Un Nuevo y Bravo Mundo/ Textos (2)

Diagnosis de los estados de excepción
por BEATRIZ HERRÁEZ
La rabia, el desencanto, la ira, la violencia, la agresividad o la muerte, cualquiera de las formas posibles del odio, han sido objeto de una cuidadosa catalogación como parte del proceso de asepsia e higiene ensayado en el presente. Archivada de forma minuciosa, la estética de lo negativo, se enfrenta a la peor de las perspectivas, la de su total invisibilidad y disolución a partir del detallado estudio y la clasificación de sus casos.


La diagnosis y la descripción escrupulosa de los hechos han sustituido de forma progresiva cualquier celebración. Y en el territorio del arte es algo escaso, casi imposible, dar con la espantosa risa del idiota, que en no pocas ocasiones fue el único modo admisible y efectivo de protección.Un insólito refugio ideado en los estados de excepción —hoy cotidianos.
Los discursos radicales en el arte han pasado de ser los lenguajes permitidos y premiados, a declaraciones oficiales que vienen a confirmar los vaticinios más desalentadores; aquellos que preconizaban que cualquier trasgresión estética sería anulada por la comprensión manifestada desde el respeto liberal paternalista hacia la práctica inocua de los otros, y su derecho a narrar. Tan sólo un ejemplo de los eficaces métodos de una realidad que detenta una inesperada capacidad de readaptación ante la crítica, e integra cualquier forma de contestación cultural consensuando de inmediato los valores que se pretendían hostiles. Las transferencias simbólicas operadas tradicionalmente entre arte y poder han alcanzado sus cotas de sofisticación más altas, basadas en los mecanismos más básicos —quizás en ello radique su éxito— haciendo de la práctica artística el camuflaje que consolida una posición social previamente alcanzada.
Las estrategias de legitimación recíproca entre cultura y autoridad se definen, en el presente, por la apertura estilística a todo tipo de connivencia ideológica. No se trataría siquiera de una táctica de ocultación o de mecanismo obscurantista alguno, sino simplemente de
la no-correspondencia entre la práctica artística y la ideología que la valida. Esta progresiva desideologización operada en el territorio del arte se ha desarrollado de forma paralela a la creciente hiper-ideologización de las obras y los discursos, con preferencia de los revolucionarios. Distintas muestras, catálogos y eventos recientes parecen justificarse exclusivamente en el revival continuo de términos
que, como el de «utopía», han sido vaciados de cualquier sentido. El uso indiscriminado de contenedores formales significados políticamente o el ejercicio perverso de la mimesis con herramientas y procesos entendidos como «alternativos» se presentan como elementos responsables de la desactivación de lo que un día se entendió como «subversivo». Un envoltorio estético que justifica el contenido o
la ausencia del mismo, y que es la coartada de prácticas y discursos que transforman la mera anécdota en algo supuestamente radical; cuando no de lo contrario, el convertir en trivial lo más complejo. Esta tolerancia extrema de lo que se ha venido a calificar como el chic de lo radical evidencia la existencia de un sistema basado en la ilusión de una libertad absoluta, que no hace sino enmascarar y confirmar la ausencia de una opción real, la imposibilidad de volver a escuchar, sólo un segundo, un rechinar de dientes.
Cuando la propia realidad es un paisaje aurático e intangible, la urgencia del momento se presenta como la verdadera utopía —y produce rubor volver a utilizar esta palabra. En este contexto simulado, el artista no puede conformarse con ser respetado en sus prácticas revolucionarias, ni con mantener intacto su mundo ilusorio. Puede adolecer de todo menos de responsabilidad, ya que si ésta se diluye desaparecerá también con ella cualquier autoridad. Una autoridad
que es la única insumisión posible, o por lo menos la más difícil de
integrar en un sistema donde las resistencias no son ya marginales, sino activas, toleradas, y aprobadas en las fórmulas privilegiadas de amar a la humanidad en general, para no tener que defender a nadie en particular. Protagonistas potenciales de esa subversión-subvencionada que describiría Rochlitz —»las subvenciones otorgadas a la creación, de carácter municipal, regional, nacional e internacional, han sido el equivalente de los progresos sociales adquiridos enel periodo de post-guerra y han fluctuado al mismo ritmo»— se encuentran en una posición incómoda. Y de nuevo parecen cobrar sentido afirmaciones como las de Benjamin cuando decía que; «no es suficiente con interrogar a una cierta teoría (o arte) acerca de cómo se declara respecto a las luchas sociales —uno también debe preguntar cómo funciona en esas mismas luchas».
Resulta difícil, que no imposible, controlar cómo se sitúa cada uno dentro de las «luchas» mencionadas. Es innegable que son muchos y complejos los factores que intervienen en el proceso que valida una obra u artista —también a comisarios y a críticos—, pero lo que de forma creciente ha incrementado el malestar y ha contribuido a la progresiva criminalización de la figura del artista —ya de por sí en una posición de fragilidad—, es la defensa arg√ºida por muchos en términos de inocencia frente a la propia práctica individual. Una coartada que remite a la salvaje afirmación de Brecht al referirse a los detenidos de Stalin: «cuanto más inocentes son, más merece que se les fusile», quien sin embargo, paradojas de la historia, ha
pasado a ser recordado como un personaje abanderado de la tolerancia.
No se trata aquí de salvar el mundo, ni de prevenirlo siquiera; ni de exigir un compromiso al artista o una pureza extrema —que no se da en otros sectores— y que vuelva a colocarlo en la posición del ingenuo. Tampoco de retomar debates estériles de oposición forma-contenido, ningún discurso bienintencionado sustituye al de la validez estética. Pero sí de restituir la idea de que una obra de arte aspire a ser políticamente crítica y estéticamente válida. Porque en el espacio higiénico y aséptico del presente, donde cada vez es más frecuente la ratificación de propuestas satisfechas con enunciar los hechos, es casi seguro que cualquier desconcierto, contagio o infección, vendrán dados desde contextos ajenos al de la práctica artística.
En este sentido, el importante desafío que la mercancía ha lanzando a la obra de arte radica, justamente, en la asimilación de las competencias del arte por un mercado específico que ha comprendido con exactitud el valor de cambio de lo exclusivo y lo inaccesible. Son muchos los argumentos que confirman la existencia de un riesgo asociado al objeto poseedor de lo inmaterial, de una amenaza inherente al territorio de la imagen, a su no neutralidad. Un poder potencial que cristaliza en la museización y comercialización
progresiva y frenética de los lenguajes más radicales, y que
enmudece y se ahoga en estas mismas estancias.
Y será precisamente en la re-apropiación de ese territorio de irrealidad —usurpado y rentabilizado por elementos extraños— donde resida la posibilidad de rehabilitar la capacidad crítica del arte y la autoridad del artista. En la voluntad de emancipación de las obras —de su dimensión de proposición frente a la opción de diagnosis y de mera constatación de certezas—, y en la ocupación de ese vacío expoliado y de las áreas de ilusión de este mundo «desencantado» anunciado tiempo atrás. Los únicos espacios donde escuchar, de nuevo, esa risa del idiota silenciada.
Porque serán estas tentativas, a pesar del posible-probable fracaso al que se enfrentan, las únicas conscientes y responsables de la contradicción flagrante en la que se sitúa la obra de arte respecto a sus sistemas de difusión y exposición, respecto a la posición que legitiman. Las únicas con autoridad suficiente para provocar el extrañamiento y el malestar; los síntomas olvidados del consumo de un odio sin destilar.

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