«Salir a la calle y disparar al azar» es un proyecto de David G. Torres que reivindica la radicalidad y la intensidad como fundamentos del arte. «Salir a la calle y disparar al azar» recupera algunos momentos relacionados con la necesidad de ejercer un pensamiento inconformista.
Jueves, 22 de diciembre de 2005
de 20 a 22 h.
Calle Calabria, 71, sótano 1
08015 Barcelona
Salir a la calle y disparar al azar
con:
Tristan Tzara y El Hombre Aproximativo
Marcel Duchamp y A typo/topography of the Large Glass
Velvet Underground en All Yesterdays Parties
Chip Lord y Media Burn
Pau Riba
Jaimie Reid y Sex Pistols en No One Is Innocent
Dead Kennedys y Plastic Surgery Disasters
Please Kill Me. The Uncensored Oral History of Punk
Sonic Youth y Mike Kelley en Dirty
Liberatore y Tamburini con RanXerox
Dynebolic
Ignasi Aballí y alguna bolsa con polvo
Jens Hanning y Copenhagen – Bangkok
Antonio Ortega y Rufina, con Oscar Abril Ascaso y David G. Torres, con The Contestants, y con MoMu y NoEs.
Rubén Martínez y Chistes
El Perro y Lo importante es participar
Guy Richards Smit y Nausea 2
Anna Fasshauer
Martí Anson en Mataró-Montreal
y Alex Gifreu
David G. Torres,
presenta
Salir a la calle y disparar al azar
Me temo que declamar hoy una propuesta semejante a la de André Breton, considerando que el acto mayor para la realización plena del surrealismo consiste en salir a la calle y disparar al azar, provocaría parecidas censuras y vendría a ratificar un secreto a voces: que en cultura vivimos tiempos de ideas melifluas. Al menos estos tiempos tienen la virtud de que permiten delimitar los campos entre lo melifluo y lo radical. Y como no hay mal que por bien no venga, justamente son momentos en los que la unión entre arte y palabras como radicalidad, intensidad y pensamiento crítico dejan de ser el pleonasmo según el cual muchos entendemos el arte y cualquier práctica cultural, para ser el gran qué a reivindicar.
Salir a la calle y disparar al azar responde a la necesidad de reivindicar la radicalidad y la intensidad como fundamentos del arte. Y para ello recupera algunos momentos que tienen o han tenido que ver con ejercer un pensamiento un tanto inconformista.
Es evidente que la radicalidad y las nociones que a ella he asociado pueden verse como algo problemático. En cualquier caso, lo problemático no está del lado de lo políticamente correcto, ni tan sólo de una retórica política llena de compromiso social, ni agradará a los más recurrentes defensores de la exquisitez y, en fin, ni se alinea con lo convencional. Justamente, frente a semejantes convencionalismos que acechaban por un lado y por otro respondían Tristan Tzara y Hugo Ball desde un pequeño café en Zurich: el Cabaret Voltaire. Con muchos aspavientos y poca repercusión quisieron trazar los bandos, ellos de un lado y enfrente todos los que no hacen uso de un pensamiento crítico: «Hoy y con la ayuda de nuestros amigos de Francia, Italia y Rusia, publicamos este pequeño cuaderno que debe detallar la actividad de este cabaret cuyo objetivo es recordar que más allá de la guerra y las patrias, hay hombres independientes que viven otros ideales».
El deseo Dada, casi una necesidad, por ejercer un pensamiento independiente, crítico, lleno de sentido del humor y radical retumba como una conciencia. A ese retumbar responden algunos momentos en la cultura del siglo XX: es el rechinar de dientes que Greil Marcus recuerda de Johnny Rotten en Rastros de carmín, un libro cuya virtud es haber sido uno de los primeros en reconstruir una historia de afinidades que son un secreto a gritos. Malcolm McLaren y Jamie Reid recurrieron y citaron insistentemente esas afinidades: repitieron lo que habían visto hacer en París a los Situacionistas o en Nueva York a los New York Dolls, con una repercusión que no pudieron prever. Incluso los argumentos de Malcolm McLaren diciendo que en comparación con la realidad social inglesa los Sex Pistols no son ningún escándalo, suenan familiares.
Malcolm McLaren citaba a los situacionistas como una memoria que necesitaba reactivar. Así, un concierto de los Sex Pistols se parecía a un pase, en París, de una película en la que no hay nada a ver, con el público sintiéndose verdaderamente insultado; de la misma manera que esa nada recordaba a Hugo Ball recitando un poema sonoro en el Cabaret Voltaire; y todo eso se parecía bastante a un estallido revolucionario. Y sólo eso: parecerse a esos momentos en los que no hay reglas, o todo está por hacer y es posible reírse de todo. Tal vez, es esa la famosa utopía sin horizonte utópico: bajar la responsabilidad hasta el nivel del sótano.
Todo indica que para intentar reconstruir y actualizar la radicalidad y la intensidad en arte habrá que insistir en las afinidades, subir el volumen de ruidos familiares, traer a primer plano ese rumor sordo de algunos acontecimientos significantes y otros no tanto. Salir a la calle y disparar al azar es un recorrido por algunas de esas afinidades y por algunas filias personales. Unas porque se erigen en verdaderos momentos de intensidad, ahora quizá más fáciles de localizar por, precisamente, la distancia histórica, pero que contaron con pocos testigos recluidos en un café, en un cine o, tal vez, en un sótano. Otras porque tienen que ver con el desarrollo de un pensamiento independiente, crítico y lleno de humor. Otras más, por no respetar nada o por hacer las cosas con independencia y por la cara. Y, en general, por haber puesto en práctica la máxima de que se piensa en los extremos y se discute sobre los matices. Bien podría ser ésta una definición de radicalidad o, lo que es lo mismo, el rechazo a las medianías y a la cobardía de ideas. Puestos a equivocarse, que sea hasta el fondo.
Así que Salir a la calle y disparar al azar no pretende ser un tedioso proceso documental que devuelva todo a un tranquilo lugar en la historia y nos eche más toneladas de aburrimiento encima. Sino un intento por reactivar algunos pequeños momentos de intensidad, aunque sólo sea como conciencia que retumba. ¿A qué sino la recurrencia al espacio común de las subversiones?: el sótano.
Entre tanta idea meliflua y tanto tedio, todo ese ruido tan familiar viene a reclamar y recordar la necesidad de hacer algo porque se tiene algo que decir. Y esto ya no es un pleonasmo, sino una perogruyada, que sin embargo no se respeta. Aunque, tal vez para aquellos que tanto les gusta el juicio político y la clasificación entre problemático o afín al régimen, tenga algo de regreso al orden o unas gotas de liberalismo. Pero serán muestras un tanto extrañas: traídas de la mano de Chip Lord, Pau Riba o un hacker rastafari que vienen a rebatir la tendencia a hacer del arte y la cultura algo que desde su origen ya está institucionalizado, que antes de ser ya está dispuesto a ser historiado; y que, también, vienen a reivindicar la importancia de tener algo que decir más que el dónde decirlo, cómo decirlo o lo adecuado que sea.
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