El presente texto se centra en el análisis de las contradicciones del arte político contemporáneo en relación con el creciente fenómeno de subsunción de la cultura en el capital. Bajo la apariencia de posturas contrahegemónicas, numerosas prácticas artísticas han operado como refuerzo de un modelo, presidido por los principios capitalistas de construcción de la subjetividad y el espíritu del cinismo difuso, al que pretendían, en principio, cuestionar y/o oponerse. Resulta fundamental, en este contexto, reexaminar las relaciones entre el arte, la política y lo social.
Las contradicciones del arte político en el contexto del nuevo capitalismo por Daniel Villegas
La emergencia del fenómeno de repolitización del arte, al que se ha asistido en las últimas décadas, no debe sorprender y, en realidad, no responde a unos planteamientos verdaderamente novedosos. La vocación de respuesta, por parte de ciertas prácticas artísticas, a las diversas formas de dominación tiene una larga historia. Su momento álgido podemos situarlo en el tiempo de la Vanguardia histórica, desde donde se propuso la demolición de la Institución, con una finalidad revolucionaria que excedía los límites impuestos por la noción burguesa del arte. Desde aquel tiempo, no han dejado de sucederse diversas iniciativas, desde lo artístico, cuyos objetivos han estado marcados por una voluntad de intervención en el territorio de lo político y lo social.
¿En qué consiste, entonces, esa aparente reactivación política del arte de los últimos tiempos?, ¿Por qué han estado en el centro de la práctica y el debate artístico contemporáneo?
Sin intentar, por el momento, responder a estas cuestiones, se puede, de manera preliminar, apuntar un claro síntoma de esta nueva situación, que no es otro que la atención, la visibilidad generalizada, de este tipo de propuestas tanto en el ámbito institucional como en el mercado. Hasta cierto punto el arte político, pretendidamente contrahegemónico, se ha transformado, y esto sí que parece constituir una novedad, en un género artístico y cultural privilegiado. En tal situación, resulta inevitable preguntarse por la efectividad real de muchas de estas iniciativas una vez han sido fagocitadas, en el mejor de los casos, o colaboran consciente o inconscientemente, con los aparatos de dominación-explotación que, en principio, parecen tener la intención de combatir. ¿No existe, por tanto, una contradicción inherente en gran parte del arte político que, finalmente, incluso estando motivadas por las mejores intenciones, acaban formando parte, y colaborando inevitablemente, de un sistema de dominación, cuyas cotas de tolerancia social se sitúan, en la actualidad, en un rango difícilmente soportable? Contestar a esta pregunta resulta muy complejo, debido a que lo que se ha venido a denominar arte político o social, en nuestro tiempo, es una categoría lábil, en tanto que reúne distintas estrategias y tácticas artísticas que difieren entre sí, en no pocas ocasiones, de forma radical, en lo que se refiere a su producción, distribución y recepción. En cualquier caso, en el presente texto se aportaran algunos elementos para un debate que, hoy en día resulta de los más estimulantes en lo que a los discursos artísticos se refieren.
Todo Arte es político
Desde hace ya tiempo, existe una significativa reclamación ―proveniente de una parte importante de la práctica, crítica y teoría artística― de revisión de los acontecimientos relativos a la producción, difusión y recepción del arte, en clave ideológica, centrándose en sus elementos de determinación. Refutando, de este modo, los principios clásicos de la modernidad, en el contexto de la historiografía cientifísta y de la teoría estética, que han defendido la neutralidad ideológica del arte, articulada desde la noción de autonomía. En este sentido, Terry Eagleton en La estética como ideología, indicaba:
«[…] si la categoría de lo estético asume la importancia que tiene en la Europa moderna es porque al hablar de arte habla también de todas estas cuestiones [la libertad y la legalidad, la espontaneidad y la necesidad, la autodeterminación, la autonomía, la particularidad y la universalidad, entre otras], que constituyeron el meollo de la lucha de la clase media por alcanzar la hegemonía política. La construcción de la noción moderna de artefacto estético no se puede por tanto desligar de la construcción de las formas ideológicas dominantes de la sociedad de clases moderna, sí como, en realidad, de toda una nueva forma de subjetividad humana apropiada para ese orden social.»[1]
Aunque resulten innegables las vinculaciones del arte con el poder, y con sus mecanismos ideológicos, sin embargo, esto no quiere decir que, como añade Eagleton, de los diversos tratos con lo artístico no se infieran ciertas fisuras que, tradicionalmente, han servido para desafiar o construir alternativas a las referidas formas ideológicas dominantes. En esta línea se manifestaba, más recientemente, Andrea Fraser, cuyo trabajo es considerado como un paradigma de la crítica institucional, ante la pregunta, formulada por Gregg Bordowitz, de ¿Qué hace al arte «político»?:
«Esta es una pregunta difícil. Una respuesta es que todo el arte es político, el problema es que la mayoría del mismo es reaccionario, esto es, pasivamente afirmativo con las relaciones de poder en los que se produce. Esto incluye el arte más simbólicamente transgresivo, que es perfectamente idóneo para expresar y legitimar la libertad dispuesta por el poder social y económico […] Pero si todo el arte es político, ¿cómo podemos definir el arte político? Yo definiría el arte político como arte que conscientemente propone intervenir en (y no sólo reflexionar sobre) las relaciones de poder, y esto necesariamente significa en las relaciones de poder en las que el arte existe. Y hay otra condición más: Esa intervención tiene que ser el principio organizativo del trabajo en todos sus aspectos, no sólo en la «forma» y en sus «contenidos», sino también en su modo de producción y circulación. Este tipo de intervención puede ser probada tanto autoreflexivamente, dentro del campo del arte, o a través de una inserción efectiva en otro terreno.»[2]
Parcialmente, al menos, en los argumentos de Fraser resuenan los planteamientos que acerca de la eficacia política de la cultura y el arte, en lo concerniente a sus condiciones de producción, propusiera Walter Benjamin en su célebre conferencia[3], editado como artículo con posterioridad, El autor como productor[4]. Aunque más adelante se volverá sobre este texto, conviene señalar la diferencia de los escenarios en los que se insertan ambas narraciones. Si para Benjamin el asunto central del que el arte político tendría que ocuparse estaba directamente asociado a la reflexión, por parte del autor/artista, de su propia posición en el proceso de producción para, desde esa conciencia, transformar los medios de producción a fin de contribuir a la revolución y emancipación proletaria. Para Fraser, se trataría de que el arte político, aquel que conscientemente interviene en las relaciones de poder, interfiriera desde dentro del propio sistema de sujeción ―la institución, el mercado o la sociedad, aunque en este último caso se muestre, a diferencia de la inmersión social propio del planteamiento benjaminiano, reluctante[5]― interrumpiendo-desmontando el discurso de dominación hegemónico. No se trata ya, obviamente, de operar desde una perspectiva de clase con intención de engrosar las filas de la revolución, sino, en un desplazamiento de la centralidad de aquélla, para ejercer una crítica institucional, desde una posición, en lo relativo a la construcción de subjetividad y la crítica de los sistemas de representación social, más inclusiva.
¿Qué es lo que ha sucedido, entonces, durante el lapso de tiempo que separa estos dos textos? Las transformaciones que ha experimentado el capitalismo, ha traído consigo, un desplazamiento en las estrategias del arte político hacia posiciones más óptimas, según aquellos que defienden estos planteamientos, en relación con el marco histórico concreto en el que inscriben sus prácticas. Dejando a un lado, por el momento, si, efectivamente, los mencionados cambios han posibilitado una adaptación del discurso crítico del arte político [conservando su potencial cuestionador se entiende] a las condiciones mutables del sistema de dominación. En lo que se puede estar, definitivamente y a riesgo de caer en una obviedad, de acuerdo es en que las condiciones que genera el nuevo capitalismo global son claramente distintas respecto de las producidas en tiempos de Benjamin ―pese al extraordinario avance de ciertos fenómenos asociados, por ejemplo, a la precarización-proletarización, mundialmente localizada― como para suscribir enteramente sus propuestas, para su aplicación en el contexto actual.
En cualquier caso, dichas transformaciones en la estructura de poder, en conjunción con el subsecuente desfondamiento del paradigma autónomo-formalista de la modernidad estética, no han hecho otra cosa que realzar, aún más, las fuertes determinaciones a las que el arte está supeditado. Cuando Frederic Jameson planteaba la correspondencia, adoptando el modelo Ernest Mandel, entre el capitalismo multinacional y la cultura postmodernista [la postmodernidad como lógica cultural del capitalismo tardío] establecía, del mismo modo, la inevitabilidad de posicionarse, en este contexto, frente al sistema de regulaciones dominante: «[…] toda postura ante la postmodernidad en la cultura –se trate de una apología o de una condena– también es, a la vez y necesariamente, una toma de postura implícita o explícitamente política ante la naturaleza del actual capitalismo multinacional.»[6]
Las tribulaciones del arte político
El desarrollo de un arte político pudo suceder, de modo aparentemente paradójico, debido a la aparición de la noción ilustrada de autonomía estética. La tesis sostenida por Gotthold Ephraim Lessing en Laocoonte, publicado en 1766, indicaba el rechazo a todo aquel arte cuya función fundamental consistiera en ser agente auxiliar del poder religioso ―y quién dice esto bien podía referirse, del mismo modo, al poder cortesano― ubicándolo fuera de los márgenes de lo artístico.[7] De esta manera, se pretendía, al menos así se enunciaba, emancipar al arte de la dominación de los poderes constitutivos del Antiguo Régimen. Conformando una esfera autónoma, libre de cualquier pretensión de instrumentalización por parte cualquier agente exógeno de influencia, que respondiera únicamente a su propia finalidad. Las consecuencias de este giro, sin embargo y a pesar de las intenciones de sus impulsores, abría la puerta de la posibilidad de lo político en la práctica artística. Si bien es cierto que desde las posiciones de los autonomistas existía un rechazo de las implicaciones políticas del arte, no es menos cierto que, al decretar una especie de independencia individualista de la actividad artística frente a los poderes dominantes, también se planteaba, de forma implícita e involuntaria, la posibilidad de realizar una práctica que incluyese las inquietudes políticas de los artistas. Las antiguas sujeciones de éstos al poder, fuera del tipo que fuera, quedaban, aparentemente, sin efecto. Y aquí conviene señalar que esta servidumbre ―aún admitiendo que han existido, a lo largo de la historia del arte, diversas formas de interrupción del discurso autoelogioso del poder―[8] no significaba que el arte anterior, cuyas determinaciones ideológicas o teológicas denunciara entre otros Lessing, fuera político, ya que como sostiene Jacques Rancière: «No siempre hay política, a pesar de que siempre hay formas de poder.»[9]
La noción burguesa de libertad, en su vinculación a la producción artística, hizo posible que el arte operase en el territorio de lo político, desembarazándose aparentemente de las determinaciones impuestas por los poderes dominantes. Sin embargo, es sobradamente conocido que este tipo de autonomía escondía una agenda ideológica ―falsa conciencia en términos marxianos― que impondría un marco estructural basado en formas determinadas de producción, distribución y recepción del arte que, supuestamente, lo «emancipaba» de su condición subsidiaria respecto de las diversas instancias de poder al precio, eso sí, de situarse en una nueva relación de dependencia. Esta vez de la lógica mercantil, fruto de la expansión del modelo de producción capitalista, cuya habilidad consistirá en su «invisibilidad», en lo relativo a sus implicaciones ideológicas, gracias a un procedimiento de naturalización.
En el contexto del realismo decimonónico y de la aparición de una estética ciertamente asistemática, vinculada al pensamiento de Marx y Engels, aparecerán nuevas formas en el arte en su trato con lo político. Temáticamente buscaban ofrecer, según Engels, una imagen fiel de las relaciones sociales basadas en la representación de los caracteres y circunstancias típicas, con la finalidad de, por decirlo de algún modo, mostrar-concienciar al mundo sobre el régimen burgués de explotación y dominación. Esto no supone sin embargo, que hubiese un acuerdo general entre los artistas que pueden incluirse en este marco, sobre la función pedagógica o propagandística del arte como instrumento efectivo en el terreno de la transformación social y política. De hecho, tomando como ejemplo la postura artística de Gustave Courbet, se puede apreciar la aparición de una sensibilidad política en la inclusión de problemáticas de carácter sociopolítico en sus pinturas, como reflejo de su tiempo, que, en principio, parece cuestionar la noción de autonomía en lo relativo a su temática, pero que, en realidad, la deja indemne si se atiende a la estructura en la que se producen, presidida por la idea de libertad creadora sobre la que asienta el principio autonomista.
Parece claro que un artista, amigo de Pierre-Joseph Proudhon, como Courbet, cuya vinculación con lo político no ofrece dudas, sin embargo, no asignará una función de eficacia política directa al arte. Es más, cuando se concrete su compromiso político será a través de la acción, participando como representante electo del Consejo de la Comuna de 1871. El derribo de la columna Vendôme, símbolo del militarismo imperial, en la que la participación de Courbet parece haber sido meramente circunstancial,[10] ofrece una imagen nítida de la asimetría entre la acción política y social directa y las representaciones del arte en esos territorios. ¿Cómo se podría comparar la eficacia política de cualquier producción artística militante con el gran acto político-simbólico que contra el Segundo Imperio realizara la Comuna con el derribo del odiado monumento?
Existe, asimismo, otro tipo de argumentos que ponen en cuestión la validez, como instrumento de concienciación-transformación, del realismo, en particular, y del arte con pretensiones de representación de lo político-social, en general. ¿A quién se dirige el artista cuando muestra las condiciones de explotación y miseria a los que están sometidas las clases o grupos subalternos? La respuesta parece clara, si consideramos este tipo de representación como un mecanismo interno que opera dentro de los grupos dominantes y por muy crítico que éste sea, acabará, irremediablemente, por reproducir el sistema que trata de cuestionar. Esto es lo que, precisamente, Benjamin criticará, décadas más tarde, de la «nueva objetividad», calificándoles como «rutinarios», por más que tratasen asuntos de carácter revolucionario.[11] Cuando, en cambio, se atiende a los intereses de quienes son representados, quizás, no haya una coincidencia con las estrategias que despliegan estos planteamientos artísticos. Es posible que, como sostiene Rancière, quien esté sometido no busque en el arte la representación fiel de las condiciones de su explotación que, claro está, ya conoce. Sino, más bien, una desconexión, en términos kantiano-schillerianos, de su experiencia sensorial normalizada, encuadrada precisamente por su situación socio-económica. Dicha acción es entendida por Rancière como un acto de emancipación.[12] «La libertad del juego se opone a la servidumbre del trabajo.»[13]
Estando de acuerdo con las líneas básicas de este análisis, sin embargo, de sus conclusiones, en relación con la experiencia de desconexión emancipadora, resulta difícil obviar algunas cuestiones problemáticas asociadas a este tipo de interpretación afirmativa. Por un lado, en el contexto actual, no se puede obviar que este tipo de experiencia podría vincularse, sin demasiado esfuerzo, al consumo de los productos de la industria del entretenimiento que, por mucho interés que puedan suscitar en el plano analítico, no parecen, en principio, que actúen como espoletas de una verdadera práctica liberadora. Por el otro, también resulta complejo un trato con lo artístico en el que se trasciendan sus circunstancias concretas de producción. Rancière, de consuno con Kant, propone una contemplación desligada donde, por ejemplo, la experiencia sensorial obtenida de la observación de un determinado palacio no debe conducir a una reflexión sobre el sufrimiento de las personas que, en condiciones de miseria y explotación levantaron dicho edificio. Cabe recordar en este punto, como contraargumento, la noción benjaminiana de los bienes de cultura entendidos como documentos de barbarie.[14]
Las condiciones de producción y las estructuras en las que ésta se inserta será, precisamente, el asunto central de la Vanguardia, cuya práctica, indicaba Peter Bürger, se asentó sobre la noción de autocrítica del arte en la sociedad burguesa, lo que incluiría una posición de beligerancia contra la Institución Arte y su mecanismo central ―esto es, la autonomía― con la finalidad de reconducir al arte hacia la praxis vital.[15] Benjamin, en El autor como productor, adoptaría una postura, de carácter marxista, donde la eficacia política del arte se fundamentaba en una transformación de sus medios de producción, creyendo conjurar así el peligro de incorporación a la cultura burguesa dominante, para convertirse en un instrumento de transformación revolucionaria que colaborase en la emancipación del proletariado. En definitiva, el productor debía preguntarse sobre su posición en el proceso de producción, más allá de su postura política inferida de los contenidos de su trabajo ya que «[…] una tendencia política, por muy revolucionaria que pueda parecer, desempeña una función contrarrevolucionaria siempre que el escritor experimente su solidaridad con el proletariado únicamente en sus actitudes, mas no como productor.»[16] Resulta evidente la importancia de esta formulación que se aleja del planteamiento decimonónico de estirpe meramente representativo. Aún hoy, y especialmente si tenemos en cuenta el actual imperio de la lógica economicista, el giro benjaminiano resulta de gran interés para aquellos que, desde la práctica artística, pretenden una efectividad política.[17] Sin embargo, no se pueden obviar algunos elementos que, ciertamente, matizan su pretendida efectividad en un presente dominado por un capitalismo cognitivo. Hace ya tiempo que Hal Foster señalara, que en el programa productivista, de Benjamin entre otros, confunde la liberación de las fuerzas productivas con la emancipación del ser humano.[18] Por otra parte, Louis Althusser[19] había señalado, con anterioridad, que la reproducción capitalista no sólo dependía del modo producción sino que, sin negar el determinismo económico marxista, había que tener en cuenta la importancia central de la ideología como superestructura relativamente autónoma, que ejerce una influencia decisiva sobre la base económica.
A partir de 1945, con el extraordinario avance de un capitalismo cada vez más global, el relato vanguardista de transformación de la realidad quedó desfondado, siendo sus manifestaciones apropiadas por una Institución Arte que fue orientándose, paulatinamente, hacia su consolidación como Industria Cultural. El fracaso de la Vanguardia, de su potencial político, estuvo originado, tal vez, no sólo por el cambio en las condiciones socio-políticas. Foster añade a tales circunstancias, una cierta complicidad por parte de la Vanguardia con el capital: «[…] si la Vanguardia no fue un agente del capital, al menos estuvo ambivalentemente a su servicio. [Esta] connivencia […] implicaba sus ideologías paralelas de utopía y transgresión, alimentando ambas claramente la modernización de la vida urbana occidental.»[20]
Por beligerante que fueran las estrategias de la Vanguardia contra los aparatos de dominación del sistema burgués-capitalista, finalmente fueron reducidos a artefactos perfectamente adaptados al mercado y a la institución museística. Las transformaciones del capitalismo, la creciente importancia de su centralidad en la configuración de la experiencia posible, ha provocado invariablemente la sospecha sobre cualquier iniciativa artística que reclamase una eficacia política contrahegemónica. Tanto si se trata de una experiencia de confrontación y/o separación de la cultura del mainstream[21], de una negación[22] o de un cuestionamiento interno,[23] no parece que la efectividad política del arte haya sido tal, al menos en el sentido en el que se había propuesto.
Algunos casos contradictorios
Del ámbito neovanguardista y de su extensión en lo que Foster denominaba postmodernidad postestructuralista[24] se pueden extraer diversos ejemplos paradójicos en lo relativo a como ha operado el arte político. El primero de ellos, sobradamente conocido, se refiere a lo acontecido en torno al proyecto de Hans Haacke, de 1975, On social grease.[25] Dejando a un lado el interés de la propuesta de Haacke, lo que aquí preocupa es señalar otro asunto. Se trata del contrato de venta que redactaría para el artista el abogado Robert Projanski, mediante el cual Haacke recibiría un 15% de los futuros incrementos en las ventas posteriores que se hiciera de la pieza. El precio de la primera venta fue de 15000 $ y se revendió en 1987 por 90000 $, de los que el artista cobraría 10.000 $. Esto es, aproximadamente, un 67% respecto del precio original.[26] Considerando estas magnitudes, se puede afirmar que Haacke se convirtió, por modesta que pueda parecer la cantidad, en participe de la lógica especulativa del mercado del arte, algo que, por otra parte, si resulta problemático es por la propia posición crítica del artista frente a los movimientos del capital en su infatigable camino hacia el crecimiento de la plusvalía. Como ejemplo de ello, puede citarse su proyecto anterior sobre el sector inmobiliario Shapolsky et al. Manhattan Real Estate Holdings, A Real Time Social System, as of May 1, 1971. ¿Es posible establecer una postura política, que pretenda ser convincente, en lo relativo a los temas artísticos y, al mismo tiempo, reforzar, en las condiciones de producción y distribución, aquel modelo que se pretende cuestionar sin que ello implique, al menos, cierto grado de autocrítica? Aunque con los límites que se han indicado, es difícil no recordar en este momento las palabras de Benjamin en torno a la reflexión que debía realizar el autor como productor en lo que se refiere al lugar que ocupa en el proceso de producción.
Otro caso controvertido que puede mencionarse es el de Cindy Sherman, conocida por su trabajo fotográfico que ha operado en el espacio, como lo definiría Foster,[27] de la crítica de las representaciones sociales. En este caso, centrada en el análisis deconstructivo y cuestionamiento de los estereotipos vinculados al género. Al tiempo que realiza este tipo de trabajo, que se pretende eficaz en sus fundamentos críticos, no duda en colaborar con distintas empresas que, a través de su publicidad, perpetúan el cliché de la mujer como objeto sexual. En este sentido, cabe mencionar su colaboración como modelo de Calvin Klein, o la línea de maquillaje que, con su nombre y con su rostro como protagonista, lanzará recientemente la marca de cosméticos MAC. En este último caso, es cierto que se podría aducir que la imagen que ofrece en la campaña constituye, por su carácter grotesco, una fisura en el discurso visual habitual de la marca, basado en la reificación del cuerpo femenino. Sin embargo, del mismo modo, se puede analizar tal anomalía teniendo en cuenta la práctica artística de Sherman como ya situada, dentro de los discursos del arte contemporáneo, y no sólo tolerable por parte de las consumidoras de estos productos, sino conveniente en su aportación de un plus de legitimación a la marca ―dado el prestigio institucional de Sherman y la apariencia inclusiva de otros modelos de mujer― y, por extensión, a toda su política de comunicación con la que es difícilmente reconciliable la postura política vinculada al trabajo de esta artista.
Un ejemplo, quizás, más difusamente contradictorio se puede encontrar en el modo de producción del Group Material durante la década de los ochenta del siglo XX, que partiendo de una estructura colectiva que pretendía comprometer, como ya hiciera la vanguardia, la separación entre arte y vida o alta y baja cultura, en un contexto de cuestionamiento de la institución arte. Como señala Gregory Sholette, estos planteamientos se verían subsumidos en la propia institución, con su participación en 1985 en la Bienal de Whitney, estableciéndose, asimismo, ciertos paralelismos, aunque con objetivos divergentes, con los planteamientos emergente cultura empresarial.[28] De forma, en principio, no deseada, el trabajo del Group Material pudo haber jugado a favor de los fines del agente más poderoso de este binomio, esto es con el mercado.
No se trata aquí realizar una crítica ad hominem. Se trata, más bien, de analizar cuestiones contradictorias que residen en el propio trabajo de estos artistas en su vinculación con la totalidad de su actividad pública. ¿Es legítimo demandar de aquellos que pretenden mostrarnos a través de su trabajo artístico las disfunciones y la explotación que realiza el sistema dominante, una postura de cierta responsabilidad y coherencia? Lo sea o no, cualquier pretensión de eficacia política del arte pasaría, desde luego, al menos por no incurrir en las flagrantes contradicciones que acaban de ser descritas. Otro asunto distinto es si es posible, en las condiciones actuales de imperio de la lógica del capital, tomarse en serio cualquier postura que pretenda tal cosa.
Sobre la eficacia política del arte en el contexto del nuevo capitalismo
Volviendo sobre las consideraciones preliminares del presente texto, es verdaderamente difícil ―actualmente y a la luz del proceso de profundización en el sometimiento vital a los planteamientos economicistas, que ha traído consigo el nuevo capitalismo que apareciera en los años setenta del siglo XX― seguir sosteniendo que la práctica artística, y especialmente la encuadrada de manera más o menos directa con la institución y el mercado, puede ser políticamente eficaz en términos contrahegemónicos. En un sentido negativo, en un interesante análisis, se ha manifestado Rancière,[29] aunque su propuesta de la efectividad estética, resulte menos convincente. El arte, como institución socio-económica de la cual la mayoría de los artistas no parecen querer alejarse demasiado, está perfectamente situado en el conjunto de determinaciones como para poder ejercer, desde dentro, un impulso de cuestionamiento suficientemente apreciable. Obviamente no en términos de transformación revolucionaria, sino tan siquiera en actividad crítica que induzca a verdaderos debates sociales que alienten cualquier tipo de cambio. Es posible que dentro de la noción actual de arte, como definición de un sistema que incluye las producciones que así se denominan, no quepan tales pretensiones. Existen, al menos tres circunstancias que hacen pensar en esta imposibilidad.
En primer lugar, se puede citar que el proceso de valorización capitalista se ha convertido en el eje central de nuestras sociedades. Este fenómeno, descrito por Marx, como subsunción real en el capital implica la subordinación de la tecnología, la cultura, la subjetividad, la política y las relaciones sociales en su conjunto, al ciclo del capital. Finalmente, como indica Antonio Negri, nos encontramos ante un desplazamiento total mediante el que se produce una subsunción real de la sociedad que deriva en la producción de esa misma sociedad.[30] Desde luego, y a pesar de los matices que se puedan establecer, el arte no escapa a esta lógica y, desde este territorio, no parece demasiado verosímil una crítica política efectiva, producida en el interior de esta estructura. Otro aspecto a tener en cuenta es la atmósfera cínico-utilitarista en la que, según Peter Sloterdijk, nos hayamos inmersos, y que provoca que la sospecha de instrumentalización sobrevuele sobre las intenciones que fundamentan numerosas iniciativas vinculadas al reciente arte político.[31] Como tercera cuestión, estrechamente vinculada a las dos anteriores, señalar la conversión contemporánea de la cultura, y por supuesto el arte, en recurso del capitalismo global. Así lo ha analizado George Yúdice,[32] planteando que la posibilidad de un arte que construya una crítica efectiva, dentro de los límites de las instituciones artísticas [incluyendo al mercado], no parece factible.[33] Asimismo, se ha mostrado crítico con determinas concreciones de aquel arte, que bajo el apelativo de basado en la comunidad, ha terminado instrumentalizando, en no pocas ocasiones, los conflictos sociales y explotando las circunstancias de dominación de determinados colectivos.[34]
La relación que se puede establecer desde el arte, entendido como un marco definido socialmente, con lo político no puede dejar de ser profundamente contradictorio. Incluso en las mejores intenciones, y éstas forzosamente tendrán que ser consideradas dentro de la difusa atmosfera cínica contemporánea, pueden rastrearse los signos de la connivencia, más o menos voluntaria, con los intereses dominantes. El que detrás del impulso crítico del reciente arte político se hallen, sin demasiadas dificultades, indicios de un pragmatismo de estirpe utilitario, conduce a un escenario marcado por la profunda contradicción entre el discurso crítico que se pretende sostener por parte de los artistas, y los efectos que las concreciones de su trabajo generan, realmente, en lo social. Quizás sobre esta premisa ―lo inofensivo y, al mismo tiempo, conveniente, como refuerzo de poder― se asiente la visibilidad de gran parte del arte político actual.
¿Cuáles son, entonces, las propuestas que se pueden realizar en este contexto que implica al arte con lo político y lo social? En primer lugar, desde luego, renunciar a la efectividad directa en la transformación de realidad si se trabaja dentro de la estructura de producción propia del marco de determinaciones que llamamos arte, aunque queramos, en realidad, referirnos al mundo del arte. Desde aquí es posible, tal vez, plantear versiones otras de la realidad que las suministradas desde el entramado del poder económico-político-medial, maneras diversas de narrarnos que confronten con el marco de experiencia dado. Y esto, siempre y cuando se reconozca que, desde este territorio, se sigue siendo parte del problema que se pretende atacar. Por último, si existe una intención clara de efectividad política, quizás sea hora de no incluirse en lo artístico ―fuera del mercado y la institución e, incluso, de los circuitos alternativos que siempre corren un claro peligro de absorción, ya que frecuentemente trabajan desde la economía de la atención― para, con las herramientas desarrolladas en este contexto, sumergirse en la acción política como se ha podido apreciar en las acciones de los colectivos rusos Pussy Riot o Voina. Aunque, a la vista de la participación de éste último grupo en la 7ª Bienal de Berlín donde, bajo la denominación de Occupy Berlin, se perpetrará un simulacro de ocupación del espacio público, en lo que supone una reificación de las muestras del malestar popular, los elementos de duda no hacen sino acrecentarse en cuanto a la posibilidad de resistencia frente a la seducción que despliega el mundo del arte, que trasmuta, despojándole de su potencial transformador, el activismo político en artivismo.
[1] Eagleton, Terry, La estética como ideología, Trotta, Madrid, 2006, p. 53.
[2] Bordowitz, Gregg, «Tactics Inside and Out: Critical Art Ensemble», Artforum, 2004, septiembre, p. 215.
[3] Ofrecida en el Instituto de Estudios del Fascismo de París el 27 de abril de 1934
[4]Benjamin, Walter, «El autor como productor», en: Brian Wallis [ed.,], Arte después de la Modernidad. Nuevos planteamientos en torno a la representación, Akal, Madrid, 2001, pp. 297-309.
[5] «No obstante, soy bastante pesimista respecto de la última aproximación, excepto en casos de activismo cultural basado en movimientos colectivos. La mayoría de las otras «excursiones» artísticas dentro de lo llamado «mundo-real» terminan reduciendo ese mundo a significantes apropiados como formas del capital dentro del discurso del arte.» Bordowitz, Gregg, op.cit., 2004, p. 215. En relación con las dudas que le genera a Fraser el arte político que trata de insertarse en campos diferentes al del arte, cabe señalar la coincidencia con aquellas posturas que han rechazado, en los últimos años, algunas reactualizaciones de la dilución del arte en la vida como es la llamada Estética relacional. Sobre este asunto consúltense, entre otros: Bishop, Claire, «Antagonism and Relational Aestetics», October, 2004, nº 110, pp. 51-79. Y Rancière, Jacques, «Las paradojas del arte político», en: Jacques Rancière, El espectador emancipado, Ellago Ediciones, Castellón, 2010, pp. 55-85.
[6] Jameson, Frederic, Teoría de la posmodernidad, Trotta, Madrid, 1996, p. 25.
[7] Cfr. Lessing, Gotthold Ephraim, Laocoonte, Tecnos, Madrid, 1990, p.76.
[8]Es cierto que se pueden señalar numerosos casos en los que los artistas han realizado imágenes en las que, aunque insertas en el sistema de producción simbólico dominante, pueden apreciarse elementos de contradicción y distorsión. Sin embargo, resulta siempre complejo determinar tanto sus intenciones como sus efectos. Un caso paradigmático es el del diseño que realizará Alberto Durero, en un libro fechado en 1525, de un monumento denominado la Columna de los campesinos, que recordaba el levantamiento general de los campesinos alemanes, acaecido en esos tiempos, contra el poder señorial que, finalmente, fue sangrientamente aplastado. Este extraño proyecto monumental ha generado numerosas controversias en relación con su interpretación. La confrontación hermenéutica puede resumirse en las posturas de Panofsky quién sostenía que Durero, dada su postura conservadora, pretendía con esta obra ridiculizar al campesinado y la de Fraenger que planteaba la tesis contraría. Esto es, que la Columna era un alegato en defensa de los campesinos articulado como ironía acusadora contra el poder victorioso. Existe, además, una tercera interpretación, más reciente, de Hans-Ernst Mittig que se orienta hacia una explicación menos militante, ya sea en un sentido o en el contario, para señalar que se podía tratar de una expresión del desconcierto que provocó en la población urbana estos acontecimientos. Para una información más detallada sobre estos asuntos consúltese: Mittig, Hans-Ernst, Durero, La columna de los campesinos: Un monumento a la contradicción, Siglo XXI editores, México DF, 1998.
[9]Rancière, Jacques, Sobre políticas estéticas, Museu d’Art Contemporani de Barcelona y Servei de Publicacions de la Universitat Autónoma de Barcelona, Barcelona, 2005, p. 20.
[10] Con todo, cuando se produzca la liquidación de la Comuna será juzgado como principal responsable, debido, entre otras razones, a que, tiempo atrás, Courbet se manifestado en contra de este monumento.
[11]Benjamin, Walter, op.cit, 2001, p. 303.
[12] Dichos argumentos fueron desarrollados por Rancière a raíz de la edición que realizara de los textos del obrero y filósofo Louis Gabriel Gauny, en: Rancière, Jacques [ed.], Louis-Gabriel Gauny: Le philosophe plébéien, Presses Universitaires de Vincennes y La Découverte, Paris/St. Denis, 1983.
[13] Rancière, Jacques, op.cit., 2005, p. 25.
[14]«[…] Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura. […] tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que sea a la vez barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro.» Benjamin, Walter, «Tesis de la filosofía de la historia», en: Walter Benjamin, Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia, Taurus, Madrid, 1989, pp. 181-182.
[15] Bürger, Peter, Teoría de la vanguardia, Península, Barcelona, 1997.
[16] Benjamin, Walter, op.cit, 2001, p. 301.
[17]En este sentido, José María Durán afirmaba, recientemente: «[…] un arte que no sea capaz de liberarse de sus propias cadenas, es decir, de las condiciones sociales de producción que le son impuestas, tampoco puede aspirar a romper las cadenas de nadie.» Durán, José María, «Arte y libertad burguesa», Contraindicaciones [en línea], 21 de Diciembre 2011, [citado el 27.04.2012], Disponible en Internet: http://www.contraindicaciones.dev/2011/12/arte-y-libertad-burguesa.html . Este texto se pronunció como conferencia, el 15 de diciembre de 2011, en el marco del Seminario 1812-2012 Una mirada contemporánea, que tuvo lugar en el CENDEAC, Murcia.
[18] Cfr. Foster, Hal, «For a Concept of the Political in Contemporary Art», en: Hal Foster, Recordings. Art, Spectacle, Cultural Politics, Bay Press, Seattle, Washington, 1985, p. 142.
[19] Althusser, Louis, Ideología y aparatos ideológicos de Estado; Freud y Lacan, Nueva Visión, Buenos Aires, 1988.
[20] Foster, Hal, op.cit., 1985, p. 148.
[21]Como en el caso de la contracultura, de la década de los sesenta del siglo pasado, que, según Thomas Frank, no es que fuera asimilada, según la narrativa imperante, por el capitalismo, sino más bien actúo como aliado simbólico en la renovación de la cultura empresarial, en lo que sería la transición hacia una nueva forma de capitalismo. Cfr. Frank, Thomas, La conquista de lo cool. El negocio de la contracultura y el nacimiento del consumismo moderno, Alpha Decay, Barcelona, 2011, p. 32.
[22]Se podría considerar como tal la superación del arte propuesta por la Internacional Situacionista que si bien contemplaba la posibilidad de tergiversación crítica, Détournement, de los significados de los objetos e imágenes construidos por el capital, al menos reconocía la potencialidad contraría, esto es, la Recuperación por parte del capitalismo de las manifestaciones radicales, gracias a la astucia de la razón mercantil. Véase: Debord, Guy, La sociedad del espectáculo, Pre-Textos, Valencia, 1999, p. 69. Ejemplo paradigmático de recuperación puede encontrarse en el caso de la pintura industrial, realizada en 1963 por el miembro de la Internacional Situacionista Giuseppe Pinot-Gallizio, Abolition du Travail Aliéné que sería subastada en la sede londinense de Sotheby’s, en 1988.
[23]Herramienta propia de la neovanguardia, cuya operatividad será denunciada por Bürger como simulacro. Cfr. Bürger, Peter, op.cit., 1997, p.107. Sin embargo, Foster, pretendiendo enderezar la dialéctica bürgeriana, la defiende como procedimiento deconstructivo, inserto en una crítica institucional de la que, a día de hoy cuando ésta se encuentra perfectamente incorporada en el discurso institucional y de mercado, se pueden tener legítimas sospechas. Cfr. Foster, Hal, El retorno de lo real. La vanguardia a finales de siglo, Akal, Madrid, 2001, pp. 22-23.
[24] Noción propuesta por Foster en 1984. Véase: Foster, Hal, «(Post)Modern Polemics» en: Hal Foster, op.cit, 1985, pp. 121-136.
[25] Haacke presentó, en la John Weber gallery de Nueva York, seis placas de acero al estilo de las de carácter conmemorativo situadas en las entradas de los museos, con citas de empresarios y un presidente de los EEUU, incluida la del directivo de la petrolera Exxon Robert Kingsley, en las que se hacía énfasis en la importancia del apoyo corporativo al arte como «lubricante social», denunciando, así, la connivencia de los museos con la política corporativa para la aceptación social de sus principios político-económicos, mediante el patronazgo empresarial y la instrumentalización del arte para tal fin. Las declaraciones exactas del directivo eran: «El apoyo de Exxon a las artes le sirve a las artes como lubricante social. Y si los negocios han de continuar en las grandes ciudades necesitamos un entorno más lubricado.»
[26] Véase: Durán, José María, Hacia una crítica de la economía política del arte. Una historia ideológica del arte moderno considerando su modo de producción, Plaza y Valdés Editores, Madrid, 2008, p. 208.
[27] Foster, Hal, «For a Concept of the Political in Contemporary Art», en: Hal Foster, op.cit, 1985, p. 141.
[28] «Al final la urgencia del Group Material por borrar las fronteras entre alta y baja cultura coincidia con el ascenso de la cultura empresarial, que tenía su propio plan para hacer desaparecer estas polaridades. A diferencia de los objetivos radicalmente democráticos de Group Material, el proceso nivelador que el neoliberalismo fomentaba había empujado a la cultura en una única dirección: la del consumo de masas dentro del libre mercado.» Sholette, Gregory, «Arte y revolución en la era de la cultura empresarial», Brumaria, 2007, nº 8, p.127.
[29]Rancière critica lo que denomina como modelo pedagógico de la eficacia del arte, propio de la voluntad de repolitización del arte actual, porque da por supuesto «[…] cierto modelo de eficacia: se supone que el arte es político porque muestra los estigmas de la dominación, o bien porque pone en ridículo a los iconos reinantes, o incluso porque sale de los lugares que le son propios para transformarse en práctica social, etc. Al final de todo un siglo de supuesta crítica de la tradición mimética, es preciso constatar que esa tradición continúa siendo dominante hasta para las formas que se pretenden artística y políticamente subversivas. Se supone que el arte nos mueve a la indignación al mostrarnos cosas indignantes, que nos moviliza por el hecho de moverse fuera del taller o del museo y que nos transforma en opositores al sistema dominante cuando se niega a sí mismo como elemento de ese sistema. Sigue considerándose como evidente el paso de la causa al efecto, de la intención al resultado, salvo si se supone que el artista es incompetente o que el destinatario es incorregible» Rancière, Jacques, op.cit., 2010, p. 56.
[30]Cfr. Negri, Antonio, Marx más allá de Marx, Akal, Madrid, 2001, p. 161.
[31] En este sentido, pueden citarse sus argumentos: «Hace ya muchísimo tiempo que al cinismo difuso le pertenecen puestos claves de la sociedad […] Pues los cínicos no son tontos y más de una vez se dan cuenta, total y absolutamente, de la nada a la que todo conduce. […] Saben lo que hacen, pero lo hacen porque las presiones de las cosas y el instinto de autoconservación, a corto plazo, hablan el mismo lenguaje y les dice que así tiene que ser. De lo contrario, otros lo harían y, quizá, peor.» Sloterdijk, Peter, Crítica de la razón cínica, Siruela, Madrid, 2003, p. 40.
[32] «El arte se ha replegado completamente en una concepción expandida de la cultura capaz de resolver problemas, incluida la creación de empleos. Su propósito es contribuir a la reducción de gastos y a la vez mantener un nivel de intervención estatal que asegure la estabilidad del capitalismo.» Yúdice, George, El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global, Gedisa, Barcelona, 2002, p. 26.
[33]«[…] pensar que la experiencia de la jouissance, el desvelamiento de la verdad o la crítica desconstructiva podrían constituir criterios admisibles para la inversión monetaria en la cultura parece una humorada acaso digna de una sátira kafkiana.» Yúdice, George, op.cit., 2002, p. 30.
[34] Como caso paradigmático se cita el proyecto que para inSITE, evento que ya en si mismo constituye un ejemplo de estas prácticas, realizara Kristof Wodiczko en 2000, donde bajo la premisa de dar voz al oprimido, proyectó públicamente sobre el Centro Cultural de Tijuana los rostros de las maquiladoras denunciando el abuso al que eran sometidas por sus maridos y patrones, en un tipo de explotación emocional que, desde luego, no reparaba en las posibles consecuencias que esta acción pudiera producir. Véase el capítulo dedicado a este evento en: Yúdice, George, op.cit., 2002, pp. 339-391.