Aquí tenemos el polémico nuevo proyecto museológico del Museo Reína Sofía. De «nuevo» tiene poco… de momento la primera medida es eliminar la denominación de Centro de Arte (esto si es una novedad).
Para la directora Ana Martínez de Aguilar y quién haya redactado este proyecto parece que no cuenta mucho lo de entender la cultura como «servicio público», a pesar de todas las declaraciones ministeriales. En primer lugar se cargan la posible función de Centro de Arte (función que el Reína Sofía nunca llegó a ejercer, para los que mantuvimos una cierta esperanza sobre que llegaría a cumplirla ésto significa el fin definitivo de cualquier progreso en ese sentido) y se quedan sólo con el Museo. Como muestra un botón:
«El «centro de arte», en su abstracción, se convierte en el motor de una «propaganda cultural «que pretende dirigir -o, por usar el vocabulario característico de esa propaganda misma, «estimular», «dinamizar», etc.,- la «creación» artística hacia el fin último de una «modernidad» establecida sobre los cánones, o, mejor, los estándares, de la leyenda de la vanguardia. Así, tanto la «producción» de los artistas, como los flujos del público, como los del mercado del arte, pasan a depender, fatalmente, de ese «mecenazgo» estatal: de un «museo nacional» transformado, como «centro de arte», en «meta-galería» en la que el arte acaba confundiéndose y siendo sustituido por la política, la economía y la sociología de «un» arte».
Vaya potaje ¿no?. Casi parecen posmodernos fascinados por la dictadura del relativismo. En cualquier caso parece que prefieren observar las vanguardias más como entomólogos (a tenor de su afán por revisar y rellenar lagunas historiográficas) que aplicar los posibles aciertos de aquellos movientos culturales para relacionar el arte con política y sociología, cosa que sin lugar a dudas sería más viva y activa(¿que pensarán estos historiadores cuando lean las notas autobiográficas de, por poner un ejemplo, George Grosz, en las que se definía como «pintor comunista»? seguro que hacen como que no se han enterado).
Curiosamente los proyectos artísticos actuales más interesantes van por ese camino (politica, economía, sociología) que quiere obviar éste proyecto museológico.
En fin pasen lean, lloren, rían y critiquen:
PROYECTO MUSEOLÓGICO
MUSEO NACIONAL
CENTRO DE ARTE REINA SOFÍA
El Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía tiene, en primer lugar, la misión de reunir,conservar y exponer las obras y materiales que permitan explicar y comprender, así como disfrutar y estudiar, la historia del arte del siglo XX.
Desde este punto de vista, no puede caber duda alguna de que su primera razón de ser es la de Museo, ni de que éste tiene que ser universal.
CONSIDERACIONES HISTÓRICAS
La historia del arte del siglo XX no es una ni es monolítica, ni está regida teleológicamen-te
desde un principio definido de una vez por todas hacia una causa final ya establecida,
como ha explicado y como suele explicar, aún hoy, la ideología de la modernidad, que con-funde
esa historia con su propia utopía del progreso, y convierte, sin remedio y por necesi-dad,
los medios del arte en sus fines.
En efecto, la historia del arte del siglo XX se ha construido sobre el modelo de las van-guardias
y del Movimiento Moderno, y ha sido escrita por sus propios protagonistas y de
modo operativo, como un sistema de grupos, «ismos» o movimientos, llenos de matices dis-tintivos
pero unidos, en última instancia, por un objetivo común, identificado tautológica-mente
con la propia modernidad.
La ideología del progreso, entendido éste como progreso de la ciencia y la técnica, cuyo
prestigio, a estas alturas de la historia, ya no se sostiene en modo alguno, se ha convertido
en plantilla sobre la que definir y justificar los caminos del arte. Permanece unida a las ide-ologías
artísticas que, desde el romanticismo hasta la bohemia y la vanguardia, hacen del
«arte por el arte» la religión moderna, han acabado estableciendo una serie de categorías
dominantes en el juicio del arte contemporáneo, basadas en los propios grandes mitos de
la modernidad: de la tabla rasa al hombre nuevo, del ave fénix al eterno retorno, el arte
moderno parece poder explicarse y justificarse en la necesidad de la invención constante,
de la constante novedad, etc.
Progreso y «novitas» constituyen, en efecto, las categorías principales con las que las
vanguardias se definieron a sí mismas y con las que los historiadores las explicaron como
sistema articulado en el tiempo y el espacio.
En el tiempo, haciendo de la historia del arte una sola historia de movimientos encade-nados
sobre objetivos comunes, haciendo de la historia misma el único «contexto», bien abs-tracto,
o ideológico, como se ve, en el que explicar las obras. Y en el espacio, organizan-do
el mundo del arte en un sistema inmóvil de centro y periferia.
Ninguna reflexión seria sobre nuestro mundo puede conceder ya ningún crédito a las
ideas de «progreso» y al culto de la «novitas». Sin embargo, ése es todavía el lenguaje domi-nante
en la política y en la publicidad. También, en gran parte, sintomáticamente, en lo que
podemos llamar «política cultural», o «propaganda cultural».
Una historia del arte concebida como un sistema de movimiento es perversa porque rele-ga
las obras y los artistas a simples eslabones de su propia cadena: el Museo mismo nació
como una gran galería, la del Louvre, en la que las obras se ordenaban fuera de sus ver-daderos
contextos como una sucesión de escuelas e influencias, como algo abstracto. Y una
historia del arte entendida como relación de centro y periferia es perversa porque relega a
la periferia al «retraso» eterno, en un sistema en el que el círculo vicioso de la novedad, del
día, determina todas las pautas de valor, y que establece, por tanto, como estructura de prin-cipio,
la estructura del «décalage», del antes y del después, de la influencia y del seguidis-mo,
de la «distribución». Es el centro, en definitiva, el que, como necesidad primera, «inven-ta»
la periferia a su imagen y semejanza.
¿Qué son ésos sino sistemas de poder, bien reconocibles en su relación con los sistemas
del mercado? ¿A qué responde esa historia oficial, o esa ideología oficial de la moderni-dad,
basada en la proclamación de lo nuevo y en la exaltación del centro frente a la peri-feria,
sino a los mecanismos de producción, distribución y consumo?
No es extraño que en los tiempos de la «democratización forzosa» de la cultura en forma
de fiesta y espectáculo, en los que los «servicios» han sustituido definitivamente al «traba-jo»,
la modernidad que el arte del siglo XX elevó a categoría primera muestre descarnada-mente
su raíz común con la moda, es decir, con el «modus», o sea, lo fugaz, lo accidental.
De acuerdo con las estrategias del mercado, la publicidad, como la propaganda «cultu-ral»,
como la historia oficial del arte del siglo XX, definida en los grandes centros metropo-litanos
de difusión, se basa en la exaltación de lo siempre igual como lo nuevo.
Y, sin embargo, hoy, a principios del siglo XXI, frente a la cadena de la historia, frente a
la historia oficial, abstracta, se impone una nueva reflexión que sitúa en primer plano la rea-lidad
material de la obra de arte, cuya condición, en cambio, es obstinada e irreductible-mente
verdadera, y que se niega, por principio, a ser «producto de la producción», para
manifestarse como instrumento de conocimiento y experiencia.
REPERCUSIONES DE LA HISTORIA OFICIAL DEL MUSEO
Si intentamos juzgar, como se ha hecho a menudo y erróneamente, el Museo desde el
punto de vista de esa historia oficial del arte del siglo XX, el resultado no podría ser más
decepcionante y descorazonador.
Nos encontraríamos ante un museo periférico en todos los sentidos, y cargado, o lastra-do,
propiamente, con todas las connotaciones negativas que esa historia oficial de «propa-ganda
cultural» asigna a esa palabra: situado en un lugar y un tiempo periféricos, «local»
en cuanto a sus colecciones e impotente en cuanto a sus posibilidades.
Si su ambición tuviera que ser mostrar en sucesión, amplitud y plenitud la historia oficial
del arte del siglo XX, tal como se hace por excelencia, «canónicamente», en el MoMA, por
poner el modelo primero y obvio, el fracaso y la frustración estarían asegurados. Y no por
una cuestión de «tiempo», que eso es lo que el esquema centro / periferia vendría a indi-car,
y que algunos podrían invocar tal vez como consuelo -con el «tiempo» haremos esto o
lo otro…-, sino por una cuestión de paradigma o modelo, ya que, por principio, ningún
museo puede ser, o alcanzar, a los museos que han canonizado la historia como su propia
historia, aunque, por condición de poder, todos parezcan condenados a soñar con ello,
eternamente sometidos a su sueño. El «tiempo», en fin, es justamente la distancia que el cen-tro
debe mantener siempre con la periferia.
Aunque, en el caso del Reina Sofía, la comparación más directa, y también más elocuen-te
y didáctica, tiene que hacerse no con el MoMA neoyorquino, sino con el Centre Georges
Pompidou – Musée National d’Art Moderne, de París.
Empezando por la presencia de la palabra «centro» junto a la palabra «museo», en
igualdad de condiciones, en el nombre, hasta la imagen dada por los ascensores de cristal
en el exterior, que remedan la famosa escalera mecánica del edificio parisino, todos los
extremos parecen conducir a esa comparación. No estará de más, pues, hacer una consi-deración
sobre lo que ello significa.
El MoMA, fundado en los años veinte, llamado a sí mismo «Museo de arte moderno»
cuando aún el «arte moderno» hacía de la oposición al «museo» uno de sus principios, nació
al mismo tiempo que se establecían todos los paradigmas del arte moderno, y, de hecho, lo
hizo con la intención expresa y poderosa de constituirse en su «canon», por no decir en su
«leyenda», como el principio de una operación que hizo de Nueva York, ya en los años
treinta, pero sobre todo a partir de la segunda posguerra, la capital mundial de un arte
moderno diseñado «institucionalmente», en términos de «arte dominante», en detrimento,
especialmente, de París y de las formas tradicionales, «privadas», del mercado del arte.
El Centre Georges Pompidou, en cambio -significativamente, pocas veces se usa la
segunda parte de su nombre, que lo define como museo-, nació como proyecto en 1969 y
se fundó en 1974, con el objetivo claro de recuperar, frente al dominio americano, lo que
parecía algo perdido por Francia veinticinco años antes: la vanguardia del arte, o la moder-nidad,
«tout court», simplemente.
No es extraño, pues, que en el Pompidou, el peso recaiga en el «centro de arte», mucho
más que en el «museo», a pesar de lo extraordinariamente ricos y abundantes que son sus
fondos.
El «centro de arte», en su abstracción, se convierte en el motor de una «propaganda cul-tural»
que pretende dirigir -o, por usar el vocabulario característico de esa propaganda
misma, «estimular», «dinamizar», etc.,- la «creación» artística hacia el fin último de una
«modernidad» establecida sobre los cánones, o, mejor, los estándares, de la leyenda de la
vanguardia. Así, tanto la «producción» de los artistas, como los flujos del público, como los
del mercado del arte, pasan a depender, fatalmente, de ese «mecenazgo» estatal: de un
«museo nacional» transformado, como «centro de arte», en «meta-galería» en la que el arte
acaba confundiéndose y siendo sustituido por la política, la economía y la sociología de
«un» arte.
Ya que la «propaganda artística» no puede sino desembocar en el «arte de la propagan-da»,
el «centro de arte» acaba exigiendo más exposiciones, más eventos, más público, más
cálculos mediáticos, más y más espectacularidad, más rentabilidad ideológica o política,
más inmediatez, etc., en detrimento del museo -aquel lugar que las leyendas más burdas del
arte moderno, las que necesita el lenguaje elemental y siempre subliminal de la publicidad,
oponen a la vanguardia- como lugar de disfrute no alienado y de conocimiento no dirigi-do.
CREACIÓN DEL MUSEO
El Reina Sofía fue fundado en el momento en que la política española, y, sobre todo, su
propaganda internacional, se basaba casi únicamente en el intento de recuperación de una
supuesta modernidad perdida tras la guerra y reprimida durante los largos años del fran-quismo;
en el momento culminante de esa política de promoción y homologación interna-cional,
basada en grandes operaciones institucionales, uno de cuyos fines era crear en los
españoles una mentalidad que los impeliera a reconocerse a sí mismos, en cuanto españo-les,
como miembros de una historia y un presente modernos e internacionales, y, más pro-piamente,
de una casa común europea.
«Modernización» era la palabra clave, y la Unión Europea el horizonte lógico, de modo
que no es extraño que el Reina Sofía se fundase, esencialmente, sobre el modelo del Centre
Georges Pompidou, cuya intención de competir con el dominio americano en el terreno del
arte moderno, «dinamizando» institucionalmente la «creación» artística francesa de van-guardia,
ya hemos explicado.
Nacido, pues, en el momento culminante de esas circunstancias, y modelado sobre tales
paradigmas, el Reina empezó significativamente siendo sólo «centro de arte», en 1986,
para poco después, en 1988, convertirse en «museo».
ANÁLISIS DE LA TRAYECTORIA DEL MUSEO
La ambigüedad antes aludida ha determinado, desde el primer momento, la historia del
Museo, haciendo que en la mayoría de las ocasiones las actividades del Centro y el funcio-namiento
del Museo se hayan percibido como dos cosas absolutamente separadas, de modo
que la necesidad de inmediatez y rentabilidad de la primera ha parecido incompatible con
la segunda, que necesita de tiempos largos y cuyos «resultados» no pueden ser inmediatos,
condicionando negativamente su desarrollo.
Las cosas, sin embargo, han cambiado mucho desde la fundación del Reina, desde las
necesidades políticas e institucionales del Estado, hasta la percepción misma de la idea de
«modernidad», por no hablar del modelo de «centro de arte», marcado por su vulgariza-ción
y por la crisis de sus propios paradigmas.
El Museo ya no puede abocar la mayor parte de sus energías a la «dinamización» del
mundo español del arte, ni constituyéndose como galería institucional, o galería de galerí-as,
o, como ya hemos dicho, «meta-galería» dirigista, ni haciéndolo como «meta-museo» de
arte contemporáneo, impulsando mil exposiciones itinerantes con sus fondos, ni tampoco
convertirse en un centro de exposiciones ajeno a las necesidades más profundas y de larga
duración del Museo mismo, o, incluso, interferente con sus verdaderos fines.
Otra cosa, además, y muy importante, ha cambiado: el Museo ha ido creando una colec-ción
que, si bien tiene un origen accidentado y heterogéneo, consta ya de algunos núcleos
extraordinarios en cantidad, calidad y densidad, suficientes para indicar por ellos mismos
los caminos a seguir.
Ha llegado, pues, el momento de barajar de nuevo las cartas: ante lo fugaz y lo pasaje-ro
de la moda, el mercado y la rentabilidad, el Museo representa la larga duración de la
obra y del saber. El Museo tiene la obligación de ser la institución que da y recibe conoci-miento
libre, no alienado.
Ya no es admisible, pues, la separación entre un «centro de arte» y un «museo», con la
connotación ideológica que hace del primero un lugar de experimentos, «moderno», y del
segundo un depósito inerte, «antiguo». Bien al contrario, el «centro de arte» tiene que ser un
instrumento del Museo, a través del cual el Museo interpretará una parte de su música: órgano de las necesidades de organización y desarrollo de la colección, generando exposicio-nes
históricas que expliquen y completen la misma, y órgano de la complejidad artística
actual, de su producción en la sociedad y de su transmisión a la sociedad.
Pero es el Museo el que asume lo primero, la revisión histórica, y lo segundo, el compro-miso
con el presente, teniendo en cuenta que tanto el arte en curso como su historia son sín-tomas
de los bienes y los males de la sociedad, articulados con sus conflictos o sus place-res,
con sus preocupaciones y sus esperanzas.
El Museo, pues, tiene que afirmarse, pese a sus muchas manifestaciones posibles, como
una sola institución, cuya base, cuyo cimiento, aquello en donde apoya su solidez, es el
Museo, cuya colección permanente y cuyas estrategias tienen que ser reconsideradas, como
haremos en el próximo apartado.
Por mor de claridad proponemos, por tanto, la desaparición de su nombre de las pala-bras
«centro de arte». Museo Reina Sofía condensa necesaria y suficientemente, sin ambi-g√ºedades,
la voluntad y la autoridad que la institución pretende.
LA COLECCIÓN PERMANENTE
Si el Reina Sofía tiene que apoyarse incuestionablemente sobre su condición de Museo,
la exposición de su colección permanente constituirá la forma de visibilidad mayor de sus
intenciones y de su modo de convertirse en lugar de conocimiento.
Como es notorio, la colección se ha ido formando accidentalmente, en tiempos distintos
y con orígenes muy diversos, dando lugar a una gran heterogeneidad de los fondos, los cua-les,
a pesar de que contienen momentos de gran densidad y valor, tienen también grandes
faltas y huecos.
Ahora bien, esas faltas y esos huecos, con ser notabilísimos, muy graves, se pueden, sin
embargo, relativizar.
Como decíamos en el apartado anterior, si contemplásemos nuestra colección con la
plantilla de la historia oficial del arte del siglo XX, no podríamos sino lamentarnos de su con-dición:
falta de representación de los principales movimientos, falta de la mayoría de los
nombres esenciales y ausencia casi total de los internacionales, dominio del localismo; el
Museo no sólo sería a todas luces incapaz de explicar su desarrollo canónico, sino que ni
siquiera sería capaz de explicar una historia del arte español que quisiera medirse en los
baremos de la historia universal y construirse con sus ritmos y tiempos.
Pero ya hemos dicho, también, que esa historia no es más que una construcción ide-ológica,
pero que en verdad no existe una única historia. Esa «historia» dominante, ya
lo hemos visto, es una abstracción que nos condena, por condición y necesidad de su
propio diseño, a la «periferia» y al «retraso», o, aún más, a la eterna carrera hacia una
imposible homologación en el «centro» y en el «acto». Para decirlo claramente: a la eter-na
subordinación.
Frente a la «historia oficial», sin embargo, surgen los autores y surgen las obras, y mien-tras
que la «historia» no es más que una construcción ideológica, las obras, en cambio, en
su verdadera existencia, tienen la «razón».
Frente a una historia construida como un sistema de categorías al que los autores y las
obras tienen que adaptarse, el Museo tiene que proponer otra historia, en la que desde las
obras y los autores, sin categorías previas, pueda alcanzarse el conocimiento concreto de
las cosas y de las circunstancias de esas cosas.
Surgirá una historia no lineal, sino llena de encrucijadas, formada por complejas conca-tenaciones
de influencias y relaciones, a veces visibles y otras más secretas, en la que el arte,
sus poderes, sus virtudes y sus defectos, quedará explicado en y por su contexto formal, inte-lectual
y social, por su humus, en fin, que es la clave de su libertad y su autonomía, y de la
libertad y autonomía que puede transmitir a quien lo contempla, disfruta y aprende de él.
Por otro lado, no hay que olvidar, ya desde un punto de vista estrictamente español, y
porque la masa de los fondos son españoles, que es imposible, cuando no ilusorio, explicar
la historia del arte del siglo XX en España como una -una más- hipotética o legendaria «his-toria
de las vanguardias» españolas.
A lo largo del siglo XX, en España, nunca se dieron las condiciones para que se desarro-llase
una vanguardia como ocurrió en Francia, Alemania o Italia, o, en otras condiciones,
en la Unión Soviética: exceso de oferta artística, nuevas clases necesitadas de nuevos modos
de legitimación, autonomía del mercado del arte, etc. Los artistas españoles, con respecto a
las vanguardias, fueron, en el mejor de los casos, voluntaristas, y, desde luego, los grandes
nombres clásicos de esa supuesta vanguardia española -Picasso, Gris, Miró, Dalí…-, fueron
artistas parisinos, cuya obra era «comentada», a favor o en contra, pero sólo comentada,
en la «distancia» española.
Otra cosa, en cambio, y bien importante, es que estos artistas, en París o en los escena-rios
internacionales, ejercieran su papel de españoles, ya que lo «español» jugó unas car-tas
esenciales en la formación de la imaginería de la vanguardia internacional, y será
imprescindible que lo tengamos en cuenta.
SITUACIÓN ACTUAL
Veamos, pues, con esa intención de liberarnos de la prisión de las categorías y de la tele-ología
oficial, sin deseo de «fines últimos» que acaban por convertir a las obras en simples
escalones de la historia, cuál es la situación de la colección.
– En primer lugar, la gran masa está constituida por obras de artistas españoles, aún así con
grandes huecos y ausencias, y, en una gran cantidad, de un interés puramente local.
– En segundo lugar, esas obras, como resultado de lo accidentado de su llegada a la colec-ción,
no forman un discurso o capítulos de un discurso, sino que solamente se yuxtaponen.
– En tercer lugar, se producen momentos de gran densidad y calidad, extraordinariamen-te
destacados, como extrañas excepciones, contra el fondo heterogéneo de la colección,
desconectados de ella y dominados por obras en sí mismas singulares.
Efectivamente, la colección está constituida por grandes núcleos que principalmente giran
en torno a Picasso y, en este caso, además, alrededor del Guernica, lo cual quiere decir,
más allá del propio Picasso, arte internacional alrededor de la Guerra Civil; alrededor de
la colección algo irregular de Miró y de la gran colección de Dalí (lo cual significa la pro-fundización
en el surrealismo); alrededor de la colección de «informalismo» español
(Millares, Saura, Tàpies, etc.), que reclama su entrecruzamiento con el arte internacional,
especialmente europeo, etc.
Naturalmente, no se trata tan sólo de considerar esos grandes nombres o movimientos,
tan fácilmente homologables en el panorama internacional. Hay otras expresiones del arte
español, de alta calidad, con las que las colecciones del Museo deben contar. Pero, al con-trario
de lo que ha solido hacerse, es decir, o presentarlas como casos aislados, o presen-tarlas,
incluso, como «típicas» excepciones españolas, debe hacerse frente a ellas el mismo
esfuerzo de contextualización.
Pongamos un par de ejemplos concretos.
La obra de Solana, para referirnos a un artista del que el Museo posee un buen número
de grandes piezas, y a quien la disposición actual de la colección dedica una sala propia,
¿no se comprendería mejor poniéndola en sintonía, o, por hablar más claro, poniéndola en
la encrucijada de otros artistas y movimientos europeos? Tal como ahora está, y como un
síntoma de una determinada interpretación del arte español, se presenta aislada, como caso
excepcional que sirve para explicar, precisamente, la excepción española en términos, no
sólo estéticos, sino, digámoslo así, de tenebrismo endémico. Pero, ¿no hay diálogos secre-tos,
y no tanto, de Solana, con un cierto, para simplificar, expresionismo europeo, que iría
de Ensor o Kubin o Nolde a ciertos componentes del Brücke, como Heckel, hasta persona-jes
también tachados muchas veces de excepcionales como Soutine o Rouault? No habla-mos
de «influencias» en el sentido en el que la historiografía académica usa el término, que
al fin y al cabo, está marcado por la idea de centro / periferia, sino de diálogos más o
menos secretos, de movimientos de diferencia y deferencia simultáneas, etc.
O -segundo ejemplo- el «noucentisme», cuya sala propia aparece desde hace mucho
tiempo como una de las intenciones del Museo, que cuenta, después de las adquisiciones
que se han hecho en los últimos tiempos, con algunas obras que representan irregularmen-te
a algunos de sus artistas. ¿Algo que no fue nunca, propiamente, un movimiento artístico,
sino más bien una «directriz» ideológica, debería tener una sala? ¿No significa eso, de
nuevo, insistir en la excepcionalidad del «tempo» del arte español con respecto a los movi-mientos
europeos? Y, sin embargo, para explicar las intenciones de esos artistas, aparte de
completar su propia representación con obras significativas, ¿no tendrían, de nuevo, que ser
puestas en la encrucijada del arte que ellos mismos miraban y discutían, de los «retours à
l’ordre» más o menos cézannianos de la Francia de los años veinte, hasta, y esto es impor-tantísimo,
la obra de los metafísicos italianos?
Salta a la vista que los «puntos de densidad» del Museo no son únicos ni de la misma
categoría, pero, sin embargo, sí lo ha de ser la estrategia para crear a su alrededor una
colección coherente.
De hecho, son esos «puntos de densidad» los que tendrán que establecer una auténtica
«sistemática» de exposiciones del Museo para los próximos años, en las que se revise el arte
español como parte actuante del internacional, creándose así la pauta del Museo mismo.
El Museo, pues, reclamará su carácter universal a través de la puesta de manifiesto del
papel del arte «español» del siglo XX en el arte -simplemente- del siglo XX.
Repitamos que no se trata de una cuestión de «influencias», que siempre nos condenan
a la subordinación en una especie de ente mayor, sino de referencias, diferencias y deferen16
cias, que son los modos de la producción del arte moderno en su entorno; no se trata de
aislar unos grandes artistas «internacionales» sobre un fondo «local», o viceversa, sino de
mostrar la historia de unos y otros en una permanente encrucijada, que es la de la creación
artística y la de la obra misma; no se trata de «homologar», sino de insistir, mediante meca-nismos
de sístole y diástole, en los «puntos de densidad».
El Museo, en fin, por condición, pero también por principio, no será «continuo», como
una historia abstracta, sino desplegado alrededor de los picos de máxima tensión, como lo
es una historia «verdadera», es decir, no ajena a la realidad.
De acuerdo a todas estas premisas, sobre la forma en que se muestra la colección per-manente
en la actualidad, podríamos añadir las siguientes consideraciones.
A/ Por una parte, existe un problema claro en la determinación de la «fecha» en la que el
ámbito cronológico Museo se inicia, con artistas nacidos posteriormente a 1881, año
del nacimiento de Picasso.
Se trata de una decisión administrativa, burocrática, que ninguna relación tiene con la
verdadera pulsión de los caminos del arte a final del siglo XIX, que es cuando lógica-mente
el Museo tiene que iniciar sus recorridos.
Picasso, en sus primeros años, surge del diálogo estrechísimo y tan extraordinariamen-te
fructífero como cualquiera sabe, con una serie de artistas nacidos muy anteriormen-te,
y, sobre todo, con los artistas franceses de lo que muy genéricamente podríamos lla-mar
post-impresionismos.
Bajo este criterio, podría llegarse a la situación absurda de que una obra de
Toulouse-Lautrec, muerto en 1901 pero decisivo en la llegada de Picasso a París, no
tuviera cabida «administrativa» en la primera sala del Museo, junto a la Mujer en
azul, por ejemplo, de Picasso, o las piezas de Casas o Rusiñol; o la situación, aún
más absurda, de que en el hipotético caso de adquirir una obra de Cézanne, muer-to
en 1906, ésta no pudiera situarse junto a las obras de Picasso o Braque que dan
paso al cubismo.
Más absurda aún sería la posición de Picasso junto a los artistas con los que se encon-tró,
por ejemplo, en sus primeros años de formación en Barcelona: ¿no debería el
Museo intentar obtener piezas o materiales de Gaudí, por ejemplo, un personaje naci17
do en 1852? ¿O de Puig i Cadafalch, autor del edificio que albergaba la cervecería Els
Quatre Gats, nacido en 1867?
Pero la situación ya es absurda ahora: ¿puede alguien realmente pensar que el «cam-bio
de siglo» en España podría entenderse con la ausencia, por ejemplo, de un artista
tan importante, influyente y conectado con los gustos y mercados internacionales como
fue Sorolla, como ahora ocurre? Y éste es sólo un ejemplo.
Es evidente que se hace necesario repasar muy cuidadosamente cómo tiene que ser ese
inicio de la colección, que sin duda tendría que centrarse alrededor de lo que vagamen-te
podríamos llamar «modernismo» -un movimiento del que y en el que el propio Picasso
participó tan activamente-, y que debería incluir no sólo pintura y escultura sino, tenien-do
en cuenta la extraordinaria riqueza de esa época, en verdad mucho mayor que la
de otras propiamente de «vanguardia», arquitectura, mobiliario, artes tipográficas, etc.,
además del necesario cruzamiento con los modelos y autores internacionales, al modo
en que ha quedado explicado en los ejemplos.
B/ La segunda cuestión importante atañe a la separación de «lo español» que parece difí-cilmente
homologable con las corrientes canónicas. En la actual ordenación de la colec-ción
permanente se tiende a revestir algunos «casos», como en el de Solana, de un
carácter de excepcionalidad, basado en una tradicional y prejuiciosa interpretación de
lo español como excepción, justamente, y en otros, se separa drásticamente lo español
como algo paralelo, cuando no aparte, con la connotación negativa que eso conlleva,
al desarrollo oficial del arte del siglo. Así vemos, por ejemplo, una sala dedicada al arte
español de los años 20 y 30, que claramente provoca una visión separada y menor de
ese arte, y cuya integración se hace necesaria en una visión más articulada, menos
esquemática.
C/ La tercera cuestión atañe a lo presentado. Hay ahora, en la colección, una tendencia a
separar las distintas artes, y a crear espacios específicos, sobre todo, para la escultura.
Esta es una situación que debe evitarse, ya que se trata de una separación artificial que,
por regla general, no se produce en la realidad de la producción artística del siglo XX,
la cual está marcada, precisamente, por la pérdida de esas fronteras: desde los
colla-ges o los assemblages hasta los objetos, ¿quién diría lo que es pintura y escultura? Esta
situación se acentúa en las últimas décadas.
Continuamos en el siguiente post:::::::::::::::
QUISIARA CONOCER CHICAS BONITAS