Arte y propaganda, por Milton Glasser

Casualmente han publicado en la web de la AIGA un texto de Milton Glasser, reputado diseñador de nivel internacional cuya actividad reciente despliega gran contenido social, en el contexto de un seminario sobre propaganda. Digo casualmente porque hace una incipiente y ligera autocrítica («Como cualquiera involucrado en el negocio de la comunicación, a menudo me encuentro confundido por si soy un agente de propaganda»), cuestión que explícitamente le reprochaba al final del texto «Il dolce far niente» y de forma genérica en «El diseño es malo«.
El texto de Glasser está plagado de incorrecciones. Su idea del arte se hace inverosímil por la simplicidad casi infantil y su idea sobre el sistema cognitivo parece, más que nada, producto de la intuición. No obstante, lo que queda es un alegato en contra de la propaganda, que nunca viene mal.
He traducido el texto para propagar el mensaje ideológico y contaminar las vulnerables mentes de los hispanohablantes. Tengan cuidado con las patrañas.


El 15 de febrero, Milton Glasser dio una conferencia en «Donde la verdad Miente: un simposio sobre la propaganda hoy», patrocinado por la Escuela de Artes Visuales. Lo que sigue es su transcripción.
Algunos años atrás estuve en Fez, Marruecos, con mi mujer, Shirley, contratamos un guía y fuimos escoltados a través de la medina. La parte antigua de la ciudad con 160.000 habitantes sin teléfono. Aunque nuestro guía nos aseguró que podía llegar a cualquiera en dos horas por el boca a boca. Paramos un momento a mirar en un patio interior a través de una puerta abierta donde unos 50 chicos de entre cuatro y cinco años estaban sentados en el suelo leyendo en voz alta.
«¿Durante cuánto tiempo van estos chicos a la escuela?» Pregunté al guía.
Generalmente, dos o tres años. Después, la mayoría irán a trabajar.
«¿Qué estudian?» Pregunté.
«El Corán»
«¿Nada más?»
«No»
La memoria de esta conversación y escena me ha perseguido desde hace 25 años. Aquellos pobres chicos nunca tendrán la oportunidad de cuestionar sus propias creencias y podrían no comprender nunca cómo esas creencias han sido sistemáticamente machacadas en sus cerebros.
Cada cultura tiene su propia forma de adoctrinamiento a sus ciudadanos. En nuestra cultura el adoctrinamiento sucede a través del uso de la publicidad, la televisión, escolaridad y la forma en cómo son transmitidas las noticias. Este adoctrinamiento es tan difícil de identificar que se vuelve esencial preguntarse sobre las creencias que más valoramos.
Vivimos en un océano de persuasión, mayormente implacable e invisible. Una vez me describí haciendo una ensalada griega para mi esposa y para mí en un día cálido de primavera en el campo. Después de cortar los tomates cebollas, pimientos y pepino encontré un paquete de queso feta francés en la nevera que añadía dentro del bol. Miré la parte trasera del paquete. Se leía: 70 calorías por ración. Debajo, en letra pequeña, se leía: número de raciones por paquete-7. Yo había añadido 500 calorías a nuestro modesto desayuno.
¿Cómo puede una cucharada de feta ser una ración? Cualquiera aquí y ahora sabe lo que pasa. Es tan trivial, tan banal que no parece digno de mención. Por supuesto debí prestar atención y leer la etiqueta antes de verter el feta en la ensalada. Multiplica este evento trivial un millón de veces y empezarás a comprender la constante e implacable subversión de la realidad actual.
Como cualquiera involucrado en el negocio de la comunicación, a menudo me encuentro confundido por si soy un agente de propaganda. El ejemplo más obvio de mi interés en la persuasión es una serie de chapas que he creado para La Nación
—la revista, no el país.
Hace un rato he consultado la definición del propósito del arte. Me he cruzado con una que me ha gustado; de hecho, me ha gustado tanto que la he usado para el título de una película sobre mi trabajo. Es de Horacio, el filósofo y crítico romano, que escribió, «El propósito del arte es informar y deleitar». He estado pensando en el propósito del arte toda mi vida y Horacio me ha ayudado a llegar al entendimiento. El arte es un mecanismo de supervivencia para la especie humana. De otro modo, no podría haber durado tanto.
Pero ¿cómo opera? ¿Cómo nos afecta? En primer lugar nos hace atentos a la realidad de nuestras vidas. Las primeras pinturas rupestres volvían la atención de sus espectadores hacia el espíritu y el carácter de los animales de los que dependían sus vidas. Sesentamil años más tarde el Guernica nos hace conscientes de cuan cruel puede ser la muerte de un inocente. Picasso y Cezzanne nos ayudan a comprender que las cosas pueden ser vistas desde distintos puntos de vista al mismo tiempo. Cuando pasamos por un paisaje y pensamos en cuánto se parece a una pintura de Cezzanne, nos hacemos conscientes acerca de cómo vemos un paisaje. Picasso y Seurat se anticiparon e iluminaron la ciencia del S. XIX, demostrando que un paisaje es una acumulación de colores fragmentados en el espacio. El arte podría ser la única verdad que nunca hayamos conocido.
La experiencia del arte puede ser considerada una forma de meditación. Por la supresión de los desechos de la vida cotidiana y la ilusión que crea el deseo, la meditación nos permite observar sin juzgar. En este sentido, lo que se vuelve visible es real para nosotros.
Recuperando la descripción del propósito del arte de Horacio, que dijo, «informar y deleitar», no «persuadir y deleitar». Informarnos nos hace más fuertes. La persuasión nos quita la posibilidad para observar cosas por nosotros mismos. La propaganda no puede ser descrita sin este enlace a la persuasión.
La propaganda no es necesariamente una mentira, pero afecta a nuestro sistema neurológico y al cerebro en el mismo sentido. Determina nuestra habilidad para comprender nuestra propia realidad. Nos hace más infantiles y dependientes. Sustituye nuestra propia percepción por una autoridad ajena.
No todas las creencias son manufacturadas culturalmente. Una gran parte de lo que creemos parece venir de de un código de moral universal que está genéticamente programado en cada ser humano. Estas son:
No hacer daño a los demás.
Equidad.
Lealtad y solidaridad compartida con tu grupo.
Respeto a la autoridad.
Miedo a la contaminación o celebración de la pureza.
Cada sociedad y sistema político enfatiza las partes de esta construcción moral que sirve a sus propias necesidades. Mi indignación moral y la actividad anti-administración puede, de hecho, derivar más del miedo a la autoridad que de otra motivación. Aquellos en la derecha no tienen problemas con la autoridad, pero están siendo conducidos por asuntos como el matrimonio entre personas del mismo sexo, que es contaminante. Por otro lado, mis padres, que serán cualquier cosa menos derechistas, se horrorizaron cuando les dije que me había comido una almeja.
La propagando no solamente inhibe nuestro sentido de la realidad, frecuentemente nos empuja a actuar contra nuestros propios intereses. Lo hace afectando a la parte primitiva del cerebro que no está afectada por la lógica o la conciencia pero responde a imágenes o símbolos.
La corta historia reciente de la administración Bush ha demostrado este principio. Utilizando el miedo y la repetición sin fin el gobierno ha subvertido nuestra mitología y carácter y ello ha desembocado en que la gente americana ha aceptado una draamática erosión de sus derechos civiles, quizá, más espantosamente, la aprobación de la tortura. Tristemente, el fenómeno no es único. De hecho, puede ser la inevitable narrativa de la civilización humana. La intersección del miedo y la persuasión ha creado el mundo que conocemos.
La habilidad de la mente para alterarse a sí misma es la fuente de la libertad humana. La información expande su capacidad de la mente para cambiar. La persuasión limita esta capacidad.
Las creencias deben ser levemente celebradas porque ciertamente son frecuentemente enemigas de la verdad. O, por otro lado, para liberarnos de la insidiosa garra de la propaganda podemos seguir el ejemplo del científico y psicólogo William James, que dijo amar más las perguntas que las respuestas.

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