El pasado 4 de abril se inauguraba, en la Tate Modern de Londres, la primera gran retrospectiva de Damien Hirst. A pesar de que los cimientos de su carrera se construyeron gracias a una combinación entre los intereses de mercado [Charles Saatchi] y los institucionales [Norman Rosenthal] siempre ha gozado de mayor atención por parte de los primeros que de los últimos. Siendo como es, desde hace ya años, el artista vivo más cotizado, su fortuna se estima en 266 millones de euros, resulta significativo que, tal como funciona el Sistema Arte, no se haya producido antes una gran retrospectiva del YBAs por excelencia.
Es posible que su aceptación, otras consideraciones aparte, en el ámbito institucional y académico –dónde existe un enorme interés por mantener al arte dentro de cierta atmósfera de encantamiento, por decirlo de algún modo– no haya sido tan amplia, como en la mercantil, debido a su aparente franqueza en lo relativo a sus declaraciones, en un tono calculadamente rudo, en torno al arte, en general, y su trabajo, en particular, que le han llevado a decir –en relación, por ejemplo, con el desmesurado coste de producción y venta de su pieza For the love of God— que «los artistas hacemos obra a partir de lo que nos rodea, a mi me rodeaba mucho dinero.» Incluso teniendo en cuenta el intenso cinismo que rodea al circuito del arte, la postura de gran cínico que adopta Hirst, resulta difícilmente aceptable para aquellos cuyo trabajo consiste en el ejercicio de una intermediación que, en no pocas ocasiones, necesita de una inflación hermenéutica.
En cualquier caso, no se trata aquí de analizar la aceptación del trabajo de Hirst, o de él como marca, sino de preguntarse en relación con su exposición antológica ¿Por qué ahora? Desde luego a nadie le ha pasado inadvertido que esta muestra, que cierra sus puertas en septiembre, coincidirá temporal y espacialmente con las Olimpiadas. Así lo narraba, con motivo de su inauguración, un dicharachero corresponsal en la ciudad inglesa:
«Y la Tate gana porque con esta muestra es muy probable que se lleve la medalla de oro de asistencia a las grandes muestras que Londres ofrece a los visitantes en el año de los Juegos Olímpicos. Todo parece organizado con ese objetivo.»
Faltaría, no obstante, por contestar una pregunta central; ¿Qué interés puede tener Hirst en esta exposición? La respuesta parece evidente: la legitimación oficial. Pero, en mundo que vive subsumido en el capital, ¿No es suficiente ser ampliamente reconocido por el mercado para serlo también por las Institución Arte? ¿Qué importancia puede darle, el cínico Hirst, a que se le abran, de par en par, las puertas de la Accademia? Parecería, al menos, que relativamente poca si atendemos, además, al acertado perfil psicológico que de él hiciera Michel Houellebecq, en las primeras páginas de su reciente novela El mapa y el territorio:
«Hirst era, en el fondo, más fácil de captar: podías verlo brutal, cínico, al estilo de «me cago en vosotros desde las alturas de mi pasta»; también podías verlo como el artista rebelde (pero siempre rico) que trabaja en una obra angustiada sobre la muerte; había, por último, en su rostro algo sanguíneo y pesado, típicamente inglés, que le asemejaba a un hincha común del Arsenal.»
Admitiendo, incluso, que en su fuero interno esté necesitado del reconocimiento institucional, no parece que el hilo argumental de la legitimación sea el que explique mejor el interés del artista por su antológica. Posiblemente, habrá que buscar, más bien, en ciertas motivaciones vinculadas a la necesidad de visibilidad, en un intento de reactivar su cotización. Después de los extraños movimientos que realizará en el mercado –compra de sus propias piezas, junto con su galerista y su manager, a través de una sociedad interpuesta u organización de una subasta un tanto adulterada– su valoración había ido cayendo, en los últimos años. De hecho, según señalaba el diario Financial Times, el remate medio de sus obras en subasta ha caído de las 800.000 £, con anterioridad a 2008, a las 44.0000 £, en 2011. Por otra parte, el índice de atención, en la medición de Artfacts, derivado de su trabajo, mostraba que después de una fuerte escalada en el ranking en el período comprendido entre 2007 y 2008, se ralentizo entre ese último año y 2011, donde vuelve a repuntar, posiblemente por efecto de la exposición retrospectiva en la Tate. Ya se sabe que, tarde o temprano, los rendimientos de la economía de la atención, que no exactamente los de la legitimación académica o institucional, acaba transformándose en beneficios dinerarios.
Lo cierto es que este tipo de operación no es, ni mucho menos, caso aislado. Un ejemplo doméstico donde la institución, o directamente un gobierno, organiza un dispositivo para relanzar, por distintos motivos, la carrera de una joven vieja gloria podemos encontrarla en el encargo por parte del Ministerio de Asuntos Exteriores, en 2007, a Miquel Barceló de la Cúpula de la Sala de Derechos humanos de Palacio de la ONU en Ginebra.
En todo caso, lo que resulta interesante de este caso tiene una dimensión más general. Consiste, fundamentalmente, en el hecho de hacer coincidir un evento deportivo de escala internacional con la retrospectiva del artista vivo internacional más cotizado, aunque no ande éste en su mejor momento de valoración. En definitiva, se trata de aunar la Industria Cultural con la Industria deportiva, demostrando que ambos sectores pertenecen, junto con la Industria Turística, al gran conglomerado de la Industria del Entretenimiento y, por supuesto, de la distracción.