Luis Navarro
Nos abrazamos a nuestros conceptos como si aferrásemos la verdad: somos incapaces de vivir a la intemperie del sentido. De forma que no vemos en la realidad sino límites y condiciones. Cuando esta realidad nos muestra sus perfiles más ariscos, menos cómodos de habitar, somos capaces de imaginarla más bella y más justa. Acumulamos historia, conjugamos ideologías o nos entregamos a las ilusiones del sentido eterno que siempre prevalece. Y si en esta búsqueda, que suele emprenderse a partir de los fragmentos de una primera decepción, casualmente nos fulmina una idea, luchamos por ella, nos hacemos militantes, la sacrificamos en el campo de batalla del concepto. En el extremo de este despliegue sustitutorio, como militante ideal, se encuentra el fanático: si nada viene a desengañarnos, lo que nos permite salir a flote pronto se habrá convertido en un buque de guerra.
Hasta la modernidad se vivía en esta confusión interesada entre verdad absoluta y relativa. Los sistemas de dominación se basaban en la posesión indiscutible de una «verdad», aunque tal criterio universal no expresase sino relaciones de fuerza nítidamente establecidas. Existía una sustancia cultural definida a la que se hubiese podido atacar de concebirse algo fuera de ella y que no resistió los primeros signos de aceleración histórica. La secularización, la generación de un ámbito político de discusión, el enfrentamiento a otras culturas y su efecto de relativismo, y sobre todo la proliferación incontenible de mediaciones, signos, imágenes, copias y simulaciones pusieron en tela de juicio este orden místico del conocimiento y la propia noción de verdad. Se denunciaron sus límites, su cojera para seguir el curso desatado de las novedades, su particularismo étnico y de clase, su existencia virtual, su identificación con el poder, para acabar cuestionando su necesidad: no existiría más esencia que la que pueden aprehender nuestros esquemas conceptuales, no siendo éstos sino formas de codificar y reformular el mundo (en definitiva de dominarlo) o de regular las relaciones entre individuos sociales (de sancionar o cuestionar los modos vigentes de dominación).
La efímera postmodernidad quiso ser el canto del cisne de la verdad, al establecer con toda certeza su desaparición. Fue el pensamiento de la época del espectáculo el que enterró en mil revoluciones formales la idea eterna de revolución.
Ahora bien, es a partir de esta defección histórica de la verdad como ésta puede manifestarse con mayor esplendor y violencia. De los dogmas de un escéptico y de las premisas de un cínico podemos deducir con toda consecuencia la existencia paradójica de la verdad, si sabemos servirnos de la lógica integral de un «loco». Para Platón la verdad es lo único que tiene existencia propia, no existiendo la falsedad o el error más que como falta o carencia de verdad. Lo que constituye sin embargo una obviedad para todo pensamiento crítico es esa falta o ausencia: como ignorancia, como mentira positiva y como verdad parcial del poder. Benjamin tuvo como condición de su reflexión este carácter paradójico de la verdad: nadie la conoce, y hemos de extraer la razón de su existencia absoluta a partir de lo imperfecto y contingente en que se revela.
Esto no significa que ningún sentido esté establecido de antemano ni solamente que deba ser «construido». La verdad no se deriva de nuestras ilusiones ni tiene por qué alentarlas. Al sentido parcial que se establece como absoluto y a la reducción al sinsentido en la que se aventura el mundo moderno Benjamin opone una verdad que no se deja poseer por nadie ni aprehender por concepto alguno, no por alguna suerte de insuficiencia del lenguaje o del conocimiento humano que pudiésemos solventar refinando nuestro método o nuestro discurso, sino debido a la propia naturaleza intencional de ambos: la verdad rehuye toda intención, y cuando se manifiesta, la disuelve. Se expresa en el que habla no por lo que dice, sino allí donde éste se traiciona, y sólo se despliega inocentemente cuando no suscita interés y cuando ningún interés la suscita. Esta verdad inaccesible no se intuye más que como el negativo de toda afirmación de poder y como crítica de la pretensión del concepto. Y todo discurso que la tenga por objeto es crítica de la dominación.
Hoy hay mil cosas mejores que la verdad. Todo se ha hecho preferible a esa consistencia violenta. ¿Quién escucha el murmullo silente de la verdad en medio de la revolución de las comunicaciones? ¿Para qué la queremos cuando podemos elegir entre conceptos a medida? ¿No es algo perteneciente al viejo tiempo? ¿No se escucha decir que el carácter único de la verdad es incompatible con la «democracia»? Como no se reconoce sustancia alguna a la verdad, resulta fácil olvidar que el contenido de la democracia es irrepresentable y subsumir la dimensión trágica de la comunicación en una tolerancia indiferente o en una negación puramente estética. Estas representaciones cuya eclosión vivimos no sólo desarrollan cada una su propia dinámica expropiadora; en ellas confluyen poderes concentrados y específicos: esa es la «verdad». Aunque han cambiado los dioses, ella no ha cambiado gran cosa. Y el discurso que la tiene por objeto sigue siendo crítica de la dominación en sus nuevas formas.
El discurso sobre la verdad no puede ser sino crítico. Lo que se critica es la dominación. Una crítica radical de la falsedad realizada debe asumir las siguientes determinaciones: el supuesto de que la verdad existe, la certeza de que nadie la posee, y una desconfianza sistemática hacia todo el que quiera «tener razón».