HOTEL ABISMO. Una conferencia de José Luis Corazón.

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HOTEL ABISMO. Una lectura del nihilismo en el arte contemporáneo.
Por José Luis Corazón Ardura
El arte quiere lo que aún no ha sido, pero todo lo que el arte es ya ha sido. El arte no puede saltar por encima de lo que fue. Adorno
INTRODUCCIÓN
El título de esta conferencia corresponde a una respuesta que el filósofo comunista Georg Lukács dirigió al filósofo exiliado en Estados Unidos Theodor W. Adorno. Se refería concretamente a la posición aburguesada de aquellos que se instalan en el nihilismo. Como sabemos, Heidegger ya supuso que bajo la obra de arte había una estructura identificable con lo que se instala. En ese sentido, trataremos de dirigirnos hacia esta metáfora que permite recuperar la destrucción del espacio del arte, junto a la construcción que propiamente está en el origen perdido de la obra de arte. Saber que del Hotel Abismo sólo nos quedará un recuerdo poco perdurable, un resto de aquel espacio feliz en su autonomía y que en la actualidad ha devenido en gran medida espectáculo, mercado y negocio, una perversión del topos de lo artístico que conduce a transformar el tiempo de ocio mediante artefactos de consumo.


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Cuco Suárez, «Las noticias se escriben con sangre«,
Saber que hay un Hotel Abismo como lugar donde el arte se ha resguardado, pero ¿de qué se guarda?, ¿quiénes están en sus habitaciones?, ¿qué tipo de espacio les convoca? Finalmente, ¿qué tipo de comunidad conforman? Cuando subtitulamos por medio de la palabra lectura, no queremos ir más allá del estado propiamente nihilista con el que se ha caracterizado nuestro tiempo. Un estado crítico que se caracteriza por su legibilidad dañada, su nomadismo elíptico y la imposibilidad que anula cualquier horizonte de redención: no hay futuro porque no hay sentido.
Un origen punk que Picabia dejó escrito: destruir el futuro. El nihilismo posmoderno pone en cuestión nuestro estado de sitio porque expropia, exonera, desarma. Estar en el nihilismo significa -si esto puede decirse- saber que no hay un fondo esencial o eterno, porque en ello no hay forma de instalarse. Mejor, la situación del nihilismo en lo artístico señala hacia esa inversión de los valores. Sabemos que hoy Warhol cuesta más que Rembrandt.
Ya sabemos cómo Duchamp inauguró esa ironía que significa rechazar la pintura o la escultura, presentando objetos manufacturados de una manera conceptual. Porque el urinario esconde en su título su sentido: Fuente. Y Duchamp continúa el caudal que en el siglo XIX habían recorrido Arthur Rimbaud, Alphonse Allais o Raymond Roussel. Total: el artista está en busca y, como veremos en estos tiempos de cazas y jueces, en captura. Con esto queremos decir, en esta particular estancia que hacemos en el Hotel Abismo, que el nihilismo, como trato con la ausencia, el vacío o la destrucción de los valores, pertenece a una iconoclastia reconocible a lo largo de toda la historia del arte, en nuestro caso a partir del inicio del siglo XXI. Hasta nos atrevemos a decir que ha sido la historia de las prohibiciones, por ejemplo, al representar figuras humanas, lo que está ya en los inicios de la historia de las imágenes.
Si los generales ya no mueren a caballo, los pintores no han de morir a caballete. Eso debía pensar Duchamp riéndose de la materialidad del arte y de la moda. Al final, el cambio de modernidad o, como vuelve a decirse ahora, el cambio de paradigma, no es más que producto del trato capilar. Pero ahora, no dejemos de decir que la nueva era ha erigido su origen en la caída del World Trade Center, seguramente como cumplimiento de lo que se denomina deconstrucción y postmodernismo. Sin ponernos en plan psicoanalítico, diremos jugando postmothernismo. Lo que merece la pena subrayar es que el posmodernismo fue en su formulación inicial cosa de arquitectos, cuando se rechazaba el clasicismo, o más bien, volvía lo barroco kitsch. Si Derrida vinculó el ataque a la comunidad llevado a cabo aquel 11 de septiembre como algo que se lleva a cabo en democracia, considerando que aquel atentado fue algo permitido porque se desarrolló en el propio estado de los Estados Unidos, recordaremos cómo, a la manera de Nerón ante el incendio de Roma, el músico Stockhausen afirmó que había sido la mejor obra de arte total. Lo único que queremos subrayar es que en ese atentado se pusieron de relieve terrorismo y arte en una suerte de lugar absurdo. En este sentido, conviene señalar que el escepticismo no deja lugar a dudas. El nihilismo en el arte va a desmaterializar de tal manera lo que se llama obra que va a devenir, más que en la creación optimista de espacios habitables, en la reconstrucción de una teoría de lo inhóspito. Si en verdad a la nada corresponde un ismo, digamos nihilis(t)mo. O archipiélago o estancia o cuartos, con esa letra T de muerte y de capital. En primer lugar, como se dice en lo que fue la antigua Babilonia, Oriente y después el desierto de Occidente. Para retornar finalmente a él de manera iconoclasta, encerrada, enfermiza y dolo(ro)sa, afirmar que, entretanto, sólo hay aquella guerra que Heráclito afirmaba ser el origen de todas las cosas: el arte se mueve entre la discordia y la polémica. Por otro lado, al artista no le queda otra que identificarse con el nómada, aquel que como Ulises era llamado el de los mil ardides. El artista puede ser un taumaturgo, un mago de su tiempo, que como Midas puede convertir lo que toca en oro.
1. La escenificación como simulacro.
Paul Virilio ha considerado en Lo que viene (Arena Libros, 2004, p. 46) cómo en esta actualidad hemos sustituido los simuladores de tiro, de vuelo, etc. por lo que denomina simuladores de proximidad, esto es, la TV o Internet, dirigidos hacia ese dominio hostil en el que se convierte el arte en una suerte de estancia en Gran Hermano: el dominio de una realidad dirigida hacia el espectáculo. En ese sentido, el mundo de lo artístico se transforma en un consumo desmesurado donde da igual si la exposición es de Francis Bacon, Rodin o Star Wars, o las sucesivas entregas de ARCO o PhotoEspaña. Parece que siempre estamos de camino al matadero. El asunto es convertirnos en coleccionistas de imágenes que podríamos haber encontrado directamente en Google o en la TV, en esa suerte de zapping donde la detención es el resultado del estupor o del consumo vertiginoso. Un caso que a veces se convierte para el propio artista en un rechazo de lo textual, alegando que lo importante son las imágenes y no tanto su desarrollo teórico pasado a la escritura, esto es, un arte crítico. Volviendo a nuestro tema, hay que señalar el caso de toda la repercusión televisiva de la caída de las Torres Gemelas y las consideraciones que pudiéramos hacer alrededor de la caída de los edificios, incluido este mismo abismático hotel en forma de lectura, en este espacio nihilista e iconoclasta que, decimos, caracteriza cierto arte del presente.
Como afirma Virilio, existen distintas maneras de practicar la destrucción de las imágenes: «Podemos quemar cuadros y autores, borrar o maquillar los cimientos de los monumentos, romper las estatuas religiosas o dinamitar las de los ídolos políticos, como en el final de la era comunista. ¿Pero qué ocurre cuando el iconoclasta es el artista plástico mismo?» El arte durante el siglo XX -dice Orson Welles- se ha vuelto desconocido. Para Virilio, en el arte se ha destruido la noción de duración y la de rareza. El arte era duradero, con valores más o menos establecidos y era además una obra rara, única. O eso pensaban, pero en estos tiempos y como la mercancía, la obra de arte pierde o gana valor en cuestión de segundos. En cualquier caso, Virilio considera que en la concepción de la obra de arte actual hay algo que le distingue. Aviso a navegantes: «la obra de arte no es académica -escribe Virilio-, no obedece a ningún diseño preconcebido y sólo expresa la veneración extrema de la receptividad o, dicho de un modo trivial, la vigilancia extrema del cuerpo vivo que ve, escucha, adivina, se mueve, respira, cambia». Lo que parece afirmar Virilio es que a través del arte hacemos una nueva experiencia del cuerpo, espacio propicio para experimentar espacios de arte vinculados a la escritura porque, al final, somos letras y de letras, ADN si se quiere. También a la experiencia del abismo debemos añadir que no estamos ni en el maquinismo dadandista, ni en la moderna ciudad de la vanguardia futurista. Estamos en el simulacro, en la destrucción y en el simulacro de la destrucción: en la destrucción del simulacro.
La estancia en el arte actual corresponde a un entredós, a un espacio cuyo silencio propiamente corresponde a considerar que el arte también es un trato con la muerte y el encerramiento. El arte es inconsútil. ¿Qué quiere esto decir? Que el arte proviene de la escritura, como una plaga. Que el arte ya no sirve para el consuelo, que es incómodo e incompatible, pero muestra que en esa costura -en el sentido de cosido y en el sentido de coste- el arte suele pertenecer a lo inconveniente. Entonces, la actualidad del arte es siempre -si esto puede decirse- impertinente e intempestiva. Un arte que no ofrece sus costuras y heridas, tras el levantamiento del velo que caracteriza a occidente. Porque el arte se ha considerado simbólico, sabemos que lo importante es hacia dónde se dirige. Lo importante no es solamente, como se dice, una pieza, en su sentido cazador, sino lo que se desvela a su través, en su despiece. Dicho sea de paso, para los griegos la Apocalipsis era la acción de quitar un velo. Y esta iconoclastia apocalíptica, siempre se produce ahora, no hace falta remitir a la metáfora de Francis Ford Coppola en su película, cuando presenta a su protagonista buscando su destrucción como verdugo de sí mismo. Así, al artista le cabe saberse en el vértigo, oscilando y mirando el abismo, su peligro y su perímetro. Esto es, el artista busca límites en lo propiamente artístico, en la sociedad, en lo político, pero también en las ciencias, la tecnología o la biología, hasta en sí mismo. Aquí cualquier material sirve y, en esta compartimentación, como cuadratura heideggeriana, conduce inevitablemente a que el artista actual esté siempre, como se suele decir, performando, esto es actuando, en su sentido más literal de acción, que como si estuviera interpretando.
2. De lo inhóspito del estudio hasta las galer(í)as
Vayamos por partes: ¿Qué lugar tiene el arte y el artista en la actualidad? ¿Cuál es su verdadera influencia? Porque parece que el arte actual está de sobra, a pesar de que sea un lugar de resistencia. Siempre quiere ser una erección, un enclavamiento, un sustrato que sólo soporta otra ruina próxima. A eso se le denomina deconstrucción. En realidad, es un momento que se inscribe también en el arte, este espacio que como receptáculo y comunidad, deviene finalmente interrupción y fosa sin fondo. A menudo, aparece ese tránsito en obras de arte que están hechas de sobras. Podemos considerar que si el origen de la obra de arte estaba en la construcción del templo, actualmente está en lo que se llama instalación. El hotel se convierte en ataúd, un amasijo de hierros que, como en el Hotel Palenque de Robert Smithson, no son más que unas imágenes que ilustran una conferencia que tenía que pronunciar acerca del arte.
En mitad de un desierto, Smithson encontró este lugar que, como zona hostil e inhóspita, devino también hospitalaria. Como sabemos, el arte concilia también este sentido polarizado entre el cuidado y el daño. El artista es entonces huésped y extraño a un mundo que suele considerar al arte como cosa de barniz cultural, pensando que no requiere esfuerzo o conocimiento. El arte ha sido siempre cosa de estudio y en él se afirma la experiencia de la historia como si fuera a la vez -dice Lukács- un proceso vivo y también una fosa común. Una fosa donde todo acaba por desaparecer, de la misma manera, de nuevo. Esta conciencia nihilista proclive a aparecer en el estudio, en el taller, en la habitación, en el hotel, en casa, en los compartimentos de la ciudad, en todo aquello que nos lleva a encerrarnos como enfermos, todo eso es como el fantasma hogareño, lo siniestro y lo inhóspito. Pero no nos pongamos freudianos, al fin y al cabo en esa aceptación de la nada aparece, desde la muerte al autor, toda una serie de conceptos que conducen a salir de la gruta, de la cárcel, como si en el hotel siempre estuviéramos de paso. Lo decía Chateaubriand: «creo en la nada como en mí mismo». Mas conviene precisar que si estamos en el espacio del arte, en el lugar de la ciudad como conviene a lo político, debemos saber que a su través estaremos comprobando qué significa también la despersonalización. En la dirección que va tomando el nihilismo en el arte y en la filosofía y en el teatro y en el cine y en la poesía, hay que aclarar que ya nadie se extraña de que hasta Dios haya muerto, pero parece temeroso afirmar que lo haya hecho también el arte, como una destrucción que le fortalece y le fortifica.
Si hay un texto paradigmático para entender esta incorporación de una poética de la destrucción en el arte es El teatro y su doble de Antonin Artaud (Edhasa, 1997), donde se insiste en la vinculación necesaria entre las artes, la civilización y la acción: «Si hay aún algo infernal y verdaderamente maldito en nuestro tiempo -dice Artaud- es esa complacencia artística con que nos detenemos en las formas, en vez de ser como hombres condenados al suplicio del fuego, que hacen señas sobre sus hogueras». ¿Podemos considerar la importancia de querer hacer arte como acción, como señales de un humo proveniente del fuego? ¿Es la obra de arte, en estos tiempos de fiesta valenciana, siempre una falla, en todos sus sentidos? ¿Qué hay de esa relación entre los productos artísticos entendidos como arte-factos, como hecho de arte, como lugar de arte, entre lo que es arte y lo que no? Antonin Artaud, a quien Harald Szeeman consideraba el mejor artista del siglo XX, hizo corresponder la llegada del arte a la ciudad como la aparición de la peste, como un fantasma que recorriera Europa. Una crisis total que lleva a afirmar la caída de un mundo que se suicida sin saberlo. Así, Artaud afirma que si aparece la violencia en el arte es debido a una violencia imperante en cualquier otro espacio. No nos vamos a poner estupendos considerando que el artista tenga que devenir Jedi. Pero, como sabemos, la idea de imperio proviene de llegar a unos límites, de saber que estamos en peligro. Y la idea de fuerza nos avisa del riesgo: «No creo -afirma Artaud- que podamos revitalizar el mundo en que vivimos, y sería inútil aferrarse a él; pero propongo algo que nos saque de este marasmo, en vez de seguir quejándonos del marasmo, del aburrimiento, la inercia y la estupidez de todo». Porque ya se ha acabado el tiempo donde lo que privaba era el sujeto, como autor y como espectador contemplativo. No hay que olvidar el factor compositivo en la propia realidad, no en la mente del propio autor.
Se trataría de encontrar en el estado del arte desde el siglo XX aún resquicios postrománticos, subjetivistas, pero la realidad de un arte cuya vocación está en la destrucción, entendida como un punctum o instante y no en su fin, debe buscar espacios efectivos y reales. Si tan real es un hecho como una alucinación, la acción directa es aún posible en el arte, siquiera como espacio donde desarrollar nuestra libertad. La cosa del arte es también cuestión hermenéutica, interpoladora e interpretante: se trata de construir y destruir mediante una tríada básica: escribir/ leer / hablar. Y saber que, después de la interpretación y el estudio propios de la construcción, sobreviene la destrucción propia de la transformación.
El arte transforma el mundo isomórficamente y se puede pensar: el arte es feo porque el mundo es horroroso. O el arte es malo porque el mundo es terrible. Pero el arte, después del canto iconoclasta que trataba de ver en él la perfección de la imagen perfectamente inútil, ha de revolver y mostrar que, con todo, ha de ser útil de alguna manera. Esto es, que su acción no se pierda en ese naufragio entre la galera que representa la obra de arte, la galería donde se comercia con ella y se define con los ojos como platos mientras se aprueba con un iluminado «es magnífica» y la galerada donde la crítica suele brillar por su ausencia. Esta muestra de posición institucional significa que lo artístico depende de factores aparentemente desligados del trabajo en el estudio.
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Rogelio López Cuenca. Do not cross
3. Una poética de la destrucción
Abandonad toda esperanza, el trabajo empieza después. Pero no olvidemos que de nada sirve quedarse en lemas Mc Luhianos, en donde el medio se transforma en mensaje. El arte suele ser simbólico y sirve para decir una cosa por medio de otra, aunque al final se dirija sobre sí misma. Y cuando alguien señala la luna, sólo los tontos se quedan en el dedo. La obra de arte señala e indica, pero también muestra. Es cosa metafórica, lingüística y poética, pero casi siempre en el cerco de la destrucción. Y a veces conviene quedarse en el dedo también, eróticamente, en el abismo que está tras la creatividad y el silencio o en la fijación del vértigo con la que Rimbaud caracterizaba su poética. Y nos referimos a poética no como poema, sino como programa que ha de haber tras el intento de hacer algo. Porque dicho sea otra vez de paso, ha sido precisamente en el espacio de la literatura donde con más precisión se produce esa llegada de la nada al arte. Desde Dadá al futurismo, hasta la victoria de la poesía sobre la pintura o la escultura surrealista. Por ejemplo, le piden a Óscar Domínguez un trabajo para una exposición en 1946 en Bruselas sobre surrealismo e inscribe en la pared la siguiente frase: «Deseo la muerte de 30.000 curas cada tres minutos». ¿Esto es simple provocación? Lo importante es que a un pintor, absolutamente figurativo -no olvidemos que todo lo que está en un cuadro es figuración- se le ocurrió utilizar una frase, simplemente.
Luego vendrán desde Art & Language hasta Joseph Kosuth, pero el rechazo a la pintura suele provenir de aquellos que están tratando de saber qué es una imagen. No vamos a repetirlo duchampianamente, pero todo lo que sea visual está condenado a lo retiniano. El iconoclasta depende de las imágenes, aunque sea para romperlas. Y de la misma manera que John Cage consideró que el silencio no existía, tampoco podemos hacer depender el arte de lo cerebral. Cuando estamos en una escena de arte, veremos que el asunto está más cercano a la apertura interpretativa que a la cerrazón del sentido. Ya afirmaba Mallarmé en 1869: «La nada es la verdad» (Estructura de la lírica moderna, p. 195 Hugo Friedrich), poniendo de alguna manera en entredicho las posibilidades optimísticas de la estética relacional de Nicholas Bourriaud. El espacio de la habitación nihilista no es precisamente un lugar repleto de objetos hablando entre sí, dirigidos hacia un espectador bastante poco activo. Este espacio abismático pertenece más a lo absoluto y a lo vacío, es un espacio de negación que pertenece a la destrucción de lo accesorio, al hoyo, al vacío, a lo blanco y a lo negro. Esto es, a la negación de una escritura y a su situación universal. De aquí al arte conceptual hay un paso, la pintura se convierte en nada más que pintura y el neón en neón. Y en esas aspiraciones por crear obra museal en la que deviene el arte, no somos conscientes de que si existe un espacio hostil a la obra de arte, ese es el museo. En primer lugar, porque todo se uniformiza y se pierde el contexto. En segundo lugar, porque probablemente las obras que alberga desaparezcan sepultadas -tipo Richard Serra-, aunque lo bueno de un arte reproducible es que puede retornar otra vez, de otra manera.
Paradójicamente, las salas que tiene este hotel abismático también corresponden a la experiencia del museo como espacio sin lugar. Como que las obras del museo, paradójicamente, son ya cosa del pasado. Como explica Adorno en su Teoría estética, volviendo al componente explosivo propio del arte contemporáneo, las obras de arte se caracterizan por su carácter disonante: «se convierten -dice Adorno- en obras de arte igualmente mediante la destrucción de su propia imaginería; por eso está tan profundamente emparentada con la explosión […] Las obras de arte no son sólo alegorías, sino su cumplimiento catastrófico» (Teoría estética, TW Adorno, Akal, p. 118) Por eso en la imagen que veíamos al principio, con un iluminado Hotel Ritz-Abismo que, para los que no las conozcan forman parte del The song remains the same (1976) de Led Zeppelin, donde ya se avisa de la diferencia y repetición que provoca una canción, recordando, como en estribillo, lo mismo otra vez. Y donde también señalamos que la palabra ritz se refiere al resquebrajamiento, se anuncia ese agrietamiento propio de la obra de arte: «Lo enigmático de la obra de arte es su quebramiento -afirma Adorno-. Si la trascendencia estuviera presente en ellas, serían misterios, no enigmas; esto lo son porque en tanto que quebradas desmienten lo que quieren ser […] Retrospectivamente, todas las obras de arte se parecen a esas pobres alegorías en los cementerios, a las columnas de la vida quebradas». El arte entonces está abocado a luchar contra el propio arte y, como descubre Adorno, será social cuando se contraponga de forma autónoma a aquello que no es: «el arte sólo se mantiene vivo gracias a su fuerza de resistencia social; si no se cosifica, se convierte en mercancía […] Lo social en el arte es su movimiento inmanente contra la sociedad, no su toma de posición manifiesta» (Teoría estética, p. 297-300) De esa manera, el artista deviene entertainer. A pesar de saber que, como artista, el arte no es feo realmente porque analógicamente lo sea el mundo que soportamos. El arte siempre -que puede ser decir nunca- es crítico y se opone a lo que no es arte. No importa utilizar pegatinas, lienzo, escultura, música, imágenes, la propia cancelación de las imágenes u otras obras de arte en una nueva torsión apropiacionista, no es un asunto tanto del medio que utilicemos, sino lo que advierte: no podemos atravesar porque estamos ante una escena de arte.
4. Teoría de la resistencia y la estancia
Toni Negri ha señalado claramente lo que caracteriza a una sociedad posmoderna, bajo condiciones capitalistas donde se mercantiliza todo, hasta la vida. Pero la importancia de lo posmoderno se inscribe dentro de lo reversible, donde toda dominación es ya una resistencia: «Ese descubrimiento de la resistencia como fenómeno general, como apertura paradójica en el interior de cada una de las mallas de poder, como dispositivo multiforme de producción subjetiva, es precisamente en lo que consiste la afirmación de lo posmoderno» (La fábrica de porcelana. Una nueva gramática de lo político, Antoni Negri, Paidós, 2008, p. 47)
Resistir, volver a ser, en el seno de la sociedad capitalista significa que, como artistas, debemos hacer la experiencia de la crisis pertinaz. Como que decir capital es decir crisis, parece que hay que subrayar el proceso de negatividad que acompaña a lo artístico, pero también a lo político, a lo económico y a la cultura en general. Aquí, abramos un paréntesis: no se trata sólo de señalar por medio del arte la relación que mantenemos en nuestro entorno. El debate no es ya la diferencia entre naturaleza y cultura, el asunto es de nuevo otro: se trata de la diferencia entre cultura y civilización. Si la naturaleza -esa construcción del siglo XVII- ha muerto, la cultura también. No se trata de ser cultos, ni de estar sencillamente cultivados. Se trata de un proceso más amplio, es volver a pensar qué nos hace ser civilizados. No se trata de ser seres racionales, sino de ser seres razonables. Cerramos el paréntesis.
Volviendo a esa resistencia propia también del artista, debemos subrayar un factor hegelianamente negativista en la sociedad de nuestro tiempo. La negación acompañada de destrucción: «Esa negatividad -escribe Toni Negri- ha representado un elemento central, porque se trataba de tomar distancias, de cortar con un pasado […] Habrá que tratar de comprender, pues, a partir de esa reacción negativa contra lo moderno, en qué medida se han dado de una manera afirmativa también conceptos y experiencias de un nuevo tipo». (p. 99, La fábrica de porcelana) Algo patente en esta desaparición propia de la estética y del arte es lo que subyace en la distancia del pop art, especialmente en el caso de Andy Warhol: «Interlocutor (Geldzahler).- ¿Sabe lo que está haciendo? Warhol.- No. Interlocutor.- ¿sabe cómo va a resultar una pintura antes de hacerla? Warhol.- Sí Interlocutor.- ¿Acaba resultando lo que espera? Warhol.- No. Interlocutor.- ¿Le sorprende? Warhol.- No» (Actualidad y participación, José Luis Castillejo, Taurus, 1968) Esta resistencia muestra que los espacios del arte no son debidamente ni los museos, ni las exposiciones, ni las ferias de arte, ni los estudios del artista, ni las galerías, ni la crítica, ni todo el resto de componentes en el entramado del mundo del arte. Los lugares del arte, sus estancias, deben ser espacios de resistencia, construcción y pensar, pero en ellos corresponde también buscar en no renunciar, cuando aparecen también momentos de destrucción que van hacia lo impensable. El arte es imposible y suele devenir nostalgia. Y es que en esta palabra se encierra el sentido de la resistencia en la estancia. Nostos se refiere al hogar y -algia a lo que nos duele. Es por esta razón que el hotel que nos albergaba ya solo sostiene la ausencia, la forma que va a adoptar la obra como ruina y rutina: «Las cosas, transformadas en mercancías, envejecen mal -afirma Andreas Huyssen. Se vuelven obsoletas, son tiradas a la basura o recicladas. Los edificios son destruidos o restaurados. En la era del turbocapitalismo, las cosas tienen pocas posibilidades de envejecer y convertirse en ruinas y esto, irónicamente, sucede cuando la edad promedio de la de la población aumenta. La ruina del siglo XXI es una descomposición o una era restaurada» («La nostalgia de las ruinas», Andreas Huyssen, «Heterocronías. Tiempo, arte y arqueologías del presente», p. 35, 2008) La resistencia se convierte en restauración de un orden que duró poco, si es que alguna vez estuvimos ahí. El arte es imposible. Ha sido necesaria la caída del hotel, de las dos torres gemelas, en una mañana babilónica, para que la floritura posmoderna se haya convertido en silencio. El arte debe dirigirse por tanto a una realidad que prefiere seguir pendiendo de lo inalámbrico, en lugar de fijarse en lo que es la comunidad y la comunicación, ahí donde aparecen temas y formas propias de un arte del presente, capacitado para volverse sobre sí mismo. Afirma José Luis Molinuevo, refiriéndose a la labor de los intelectuales después del 11 s, lugar que nos guste o no está vinculado a la era en la que empezamos a vivir, hace notar que es tiempo de pensar el presente más ajustadamente.
El turismo transformado en inmigración, la pobreza, el terrorismo, la vigilancia y la violencia, eso sí que son cuestiones que muestran que el estado de bienestar en el arte es similar al del mundo que nos toca vivir. Con todo, la precariedad es igual a la carencia. Didi-Huberman ha señalado esta tiranía del soporte del arte en relación a su autodestrucción, señalando que lo que constituye el arte es su propio peligro, ser conscientes de que nos instalamos en un vértigo propiciado por la apertura de un vacío bajo nosotros. En este abismo aparece también la propia superación, la obra es un desastre y suele ser un fracaso.
5. (Sin) dirección única
Se trata de ir recogiendo, tapiando puertas y ventanas, volviendo a una calle de dirección única, sin vuelta posible hacia atrás. Pero, como reconocería Walter Benjamin, en el hotel nihilista del arte contemporáneo hay una consigna: hacer sitio y despejar: «el carácter destructivo -señala Benjamin- borra incluso las huellas de la destrucción» (Discursos interrumpidos I, «El carácter destructivo»). Como afirma Nietzsche, «el nihilismo está a las puertas: ¿de dónde nos llega éste, el más inquietante de los huéspedes?» (Fragmentos póstumos, Nietzsche, Vol. IV, Tecnos, p. 114) Entonces, lo que se trataría de aclarar -ya salimos de la estancia, ya estamos saliendo del hotel y la hostilidad de esta lectura- no es tanto que el artista sea nihilista porque analógicamente es así la realidad. Tampoco que el estado nihilista actual tenga que cancelar un arte dirigido hacia la acción, por ejemplo. De performers e instaladores estamos bien provistos. De lo que se trata es que el arte no ha de ser considerado, como se pretendía presenciar en el auge de lo posmoderno desde los años 70 hasta los 80, simplemente mercancía dirigida hacia el espectáculo o hacia la consolidación de la obra por su precio. Lo que queremos decir, ya que acabamos, es que cualquiera que se dedique al arte ya está en el nihilismo.
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Avelino Sala. El enemigo está dentro, disparad sobre nosotros
En primer lugar, porque en el nihilismo no se puede ser artista y no estar enfermo. En la actualidad las habitaciones terminan por devenir gotera, pasillo, hasta pueden escucharse palabras en las paredes. Estamos en alien nación, comprobando atónitos cómo tras el vacío no hay nada, ni siquiera Lucio Fontana. Este es el simulacro del artista. Como decía un amigo, cada hombre, un artista, menos Joseph Beuys. Por otra parte, ¿cuáles son a juicio de Nietzsche las características del estado de excepción del artista?: 1. La ebriedad, entendida como sentimiento de poder. 2. La extrema agudeza conviviendo con un estado explosivo, la desconexión de la inhibición. 3. La irritabilidad que produce imitar. ¿Cómo evitar caer en la ebriedad, la explosión o la mala leche después de saber que el conocimiento, la cultura natural y su opuesto, esto es, la civilización es producto directo de la iconoclasia y la destrucción?
Romper las imágenes ha sido, como ha relatado Fernando Báez en su historia universal de la destrucción de libros, algo característico de ese ser, humano. Cuando como relataba el poeta René Char, la biblioteca está en llamas, es tiempo de considerar que como artistas estamos obligados a saber que hay en los estantes. Esta resistencia al libro, como iconoclasia cancelable en el estudio del arte, significa que el artista contemporáneo debe ser un bibliófago, lo que conlleva que tengamos que comernos los libros y, por otro lado, ser bibliólatas, olvidando lo escrito cuando escribimos. En estas salas de lectura, que son estancias, cuartos, habitaciones, rooms, galerías, galeras, galeradas, piezas, donde pronto asomamos al abismo, solo queda abandonar, como el protagonista de Kafka en su abandonada novela aún por escribir titulada América. Abro paréntesis: pensábamos que nunca íbamos a hablar de ello, pero la cita veremos que es irresistible. Este texto es repetidamente citado por sirios y troyanos. Así lo haremos otra vez, de nuevo. Cierro paréntesis. Karl encuentra en su viaje una serie de casas en donde metafóricamente vive una situación inestable, está condenado al nomadismo y al naufragio. Un día, partiendo del Hotel Occidental donde ha encontrado trabajo -recordamos ahora el hotel de Henry Bond y esta imagen del Hotel Amerika de Heartfield,
se dirige al Gran Teatro de Oklahoma, esa promesa de felicidad donde todo es posible y puede llegar a ser un artista, por si acaso. En la calle encuentra el siguiente aviso: «En el hipódromo de Clayton, hoy, desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche, se admite personal para el Gran Teatro de Oklahoma. Única oportunidad. Aprovéchela hoy o la perderá para siempre. Piense en su futuro acudiendo a nosotros. ¡Bienvenido sea! Si quiere usted ser artista, venga. Este Gran Teatro hace artista a cualquiera. Todos pueden ser artistas -menos Beuys, recordad-. Si usted, se decide, ¡felicidades! Pero dense todos prisa, porque el plazo acaba a medianoche. ¡No lo olvide, a las doce termina su oportunidad! ¡Peor para el que no lo crea! ¡Adelante, todos al hipódromo de Clayton».
Eso es estar en el Hotel Abismo, pensar que el arte es un fin de partida, cuando no es más que un motel de carretera. Y si hay un lugar hostil es el espacio de la crítica de arte, brillando por su ausencia. Como decía Robert Duval en Apocalypsis Now: «El napalm huele a victoria». Y, como irónicamente escribió Nachman de Bratslau hacia el final del siglo XVIII, «quemar un libro es aportar luz al mundo». En esa metáfora de la lectura, terminamos siendo conscientes de que encontraremos un nuevo hotel donde esperar. Hasta entonces, gracias por vuestra atención.

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