únicamente de declarar abiertamente una posición política, sino que la tendencia correcta está inseparablemente unida a la técnica de la obra en relación a las relaciones de producción artística de su tiempo. Y Benjamin añade algo de gran importancia: «El tratamiento dialéctico de esta cuestión… no puede empezar con cosas absortas, aisladas: obra, novela, libro. Tiene que situarlas en los contextos sociales vivos». Frente al objeto de museo Benjamin propone innovaciones técnicas, pues «surtir un aparato de producción, sin transformarlo en la medida de lo posible, es un procedimiento sumamente reprobable». Según Benjamin, esta transformación del propio aparato de producción sitúa al autor en cuanto productor de lleno en la lucha de clases. Por ejemplo, Josep Renau menciona el hecho de la frialdad con la que son acogidos los dibujos de Alberto en una exposición por un público de obreros y, por el contrario, la entusiasta recepción de la obra Fuenteovejuna cuyos decorados eran en parte obra de Alberto.
Alberto. Boceto para el telón de Fuenteovejuna.
Partiendo de este hecho sostiene Renau que a diferencia del cuadro pretencioso, absorto en sí mismo, el cartel es por sí mismo un acontecimiento público (y por extensión político) que no necesita «posar». En un espíritu totalmente benjaminiano concluye Renau: «El arte no es patrimonio exclusivo de las ideologías muertas. Su dinamismo vital no puede realizarse al margen de las relaciones sociales, de las fuerzas productivas de la humanidad», pues para Renau, como para Lenin, la «independencia incondicionada, la libertad absoluta de creación del artista, no dejan de ser pura mitología de teóricos idealistas». Renau constata además cómo el hecho desgraciado de la guerra despierta al artista «de su inerte letargo», lo que quiere decir que lo transforma en un artista político subordinado a la necesidad social. La necesidad social y la lucha de clases exigen pues del artista un replanteamiento completo de su actividad artística que vaya más allá de su posicionamiento político para abrazar aquellos medios que mejor se adapten a la necesidad social. Y para Renau estos medios eran el cartel y el fotomontaje.
Renau
Los constructivistas y productivistas soviéticos abogaban por una relación con los objetos de la más inmediata cotidianeidad que superase las relaciones mediadas típicas de la producción capitalista. Así, frente al objeto burgués, el objeto socialista no se concebía como una cosa estática y absorta (muerta) dirigida al consumo individual que lo reclama ‘mío’, sino que se concebía como una contribución dinámica a la actividad humana diaria. Se llega así a la producción de una cultura material en la que como lo expresaba Aleksandr Rodchenko: «Nuestros objetos en nuestras manos deben ser iguales, camaradas».
Rodchenko. Anuncio de cerveza
El propósito de la revolución comunista había sido liberar a los seres humanos de las relaciones de explotación bajo las que se encontraban en el capitalismo. Esto es lo que se extrae de los escritos de Marx y Engels como teoría de la revolución en la que los expropiadores son finalmente expropiados (Marx, 1986, p. 791). Pero las relaciones capitalistas aparecen además mediadas por la forma mercancía y la forma dinero, y esta mediación no sólo afecta a los sujetos sino también a los objetos de la producción, pues los objetos no son mercancías a priori, es decir, mercancías en la imaginación de los sujetos que las van a producir, sino que relaciones sociales concretas transforman a los objetos en mercancías. La manera cómo el sistema capitalista anima el consumo de las mercancías producidas (incluido el arte) es una preocupación constante para los teóricos productivistas. El consumo propiamente capitalista de objetos debe ser abolido. Así, frente a la estética burguesa de la contemplación pura que tiende a convertir el arte en un objeto para el momento del relax y el esparcimiento, Boris Arvatov responde con la socialización del trabajo artístico cuando defiende una aproximación al ‘arte visual’ desde el punto de vista de la ilustración, del anuncio, del póster, del montaje fotográfico y fílmico como auténticas formas de arte utilitario que abrazan la producción industrial. Todo el trabajo de Josep Renau como artista (así como el de los muralistas mejicanos) se debe entender pues como una aportación fundamental a este debate productivista.
Rivera. Detalle de mural en el Palacio Nacional, Mexico DF
Esta visión del objeto de uso diario entendido como transformativo, esto es, como un compañero de trabajo en la producción de la vida social, recupera para el objeto su posición central en la praxis del sujeto social y, por tanto, uno de los aspectos clave de la ‘poética’ clásica como es el de ser valor de uso para otros, un valor de uso negado en la producción capitalista de mercancías en la que la relación íntima con el objeto aparece siempre mediada y determinada por la forma dinero, o aparece reducida a mera apariencia y ardid ideológico (como promesa y deseo). El ser valor de uso para otros supone que el rol transformativo de los objetos cotidianos es el mismo que el de la sociedad que los ha engendrado, pues la sociedad se expresa también a través de sus objetos. Lo crucial aquí es que la producción de objetos útiles ha dejado de estar subordinada al valor de cambio. Esto es lo que hace posible que el constructivismo de Tatlin o el productivismo de Rodchenko nunca puedan caer en la estética de la mercancía, pues en principio no producen mercancías sino valores de uso. Aquí reside la gran revolución teórica de Marx que la vanguardia soviética quería poner en práctica: No existe libertad auténtica que no suponga también una transformación material, no existe ninguna transformación material que no suponga la transformación del ser humano. Si para ello había que deshacerse del concepto burgués de arte, los constructivistas y productivistas soviéticos no iban a derramar ninguna lágrima sobre su tumba.
Tatlin (en el centro) y sus colaboradores construyendo una maqueta del Momumento a la 3ª Internacional.
Esta forma de entender el objeto artístico como un objeto de uso más en la praxis social establece un límite a la ‘libertad’ incondicional burguesa. Si la obra de arte es finalidad para otros su análisis ya no permite la perspectiva del ‘creador’ singular, del Prometeo romántico que personifica el Zeitgeist, el espíritu de la época. Cuando la obra de arte es valor de uso para otros, su análisis sólo puede partir de una comprensión de la obra en cuanto que es materialización de relaciones sociales. Estas relaciones sociales no trascienden la obra pues la obra forma parte de su realización en la sociedad y es desde esta perspectiva que la obra deviene praxis. Pero para que el mecanismo que pone en marcha la obra de arte sea social, la obra de arte tiene que pasar a ser pública, no desde el punto de vista de su acceso público, como en el museo, o en el caso de la obra en el espacio público (como todo monumento), sino a través de su uso público en su sentido más material y corporal. En cierto sentido, diría que la obra tiene que ser esencialmente iconoclasta, es decir, permitir su destrucción, su manipulación constante.
En El sueño de D’Alembert Diderot propone un modelo materialista de la praxis absolutamente iconoclasta cuando desafía a D’Alembert afirmado que se puede hacer mármol a partir de la carne y viceversa. Diderot propone reducir primero una estatua a polvo y entonces mezclarla con tierra y agua hasta conseguir un humus en el que plantar algunas hortalizas. De esta manera, consigue Diderot que la estatua pase a ser parte de su cuerpo, como la química del cuerpo humano consigue que cualquier alimento se convierta en parte de mi conciencia. Diderot nos está básicamente diciendo que el sujeto social es un agente activo en cuanto productor y consumidor de la vida social. Digamos que en ello reside su carácter ontológico pues ello lo hace sujeto. Pero esta ontología no nos dice nada acerca de las relaciones sociales que hacen posible que se pueda reducir una estatua a polvo, si ese fuese el caso. Y si bien es cierto, como escribía Marx, que cuando como produzco mi propio cuerpo, no es menos cierto, Marx continúa, que es bastante diferente si consumo carne cruda con las manos o cocinada con la ayuda de cuchillo y tenedor: «La producción no sólo le suministra un material a la necesidad, sino también una necesidad al material», concluye Marx. Para Marx el consumo forma parte del acto productivo en cuanto que el objeto producido retorna a través del consumo a sí mismo, como en la metáfora de Diderot. Pero una cosa es postular teóricamente este supuesto, y otra es las condiciones sociales que lo hacen real. Cómo estas condiciones se encuentran organizadas socialmente es lo realmente decisivo.
Lo que Benjamin estaba demandando en «El autor como productor» era una actividad artístico-productiva que se debía estructurar como actividad transformadora y emancipadora. Ahora bien, esta actividad debía superar los límites de la representación moralizante tan cara a estetas ilustrados como Diderot o Schiller, y asumir en cambio un modelo de producción que sin lugar a dudas continuaba con la línea trazada por William Morris en el sentido de que no se puede hablar de arte revolucionario sin revolucionar primero las relaciones y condiciones de su producción. ¿Cuáles son las relaciones de producción en el ámbito artístico contemporáneo? Pues simplemente aquellas que lo constituyen en cuanto que es lo que es, es decir, arte, aquí y ahora. El análisis crítico debería comenzar por aquí, y en un sentido absolutamente marxiano debería comenzar con una crítica al valor. Supongo que una estética materialista se debería encargar de reflexionar sobre estas cuestiones, desde Denis Diderot, pasando por William Morris, Boris Arvatov y Walter Benjamin. Aunque esta teoría materialista del arte aún está por escribir. No obstante, un arte que no sea capaz de liberarse de sus propias cadenas, es decir, de las condiciones sociales de producción que le son impuestas, tampoco puede aspirar a romper las cadenas de nadie.