TRAS LA VENTANA
(Texto de María Santana Fernández publicado originalmente en https://disciplinasocial.art/ )
CONFINAMIENTO
En plena epidemia no sentimos todo el miedo que deberíamos, igual que no acabamos de sentir la angustia del encierro. Por eso no es creíble el lamento en torno a las cosas que hemos perdido, porque hace tiempo que no son nuestras. Podríamos decir que nos han expropiado de nuestra libertad, pero hace tiempo que éramos marionetas dóciles y voluntarias. Podríamos llorar porque nos han despedido de nuestros trabajos y nos han empobrecido, pero ya vivíamos instalados en una situación de crisis. Podríamos enfadarnos porque no hay recursos sanitarios, ni previsiones gubernamentales, ni coordinación de las administraciones, pero… Ya éramos una sociedad transparente, vigilada y sumisa con una población aturdida por los dispositivos de realidad virtual. Ya nos habían robado la vida.
¡VIVA LA DISCIPLINA!
Tenemos la suerte de vivir un momento en el que se ha hecho explícita la disciplina social. Es más, deberíamos dar las gracias a nuestro presidente porque hasta hoy ningún político se había atrevido a ser claro y hablarnos con tan pocos tapujos. ¡Qué placer al poder identificar las fuerzas que nos coartan! ¡Qué euforia al oír directamente la orden de encierro y pensar en la posibilidad de desobedecer! Solo en el preciso instante en que se explicita la orden aparece en el imaginario la opción de decir “no”. Por eso, no podemos desperdiciar la oportunidad de comprender en qué consiste el ritual devastador de la autodisciplina que habíamos interiorizado y que reproducimos en cada acto cotidiano. Hay que dejar al descubierto la lógica perversa de un sistema que nunca pide permiso ni informa del despliegue de sus técnicas de sometimiento.
EL TIEMPO DETENIDO HACE QUE LAS COSAS SE VEAN MÁS CLARAS.
Habitualmente, el mundo se mueve rápido, nuestra vida se amolda a sus prisas y sobre-estimulación. Pero hoy todo está perturbadoramente quieto y parece en orden. La pandemia produce estupor, pero es comprensible. Estábamos acostumbrados a que los golpes de lo real no dejaran ninguna herida, pero el caos que nos envolvía ha encontrado una inquietante armonía. Desde todos lados, sólo se emite un mensaje doloroso, alto y claro.
Mientras tanto, contenemos la respiración pendientes de una gráfica y nos encomendamos a médicos y estadistas. La frialdad y crudeza del discurso técnico que podría dejarnos a la intemperie de unos datos incomprensibles, pero devastadores, se amortigua con una épica suave que se confecciona en cada comparecencia plasmática del presidente y en cada aplauso ciudadano programado.
NO ES LA CALLE, SON LOS OTROS.
La vida se ha convertido en una promesa. No somos capaces de consolarnos con una esperanza, ni podemos dejarnos arrastrar por el destino. Cuando no podemos hacer nada, lo que hacemos son promesas. Ha llegado la hora de que el deseo se sienta en toda su crudeza. En breve, la piel arderá buscando el aire, los músculos se tensarán preparándose para andar, los ojos mirarán a todos lados esperando encontrarse con otra mirada y las manos se alargarán buscando otros cuerpos. Las palabras ya se están lanzando en la pantalla como los mensajes de los náufragos, con un ansia que antes no se tenía. De repente, el Otro está muy lejos y su ausencia se filtra en nuestro cuerpo como una carencia desgarradora. No sabíamos de este afecto soterrado y ahora estamos nostálgicos de alteridad. Las promesas se hacen al afuera, a la colectividad, porque ellos son el mundo.
NADIE VA A PERDER LA CALMA.
Los movimientos humanos en los espacios comunes se han convertido en respetuosas coreografías en las que reina la desconfianza. La disciplina social nos ha arrebatado la libertad para otorgarnos la responsabilidad. Necesitamos saber que lo estamos haciendo bien, mejor que los demás. Y si hemos renunciado a nuestra libertad, exigimos que los demás también lo hagan. En el post-panóptico todos somos delatores.
Hemos fantaseado muchas veces en torno a la pandemia global y en las escenas siempre se sucedían momentos de caos, de egoísmo, de lucha del más fuerte. Cuando se impuso el confinamiento, por un momento pensamos que eso podía llegar a pasar. Temimos el proceso de degeneración humana en el que perderíamos la compostura, esa urdimbre de las formas sociales, esos códigos no escritos de buena conducta. Sin embargo, de momento parece que nadie va a volverse loco. En todo caso, peligra el equilibrio mental de los trabajadores sanitarios al enfrentarse a la angustiosa limitación de su labor cotidiana. Del mismo modo en que hay casas donde la fatalidad del encierro agrava la situación de hacinamiento y de pobreza hasta convertir cada día en un suplicio. Por tanto, mientras haya un mínimo de recursos, el aislado se sentirá confortablemente acunado en su hogar, separado de los peligros que quedan fuera, dulcemente adormilado por una intimidad redescubierta.
Cada vez que volvemos, cerramos las puertas de casa, nos quitamos los zapatos y nos lavamos concienzudamente las manos para borrar todo rastro de lo ajeno. Con cada frote de jabón vamos recobrando la calma. Entonces, nos tomamos unos segundos para respirar profundamente mientras nos re-apropiamos del cuerpo que se había puesto en peligro. Esta nueva intimidad doméstica va enlazada al cuidado de un cuerpo vívidamente frágil. A esto se suma la necesidad acuciante de hacer algo con él, porque los nervios están a flor de piel. En realidad, la carne no estaba tan entumecida como parecía.
EL CONFINAMIENTO ACABARÁ, PERO NO VA A SER MAÑANA.
Hay que transformar la soledad impuesta por una intimidad gozosa. Hemos perdido la costumbre, pero la imaginación y el deseo siguen latiendo en nuestros sentidos y nuestra mente. Más vale que nos pongamos a ello. Y hay que hacerlo ya. Porque dentro de muy poco las series de televisión no van a divertirnos, los videojuegos no van a engancharnos, las redes sociales van a caer en un monólogo catastrofista bastante aburrido y la casa se va a volver muy pequeña. Porque al irnos a la cama ya estamos experimentando ese pánico visceral que provoca el exceso de lucidez y que nos impide soñar.
María Santana Fernández