Por fin, este fin de semana me lo he tomado libre. Lo primero que he hecho ha sido leerme un librito de Norberto Chaves que ha caído en mis manos, así que, con su permiso, voy a despellejarlo levemente.
Se trata de un conjunto de conferencias dictadas a lo largo de siete años, desde 1988 al año 2000 y no sé si a estas alturas es pertinente hacer una crítica, pero me da la sensación, sobre todo por otras cosas que he leído de Luciano, de que podría haber actualmente un núcleo de opinión afín. Ha llovido mucho desde entonces, tanto que en algunos casos el caudal ha anegado ostensiblemente el hilo argumental de alguna de las conferencias. Es el caso, por ejemplo, del capítulo dedicado a las tecnologías y su relación con el diseño:
«recuérdese aquella premonición –ya olvidada– acerca de la «inexorable socialización de la información como efecto automático de internet»»(1)
Si bien no me considero un tecnodeterminista utópico y no veo en la tecnología solución alguna para los desajustes sociales sí puedo detectar ciertos cambios sociales impulsados, entre otros actores, por las tecnologías. El caso de la tecnología y la información es uno de los más evidentes. Podemos hablar de la emergencia de multiplicidad de agencias (información distribuida) y sus consecuentes regulaciones autoorganizadas, pero más allá existe un cambio de paradigma sociocultural cuyo eje gira sobre un cambio de paradigma económico: el crecimiento exponencial del capitalismo cognitivo frente al capitalismo industrial. El cambio al que me estoy refiriendo es la percepción intuitiva que la sociedad adquiere acerca del efecto de inversión de valor del bien escaso, que ya he señalado en otras ocasiones: a diferencia de un bien material, un bien inmaterial es más valioso cuanto más abundante. Este cambio «intuitivo» hubiera sido sido impensable sin la intervención de las nuevas tecnologías que han subrayado ciertos procesos subyacentes trayéndolos a la consciencia.
Una vez detectado el cambio de paradigma sociocultural no será difícil observar su repercusión en las formas de producción gráfica e, incluso, de organización gremial.
De este artículo de Norberto (y de otros del mismo libro), muy acertado al desmentir el carácter revolucionario de las tecnologías, se desprende no obstante una única manera de diseñar correctamente. Se trata de una fórmula en la que el concepto de «prefiguración» cobra el carácter de doctrina, donde el proceso debe producirse únicamente en la mente, sin interacción alguna con el resultado. Esta concepción del diseño es muy acertada y útil para un tipo de trabajo también muy concreto, que se defiende tácitamente como «el trabajo de diseño» en una «cultura del diseño» dejando de lado e invalidando otras formas producción dentro del diseño. Parecería que hay un tipo de cliente, un tipo de problemática un tipo de metodología y un tipo de solución, idea que no se sostiene. Más tarde volveré a esto.
A pesar de estas discrepancias y otras que iré exponiendo tengo que decir que he disfrutado y aprendido mucho con la lectura y que me siento profundamente identificado con el espíritu del libro y sus reivindicaciones que, en algunos casos y en cierta medida, se adelantan a su época. Por ejemplo, esta concisa petición que formula alrededor del prestigio contiene el germen del cambio de modelo respecto a la autoría y el derecho de autor al traer al primer plano los modos de transmisión cultural:
«Muy lejos está para mí sostener que los diseñadores puedan ser la vanguardia de algún proceso de transformación; pero lo que sí pueden aportar es una conciencia crítica de ciertos secretos de los fenómenos sociales que conocen muy bien. Y es legítimo que los procesen, los analicen y transfieran los resultados a l sociedad –por ejemplo, a través de la docencia– y no los conserven un privilegio de casta, o como herramienta personal de chantaje a la sociedad: «el prestigio»».(2)
Ahora que hemos defendido una idea del autor y un modelo de generación de conocimiento fundamentado en la solidaridad frente al modelo competitivo podemos describir otras formas de socialización diferentes a la docencia, pero el espíritu es el mismo.
En otro orden de cosas, no me ha gustado la recurrente idea de trascendencia, que esconde una sobrevaloración de las prácticas propias e infravaloración de las ajenas:
«me aburre la estupidez, la banalidad, la cursilería o el amaneramiento. Estoy a favor de los valores trascendentales en todos los órdenes de la cultura» (3)
Claro, esta afirmación puede sostenerse por cualquiera, pero ¿quién es el que decide lo que es o no trascendente, banal o cursi? Sospecho que tenemos ideas distintas acerca de qué es cursi o trascendente, pero en definitiva, esta idea de trascendencia que no se explica con precisión podría esconder una forma de elitismo enfrentada con otras tesis de carácter social en el mismo libro, como la mencionada en el punto anterior sobre la socialización del conocimiento. En el capítulo sobre la cultura se dan más pistas:
«Cuando hablamos de cultura nos estamos refiriendo, de algún modo, al sistema de ritos, mitos y fetiches que componen el patrimonio de una comunidad y regulan sus comportamientos para garantizar su cohesión y continuidad histórica mediante la instauración de una identidad colectiva estable. Inevitablemente estaremos aludiendo, total o parcialmente, a un sistema de valores éticos, sociales y estéticos; un sistema de hábitos y costumbre, un patrimonio de bienes simbólicos estructurado en géneros.
Y dichos «géneros» se nos mostrarán como sistemas absolutamente trascendentes al individuo, como verdaderas herencias recreadas por él y transferidas a sus sucesores, tal como sucede con la institución cultural por excelencia: el lenguaje. Así se nos manifiestan tanto los géneros de la cotidianidad (gastronomía, indumentaria, códigos de comportamiento, ceremoniales y liturgias, etc.) como los géneros de la trascendencia (arte, ciencia, filosofía, derecho, política, religión)».(4)
Entonces, si lo que se trasciende es el individuo, si lo que trasciende es lo social, el amaneramiento y la cursilería será más trascendente que las mejores soluciones que haya encontrado para sus clientes. En mi opinión, amaneramiento y cursilería pueden ser importantes si son reflejo de identidad cultural.
En la introducción advierte de la falta de rigor de las charlas y es por tanto inútil intentar un análisis pormenorizado. Mejor es hacer una crítica del «espíritu» o la intención, que siempre será (desde mi punto de vista) positiva, aunque a veces esta falta de rigor y de referencias consultables se convierte en un un problema serio. Es el caso del capítulo dedicado a la cultura, «El diseño gráfico como manifestación de la cultura», en el que se utiliza el término genérico «cultura» en lugar de «identidad cultural», lo que induce a confusión. El «alto nivel de complejidad», mencionado para explicar la diversidad cultural podría sustituirse por la acepción más precisa que ofrecen las ciencias de la c omplejidad, que no admite gradaciones. Un sistema es complejo o no lo es, al contrario que en su acepción coloquial. En la cuestión de la «deculturación» se echa de menos una referencia para profundizar ya que el planteamiento entero podría ser muy discutible. En términos objetivos no se puede «deculturar» en el sentido de dejar de tener cultura. Se pueden modificar los procesos de creación de identidad y subjetividad. Se pueden sustituir por otros los vínculos con determinadas identidades culturales pero no por ello se deja de tener cultura.Todo el capítulo es muy confuso y prácticamente cada párrafo se puede cuestionar.
¿Por qué entrar entonces a valorar un artículo tan inconsistente? Porque las respuestas que ofrece implican cuestiones centrales como qué es el diseño gráfico, cómo es el diseño gráfico o qué tipos de diseño gráfico son mejores que otros. Así que, no me ha quedado más remedio que leer y releer para intentar desentrañar el sentido, cosa que he conseguido sólo parcialmente.
La cuestión central de mi desacuerdo radica en una concepción de «la masa» (sólo esta expresión para describir a una gran cantidad de personas ya se me atraganta) «deculturizada», que no constituye «una cultura», que no se reconoce en unas señas de identidad ni de alteridad (frente a «el otro»). Estos presupuestos son incorrectos (5) y son también el germen de un tipo de elitismo «progresista» muy característico que legitima el sistema de ideas por medio del argumento «ad hominem». Si yo soy el que está culturizado, yo tengo la visión correcta de las cosas.
Con una acepción rigurosa de complejidad, la que se ofrece en las ciencias de la complejidad, entenderíamos o explicaríamos la diversidad cultural, las distintas expresiones de la cultura (principio dialógico del sistema) así como su dimensión global, aquello que caracteriza a todas ellas (principio hologramático), la acepción de cultura que se ofrece desde el ámbito científico describe este extremo del sistema: aquello que se aprende frente a aquello que se hereda, el meme frente al gen. Desde una concepción rigurosa no se puede «deculturizar» porque la cultura es una dimensión irrenunciable del ser humano.
Con esta retórica de la trivialidad frente a la trascendencia se llega a conclusiones como que «el diseño posmoderno es la legitimación culta de la trivialidad consumista» (6), porque, claro, los problemas deben resolverse de la forma en que se enfrentan desde la racionlidad del pensamiento moderno (como los resuelvo yo, que no es trivial sino trascendente). También que el diseñador debe afrontar la diversidad cultural integrando dentro de su modelo de pensamiento la diversidad de su «cliente»:
«El cliente, –generalmente pluripersonal–, el equipo de diseño, los proveedores y servicios complementarios, los usuarios finales, etc., configuran un elenco variopinto y difícil de armonizar. Entre todo este elenco el diseñador gráfico es el factor clave, aquel cuya idoneidad no es la de configurar el mensaje «a su manera» sino la de interpretar el especial «cruce de códigos» del caso y dar una solución equilibrada que permita satisfacer las expectativas y posibilidades de todos los demás actores para que la comunicación cobre el más alto grado de eficacia».(7)
Sin embargo, el modelo posmoderno funciona de otra forma. Es más coherente con una concepción cultural de la antropología simbólica (en la cual el investigador no tiene posibilidad de comprensión del sistema cultural que es su objeto) que de la concepción estructuralista que se baraja en el texto.
De la misma manera que el antropólogo simbólico no puede más que hacer conjeturas sobre su objeto de estudio, el diseñador posmoderno sólo puede tener éxito dentro de la microcultura que le da legitimidad. Sólo un diseñador con una identidad cultural puede comprender los códigos propios de su lenguaje. De ahí que las grandes figuras posmodernas surgidas en los 90, como David Carson, Vaughan Olivier, o Ian Anderson hayan crecido al calor de subculturas muy concretas y no hayan sido capaces de desligarse nunca (o cuando lo han hecho han perdido el interés). De la misma forma que un posmoderno integrado tiene éxito en su microcosmos, un moderno racional no tendría la menor posibilidad allí, porque los problemas que se enfrentan son incomprensibles para él. En definitiva, un moderno es un posmoderno adscrito a una cultura muy determinada: la cultura corporativa.
Es cierto que el modelo posmoderno parece elitista en tanto exalta las cualidades de la persona que comunica (el diseñador) pero la relación se invierte si consideramos al diseñador co-autor de su producción junto con todo su entorno cultural. El diseñador posmoderno no es nadie sin él. Es un conglomerado de las cosas que le rodean.
Decir sólo, por si no hubiera quedado claro, que todas las formas de diseñar son adecuadas para según y qué casos y que no tiene sentido menospreciar una u otra. Hay que entenderlas en su contexto.
En mi trabajo cotidiano intento aplicar una línea de investigación que es una evolución del modelo posmoderno, incorporando la idea del trabajo producido colectivamente. Ya no es el diseñador imbuido de su contexto el único que decide qué forma tendrá finalmente el trabajo. Si es el contexto el que le instruye, tambien puede ser el contexto el que produzca. Tiempo habrá de hablar de esto.
Para terminar (quedan muchos temas en el libro, pero me está dando la sensación de que estoy tardando más en escribir la crítica que Norberto en el libro), quiero decir que hay muchas otras cosas que no he comentado, muy interesantes y acertadas desde mi punto de vista. El capítulo «Contra la profesión» me ha parecido especialmente emocionante.
Saludos.
aitor.
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Notas:
1. El oficio de diseñar. Norberto Chaves. Ed. Gustavo Gili. Pág 119.
2. Ibid. Pág. 44.
3. Ibid. Pág. 64.
4. Ibid. Pág. 78.
5. Hoy se está emitiendo por televisión en españa un reality show que enfrenta en una convivencia de varias semanas a una familia media española con una tribu indonesia. La familia, prototipo de la sociedad masificada y consumista (se ha llevado una botella de cocacola y un fiambre de chopped como muestra de la gastronomía local), hace gala de un fundamentalismo recalcitrante y defiende unas señas de identidad impuestas por la televisión con una radicalidad pasmosa.
6. El oficio de diseñar. Norberto Chaves. Ed. Gustavo Gili. Pág 157.
7. Ibid. Pág. 82.