La voluntad de crear en la era del artificio
Trataré de no hablar convencionalmente de arte. Es decir, no intentaré aquí criticar una forma u otra de gestionar desde las instituciones espacios y recursos materiales o simbólicos comúnmente llamados artísticos, sino de indicar algunas de las contradicciones inherentes a esta gestión, y en particular a la celebración de eventos expositivos, y más específicamente a aquellos que pretenden dar cuenta de las formas contemporáneas de entender esta actividad. No obstante, resulta indispensable referirme al arte en alguno de sus setenta y dos niveles de significación, puesto que no hablar de arte se ha convertido en algo más caro de lo que suele creerse. Como muestra una vez y otra la amarga realidad, ignorarlo es darlo por supuesto, y no hay peor forma de no entender lo que se ha jugado en este campo que dar por buena esta suposición.
Estas contradicciones no se derivan de su naturaleza paradójica, ni (directamente) de la clásica y manida muerte del arte, de la que los museos y todo el entramado material e institucional montado para la conservación y promoción de la actividad artística son en todo caso testimonio privilegiado y resultado lógico -al igual que las magnas edificaciones destinadas a contener las producciones artísticas del pasado han sido en este cambio de milenio sus túmulos funerarios y las reseñas periodísticas sus letanías y esquelas-, sino del establecimiento de un campo de actividad definitivamente fijado a una estructura y a una forma de entender las dinámicas de producción de sentido en la sociedad contemporánea.
Es muy cierto que todo el arte moderno ha consistido fundamentalmente en problematizar la esencia de su propia existencia. Y ningún iniciado en los sagrados misterios renuncia a preguntarse estérilmente desde el principio cuál será la sustancia del arte, para sumir luego este interrogante en un vago misterio y no tener que cuestionarse su fundamento. Ciertamente, cuando pensamos el arte en términos de sustancia, tendemos a reunir extensivamente sus productos históricos que conforman así una inmensa colección de ruinas: el patrimonio artístico de la humanidad distribuido por sectores nacionales; y a asumir por inercia su modo de darse, su especialización, su exterioridad, su permanencia, como atributos estructurales de un determinado sistema. Si esta extrapolación constituye el pecado fundamental del discurso objetivante, en el caso del arte asume el carácter de una auténtica violación, al resultar éste irreductible a cualquier definición y al no consistir en otra cosa que en la permanente puesta en crisis de su propio fundamento.
Desde cualquier punto de vista que se contemple, la práctica artística se halla vinculada a la producción de un valor, que podemos llamar valor estético para distinguirlo de los valores sobre los que versan otro tipo de discursos, como los de la moral o la economía. Por tanto, un planteamiento legítimo de la práctica artística pasa menos por el ejercicio de lo que de antemano viene dado como arte que por la exploración de los valores que lo han configurado históricamente y de sus desarrollos posibles. La estructura y los valores subyacentes a la práctica institucional del arte, como los de cualquier otra institución, se encuentran ligados a sus orígenes históricos, es decir a la visión del mundo que impone la revolución burguesa. Las simples nociones de autor y espectador se ajustan a una lógica capitalista primitiva de producción y consumo de objetos culturales llamados obras, mercancías investidas de un aura de unicidad y originalidad que las convierte en fuentes de valor y no en meros objetos reproducibles destinados al uso y consumo de la masa. Igualmente, la celebración ritual de ferias y exposiciones busca eternizar la época dorada de las exposiciones universales, en que la esfera autónoma de las artes consolidó su mercado y estableció su burocracia.
Aunque algunos sectores reaccionarios han opuesto a veces el carácter semitrascendente de la obra de arte a la lógica banalizadora de las demás mercancías, la existencia de este tipo de objetos especiales resulta no sólo tolerable, sino también necesaria para la fundamentación de un sistema basado en la negación de toda fuente trascendente de valor. De concretar un sentido de las cosas dado por Dios que sólo cabe reproducir con humana imperfección, el nuevo campo de representación pasa a afirmarse como producción humana del sentido, como voluntad de crear ligada a la emergencia de un concepto nuevo de individuo y a la ideología progresista y productivista en que se ampara la clase emergente. El arte cumple así una función de legitimación que antes correspondía a la religión y asume algunos de sus valores, entre ellos el principio esperanza. De este modo, también queda transformado en impulso utópico, en proyecto de liberación como realización estética del ser humano que fundamentará algunas formulaciones primitivas del discurso revolucionario.
Mi afirmación crítica fundamental es que la estructura que constituye el sistema institucional de las artes responde actualmente a un modelo históricamente superado, y que los valores que se pretende sustentar y promover a través de ella se han desplazado a otros ámbitos o a planteamientos muy alejados de los que siguen rigiendo en la institución. En consecuencia, no puede existir un arte contemporáneo. Pero de existir alguna práctica que preservase alguno de los (por otra parte diversos) valores que expresaba el viejo arte, no tendría lugar en ferias y exposiciones. Y de darse aún tal circunstancia, no tendría el menor efecto artístico, pues sería fatalmente incomprendida por quienes tienen que darle sentido.
Quien no esté dispuesto a admitir el argumento ilustrado, aunque ciertamente abstracto, de que la esfera autónoma del arte se halla condenada desde el preciso momento en que afirma su autonomía (al no existir ningún valor en estado puro que no se encuentre en relación dialéctica con los demás valores y con la totalidad social), puede seguir con nosotros los diversos momentos de su descomposición a lo largo del pasado siglo: la aplicación de tecnologías diversas a la producción y reproducción de imágenes, que supuso la abolición del elemento aurático y la descentralización de los procesos de producción y consumo estéticos; la generación, gracias a los medios de comunicación de masas y al desarrollo de la industria del entretenimiento, de un ámbito espectacular de producción de imágenes que satisfacen la compulsión representativa y garantizan la cohesión social; la estetización progresiva de todos los ámbitos de la existencia en las sociedades desarrolladas, desde la vida cotidiana, totalmente colonizada y expropiada por la publicidad, hasta la política de la representación degradada en representación de la política; desde los discursos de la ciencia y la tecnología, que han excedido a su vez la dimensión objetivista que tradicionalmente les correspondía para explorar desde hace tiempo la vía de una aterradora poesía materializada, hasta las formas de posar de los nuevos movimientos sociales; todo ello, en definitiva, lleva la marca de una sospechosa realización del arte que hubiese seguido una vía muy distinta de la preconizada por sus precursores.
Esta reflexión no pasa desapercibida a los propios cultivadores del campo artístico, que han tratado a menudo de subvertirlo desde el interior sin lograr producir otra cosa que gestos de subversión. Desde la eclosión de las vanguardias, el arte más significativo de nuestro siglo ha tenido conciencia de esta descomposición y búsqueda agónica de salidas. Se ha intentado romper la línea que separa al artista del público declamando la naturaleza artística de toda persona e invitando al espectador a una participación artificial; se ha eludido el carácter objetual de la obra objetivando procesos y acciones; se ha cuestionado de forma práctica, mediante identidades difusas y estructuras de redes (mail-art, networking) la metafísica subyacente al concepto burgués de arte; se han explorado aplicaciones tecnológicas a procesos de producción simbólica que hacen por su parte innecesarios los términos de esta metafísica, y en este terreno hay hackers que se sienten herederos de los antiguos artistas; se ha atacado a la institución desviando becas y subvenciones, y cuanto más se politiza la gestión de estos recursos más libre se siente de politizarse, en un sentido bastante rancio, un esteticismo trasnochado. Entre quienes asumen con total radicalidad estas cuestiones, hay quienes siguen empeñados en desestabilizar el sistema, oponiendo a la inflación de imágenes una actitud iconoclasta, y quienes desarrollan prácticas alternativas, que podrían categorizarse como arte, con la mayor indiferencia hacia lo que eso significa y hasta sin la menor conciencia de estar interviniendo en procesos de construcción de referentes simbólicos.
Pero más allá de todos estos ensayos de una imaginación que sigue atrapada en sí misma, expresión epigonal de una voluntad de crear que se ha vuelto extemporánea, habría que buscar el signo de una producción social de capital simbólico verdaderamente contemporánea en fenómenos mucho menos pretenciosos, pero más eficaces: en el desarrollo de la capacidad crítica y descifradora, frente al antiguo énfasis puesto en el momento creador-productivo, en la interacción directa y la construcción de referentes emancipatorios comunes en espacios liberados de la rutina de las relaciones capitalistas, en momentos muy precisos de júbilo popular en que las estatuas se desploman. En cualquier caso, estos trazos necesariamente apresurados no agotan la complejidad del arco que encubre y difumina con mecánica simpleza la ideología del arte.
En general, quienes con mayor consecuencia han asumido las contradicciones de la actividad artística al entrar en relación con una realidad que se transforma aceleradamente, quienes la han problematizado y han llegado a algún tipo de resultado «contemporáneo» irreductible a los patrones de un pasado glorioso, se ven excluídos de las celebraciones con que la institución se celebra a sí misma. De forma que este tipo de eventos, como las demás emergencias del espectáculo social, no resultan falsificadores tanto por lo que exponen como por todo aquello cuya existencia ocultan. En esto reside la principal función social del arte en la época del artificio, y ésta es la explicación de su pertinaz supervivencia. Sin duda, la dinámica inerte de las instituciones tiene aquí su papel, así como la enorme cantidad de intereses creados alrededor de las mismas, pero no creo que un entramado tan artificial como el del arte pudiese resistir el asalto de la cultura de masas sin verse sustancialmente transformado si no respondiese a necesidades ideológicas profundas, si no sirviese para equilibrar oscuras fuentes de valor que de otro modo no podrían acceder a la superficie, si no proporcionase, a quienes tienen algún papel en él, por miserable que sea, una ilusión de calidad y distinción cuya búsqueda ha sido siempre el rasgo distintivo del paleto y el reflejo dignificado en que la sociedad clasista se contempla complacida.
Se trata de preservar el valor de la ilusión productivista en un mundo absolutamente fantástico, y de seguir obturando la verdadera fuente de la imaginación colectiva.
Luis Navarro. Texto publicado en febrero de 2001 en la revista Lateral