Después del terremoto de 2009 [L’Aquila, Italia], la máquina militar entró rápidamente en plena acción para ensayar la ocupación de un territorio (en este caso dentro de las propias fronteras) y, sobre todo, para poner en práctica experimentos de guetización de la población en campos de refugiados cerradísimos con reglas internas tan severas como absurdas. Por ejemplo, desinfectarte las manos con alcohol antes de comer, bajo la supervisión de un miembro de la Cruz Roja, siempre que quieras sus “ayudas” y no quedarte con el estomago vacío.
Ejército en las calles. Algunas cuestiones
en torno al informe: «Urban Operations in the year 2020» de la OTAN.[1]
El sistema de
dominación capitalista ha demostrado sobradamente que se siente en su salsa en
la continua mutación de las condiciones sociales y vitales en las que el propio
devenir de las relaciones económicas y de poder mantiene a sus súbditos, cada
vez mas desorientados. Esta elasticidad no ha hecho más que acentuarse en las
últimas décadas. Ahora bien, en la convulsión provocada por la pandemia del coronavirus parece que la
situación se está tensando con tanta intensidad que, o bien la dominación
alcanza cotas tan elevadas que se vuelva indestructible, o bien la mínima
chispa que estalle en conflicto hace saltar todo por los aires. O bien el
sistema esconde una escalera de color que lo hará todopoderoso, o bien no se
trata más que de un triste farol, que una vez descubierto —y éste es
seguramente nuestro primer gran cometido— dé un giro inesperado que revierta,
contra todo pronóstico, todo el mundo preexistente. Por el momento mucho nos
tememos que estamos infinitamente más cerca de la primera de las opciones que
de la segunda.
En este
contexto, la cara oculta de la tecnología —la menos amable, la más despiadada,
la que unos cuantos vienen acusando desde hace años y la mayoría prefiere
seguir ignorando— se revela con una contundencia no por esperada menos turbadora.
Le abre el camino su gran aliado en esta batalla: el derecho. El Estado de Derecho
había preparado ya el terreno a base de leyes, decretos y normativas, cada cual
de ellas más opresivas y autoritarias. Al tiempo que la tecnología de la
dominación y la vigilancia se perfeccionaba haciéndonos la vida más “sencilla”
(navegación digital, dispositivos audiovisuales, gestión telemática), el Estado
se armaba, también legislativamente hablando, para tener bien cubiertas las
espaldas a la hora de dar rienda suelta a todo ese arsenal en potencia. Sin
dejar a un lado su indudable facultad “persuasiva” y domesticadora, sino
integrando todos los medios disponibles para el control global de una población
no totalmente sometida, los Estados están echando mano de la tecnología de la
dominación en un grado que no habíamos conocido hasta ahora. Y lo están
haciendo —lo que no es nada alentador— de manera similar, con sus lógicas pero
mínimas variantes, en la mayoría de los países del globo.
Por supuesto,
los recursos humanos o mano de obra de la represión, ostentando el monopolio de
la violencia, con su consabida prepotencia y crueldad, no iban a dejar de tener
su papel de primer orden en toda esta aciaga representación. Aunque reducidos
por el momento a simples supervisores —de los artefactos de vigilancia y del
rebaño descarriado, al que no dudan en ofrecer su correspondiente y arbitrario
correctivo—, las fuerzas de seguridad permanecen atentas, como manda todo
Estado de Alarma, Emergencia, Excepción o Sitio que se precie, para actuar con
premura y contundencia, o sea, con su acostumbrada brutalidad.
Como bien
explicaban los compañeros en el libro arriba citado Ejército en las calles, los países del entorno OTAN vienen
preparando, desde hace más de diez años, a sus Fuerzas Armadas para adaptarse a
las luchas urbanas ante el más que previsible surgimiento de eventuales
conflictos de esta índole. Las razones: la extensión de la miseria causada por
las sucesivas crisis económicas y los inevitables repuntes de marginalidad y
violencia en los barrios periféricos de las ciudades; evitar que los disturbios
se extiendan a los centros urbanos y a las zonas residenciales es una prioridad
visto lo acontecido en las revueltas de las banlieue en París o en los suburbios de Londres; adiestrar a
los militares para aislar, en un momento determinado, amplias zonas de las
ciudades y así poder cercar a los insurgentes. Las “razones humanitarias”
fueron el motivo perfecto para poner en práctica muchas de estas estrategias:
el citado terremoto de L’Aquila o los campos de refugiados son dos buenos
ejemplos. Es justo por aquellas fechas cuando en España se pone en
funcionamiento la archiconocida UME (Unidad Militar de Emergencias) que tantos
enteros ha ganado gracias a esta crisis y sus “desinfecciones”.
Qué curioso y
preocupante que el Ejercito de Tierra haya hecho predicciones para futuros
rebrotes, de menos intensidad pero con parecidas medidas de contención, para el
próximo 21 de noviembre. Que sepan que «nunca habrá un 100% de inmunidad
adquirida», que «habrá un porcentaje de personas que habiéndose contagiado
vuelvan a hacerlo» y que «habrá dos oleadas más de epidemia», ambas fechadas. Curioso
y preocupante también que consideren «extremadamente
importante disponer de una aplicación de teléfono móvil de control [de] contactos
para próximas oleadas», que «las medidas de
confinamiento ayudan a quitar fuerza a la epidemia, pero no van a terminar con
ella» y que «el mayor peligro
en el futuro serán las aglomeraciones». (El Periódico –
08/05/2020). Curioso y amenazador que la salud de la gente esté, de alguna
manera, en manos del ejército.
Ellos están,
pues, más que dispuestos para todo lo que pueda venir. Sin embargo, la temida
crisis no ha llegado por razones “naturales” sino que está siendo provocada por
las mismas medidas que los distintos gobiernos del mundo están imponiendo con
el fin de frenar la expansión de la epidemia. Hasta el presente, la llegada de
esta nueva situación ha traído consigo una inquietante paz social inducida, qué
duda cabe, por la extrema vigilancia, los controles de carreteras y las sanciones
económicas y punitivas. El golpe de realidad ha sido tan aturdidor que la
inmensa mayoría ni siquiera se ha enterado de lo que en realidad está ocurriendo.
Una vez
declarado el Estado de Alarma, desde el primer instante comenzamos a ver el
despliegue de los medios tecnológicos a disposición de las fuerzas de seguridad
del Estado. Ya el primer día nos ofrecen las televisiones las imágenes de los drones sobrevolando los parques de
Madrid y asustando con sus altavoces a los paseantes despistados. Si el confinamiento
te ha sorprendido en alguna ciudad relativamente grande habrás comprobado que
un helicóptero de la policía sobrevuela los edificios diariamente. Medidas como
éstas, y algunas otras, se han puesto en funcionamiento más como medio
disuasivo que propiamente represivo. Es decir, no se puede mantener a toda una
nación constantemente vigilada y acosada, pero sí se puede advertir, asustar,
con acciones aisladas difundidas de inmediato por los medios de comunicación. Es
en este sentido que intuimos que podemos estar ante un “farol”, ya que no se
trata tanto de tener enteramente contralada a la totalidad de la población,
como de hacer creer a los pocos pero probables disidentes que cualquier
movimiento de desobediencia o alteración del orden está siendo vigilado y será
debidamente atajado. Decía Goebbels que de cada mil personas sólo una es capaz
de rebelarse. Esta estadística, o una mucho más precisa, deben estar
manejándola desde las altas esferas del poder político y militar. Por ahora les
está yendo de maravilla.
Lo cual no
significa, como ya hemos mencionado, que el despliegue policial no esté siendo
descomunal y el ingente número de intervenciones así lo demuestra: más de un
millón de sanciones y más de ocho mil detenidos según los datos que se manejan
hasta el 18 de mayo. Eso a pesar del miedo al virus y a las multas, a pesar de
la desproporcionada parafernalia de los medios de comunicación de masas y al exhortado
control vecinal. Para hacer posible y extender en el tiempo esta calma tensa, no
se ha perdido la oportunidad de efectuar planes de vigilancia tecnológica y de
legislar para que éstos entren dentro de la ley. En muchos casos mediante la
técnica de los “globos sonda”, se lanza la información primero a través de los
medios para estudiar la reacción de la población. Casi siempre con los
resultados desmoralizadores de que se aceptan esas restricciones y se piden, a
ser posible, aún más.
Así, en una
encuesta de Sociométrica, sondeaban a la población sobre los test “obligatorios
y masivos”, la geolocalización obligatoria, los pasaportes de inmunidad, el
confinamiento obligatorio de los asintomáticos o el uso, una vez más
obligatorio, de mascarillas. (El Español – 13/04/2020). Ante el clima de pánico
generado por los media los resultados
no podían ser otros: la gente dispuesta a someterse, o a someter a los demás, a
más control para protegerse del temido virus. Aún así, no eran pocos los que
apostaban por la voluntariedad de los mecanismos de vigilancia y coerción que
se proponían: vano consuelo.
Medidas como
las enunciadas se están poniendo en práctica, de una manera más o menos
estricta, en todo el mundo. Países que han sido menos duros en el
confinamiento, como Corea, han realizado miles de test “masivos y obligatorios”,
así como han puesto en funcionamiento las Apps
para alertar a los funcionarios cuando los viajeros recién llegados o los
enfermos o asintomáticos abandonaban sus zonas de aislamiento. (El Economista –
18/03/2020). Como es de suponer, este tipo de aplicaciones de rastreo para
monitorear a los supuestos contagiados viola todas las normas de protección de
la privacidad que los gobiernos parlamentarios nos han ido concediendo. Un
atentado en toda regla contra las libertades individuales que descabeza, de una
vez y para siempre, las teorías progresistas que suponen un aumento paulatino
de la libertad hasta llegar a una arcadia imaginaria.
Por supuesto, se ponen en funcionamiento sistemas de videovigilancia, biometría o reconocimiento facial. Como ya dijimos en otro sitio, el enemigo no es el virus. Un ejemplo entre muchos: «El Ayuntamiento de Alcoy ha adquirido un sistema de gestión integral compuesto por 160 cámaras que se distribuirán por toda la ciudad». Lo que incluye cámaras termográficas, es decir, que miden la temperatura de los viandantes, en algunos puntos. Todo aquél que tenga algo de fiebre es sospechoso de tener Covid o, mejor dicho, todos somos sospechosos. Todo ello integrado en la estrategia Smart City. (Página 66 – 18/05/2020). Por si alguien dudaba de su efectividad, tecnología punta en miedo al miedo.
Tampoco la libertad de expresión podía irse de rositas en esta batida indiscriminada contra todos los derechos consustanciales del ser humano. La gran red de redes, que venía para ser la panacea de todas las libertades, está demostrando todo lo contrario. Tomemos dos ejemplos. En España «el Gobierno está haciendo una monitorización de las redes sociales con el fin de comprobar algunos discursos que pueden ser peligrosos o delictivos, así como con las campañas de desinformación», con la colaboración inestimable de las plataformas (google, youtube, facebook, twitter, etc.) que no tienen empacho en poner en práctica sus «protocolos de actuación». (La Vanguardia – 11/04/2020). En Francia, Macron no se ha cortado en dar el do de pecho anunciando «la aprobación de una ley contra el ciberodio que deja en manos de la Policía, y no de los jueces, la consideración de delito». (Sputnik news – 14/05/2020). No hay más que estudiar superficialmente la situación para comprender en manos de quién estamos.
No puede
dejar de mencionarse aquí el control que los dirigentes al cargo de la sanidad
pública, avalados por el poder judicial, están ejerciendo ¾o allanando el terreno para acometer en lo sucesivo.
Son tres los casos de hospitalización forzosa en el Estado español que
encontramos en un vistazo rápido a la prensa digital: uno en Asturias, otro en
Murcia y un tercero en Palencia. Obviamente estamos ante casos extremos en los
que el paciente se ha resistido hasta tener que ser forzado. No dudamos que habrán
sido innumerables los casos en los que no habrán necesitado pasar de la simple
amenaza. El Ministerio del Interior ya está haciendo todo lo necesario para que
esta acción contra la libertad individual entre dentro de la ley. Según el
ministro, «se analizarán todas
las opciones legales en caso de que un ciudadano se niegue a ello: porque el principio fundamental es mantener
la salud pública». (El País – 06/04/2020). No nos dejan
más alternativa que cuidarnos de su totalitaria “salud pública”.
Igualmente,
se toman todas las medidas para facilitar la obligatoriedad de someterse a los
ineficaces test. Parece ser
que así lo avala nuestra protectora Ley de Prevención de Riesgos Laborales y
que, en palabras de un juez, «la normativa de protección de datos no debe
obstaculizar[la] y […] puede adoptarse sin necesidad de contar con el
consentimiento explícito del afectado». (ABC de Sevilla – 24/04/2020). No hay ley que por
mal no venga.
Un capítulo
esencial en esta capitulación anunciada será la futura, pero no lejana, más que
posible obligación forzosa de la vacunación masiva de los habitantes del
Planeta. En esta dirección, son múltiples y variadas las declaraciones de
dirigentes que desde todos los puntos cardinales ya van preparándonos para que
les ofrezcamos sin titubear nuestros hombros desnudos a sus futuros nichos de ADN-ARN
capaces y dispuestos a modificarnos para siempre, con algún que otro metal
pesado de regalo. Desde Anthony Fauci y Bill Gates —este no es ni dirigente ni
especialista, pero se ha autonombrado líder y héroe principal del espectáculo— hasta
Pedro Duque y Fernando Simón —exponentes máximos de la estulticia ibérica— el mantra incuestionable «no habrá normalidad
mientras no haya vacunación masiva», no ha hecho más que propagarse con mucha
más velocidad y letalidad que el más mortífero de los virus —que desde luego no es
este Covid-19. Programándonos, con los pocos o nulos escrúpulos que gasta esta
gente, para inocularnos una sustancia que ni siquiera habrá pasado los cinco
años pertinentes en todo medicamento seguro
para testar su eficacia y peligrosidad. Desde luego, en los tiempos venideros
van a poner a prueba nuestra capacidad de rebeldía hasta dejarnos exhaustos. El
momento de sacudirnos toda la docilidad que nos han ido inoculando es ahora o
nunca.
Ejemplo casi
risible, si no fuera por lo que esta mafia se trae entre manos, lo encontramos
aquí mismo, donde la Junta de Andalucía anunció la obligatoriedad, para la
próxima campaña otoñal de la gripe, de la vacunación en toda la población
considerada grupo de riesgo —que no es lo mismo que población peligrosa, esa es
más bien la que está en el poder, y contra la que sí deberíamos estar ideando
una vacuna. La parte risible tiene
dos frentes. El primero, porque en el informe que así lo aconseja se dice, sin
exagerar, que «el 49% de
los que estuvieron hospitalizados grave por la gripe no se habían vacunado»
(ABC Andalucía – 22/04/2020), no hay que ser un gran científico para deducir
que, por tanto, el 51% de los que estuvieron hospitalizados grave por la gripe
sí se habían vacunado, y lo que eso significa. El segundo, porque según todos
los pronósticos, el rebrote hará
innecesaria esta vacuna —salvo para
los que ganan algo con ella—, ya que el coronavirus volverá a hacer desaparecer
la gripe de la faz de la Tierra.
El uso de la
mascarilla protectora, o tapabocas como acertadamente se llama en parte de Hispanoamérica,
como medio para evitar el contagio, había sido hasta ahora muy poco frecuente. Salvo
en puntuales excepciones de turistas orientales con algún tipo de afección
respiratoria, y más orientada a evitar la descomunal contaminación atmosférica
de las aglomeraciones urbanas que el posible contagio de los microbios del
resto de los viandantes, la mascarilla había permanecido en Europa restringida al
ámbito hospitalario, quirúrgico o de otras profesiones expuestas a sustancias
contaminantes en suspensión. La generalización de este elemento, no poco
controvertida entre los especialistas sanitarios, ha sido promovida sin reparos
desde el inicio del Estado de Alarma, no tanto de la epidemia. Sin embargo, las
mascarillas dejan de ser tales, para convertirse en bozales o mordazas, en el
momento mismo en que se plantea la obligatoriedad de su uso en espacios
públicos. A partir de ese momento, incluso aunque no se hubiera llegado a
aprobar semejante despropósito, la mascarilla ha pasado a formar parte de la esfera
de lo represivo y negarse a llevarla es ahora el primer factor de desobediencia civil al que debemos
aspirar. Si Thoreau levantara la cabeza sus ojos no darían crédito a una
realidad tan desproporcionadamente monstruosa.
La Dignidad
del ser humano borrada, tal vez para siempre, gracias a la utilización impuesta
de una prenda de vestir cuyo uso,
voluntariamente negligente, la acerca cada vez más a un instrumento de tortura.
No por casualidad fueron utilizadas con los prisioneros de Guantánamo para
aumentar la sensación de aislamiento e incomunicación. Hay, por lo demás,
cientos de estudios que demuestran que su uso prolongado perjudica seriamente
el buen funcionamiento de nuestro aparato respiratorio. ¿Pero no era esto lo
que se supone que estaban intentando sanar? ¡Qué desolador y denigrante que los
sans-culottes del futuro no vayan a pasar de simples sin-tapabocas! Pero no dejemos de
hacerlo.
Por el
momento, los que han osado levantar la voz fuera de las maltrechas redes
sociales, es decir, protestando en las calles, han sido pocos y extraños. En
España ha sido la extrema derecha la primera que se ha atrevido a manifestarse.
Con la permisividad no explícita pero incuestionable de la policía, han plagado
las calles de los barrios pudientes de las ciudades de banderas rojigualdas y,
cubiertos con mascarillas, han exigido la dimisión del gobierno socialcomunista. En realidad, no quieren
que se eliminen las restricciones a la libertad, quieren que sea la clase dominante
de siempre la que las dicte, lo que se llama cambiarle al perro el bozal.
Cuando por
fin las clases trabajadoras han salido de su letargo, lo han hecho a contrapelo
de estas manifestaciones neofranquistas,
para intentar reventar sus desfiles hasta que, finalmente, se han realizado
marchas en Vallecas, y concentraciones en otros barrios de Madrid, contra las
multas y por la sanidad pública. (La Izquierda diario – 22/05/2020). Si el
medio que lo difunde no lo ha distorsionado demasiado, a la izquierda radical
le queda mucha reflexión por delante.
En otros
países, en cambio, las protestas son más variadas. En los últimos días ha
habido bastantes protestas, con algunos disturbios, en las principales capitales
alemanas. Aquí sí, con el punto de mira en las medidas totalitarias de
confinamiento, contra la obligatoriedad de las mascarillas y las futuras
vacunas y contra la orquestación espuria de la OMS. Tanto que los medios
españoles no han tenido más remedio que hacerse eco para desprestigiar, de la
manera ruin que ellos acostumbran, a sus participantes. (Telecinco –
13/05/2020).
Nuestra
libertad comienza por dejar de creernos sus sucias mentiras. Todavía, de
momento, somos libres de pensar y decir lo que pensamos; aunque los medios de
difusión de ideas a nuestro alcance sean muy restringidos y se estén comprimiendo
a marchas forzadas, no dejemos de hacerlo.
[1] Bardo Ediciones, 2010. (Págs. 8-9). El libro puede
descargarse en la siguiente dirección web: https://translationcollective.files.wordpress.com/2010/05/ejercitos_en_las_calles.pdf
jose a. miranda
https://joseamirandapoesia.wordpress.com