Texto de Rogelio López Cuenca, sobre el turismo y la inflación museística, tomando como caso de estudio la ciudad de Málaga
EL ELEFANTE BLANCO Y LA MARABUNTA
¿Tantas cosas han muerto, que no hay más que museos?
d’après Rafael Alberti
La víspera de la inauguración de la XXXV edición
de la Feria Internacional de Turismo, Fitur,
que anualmente se celebra en el Instituto
Ferial de Madrid, Ifema, el Ayuntamiento de Málaga
ofreció su ya tradicional recepción
a las autoridades, tour operadores, agentes de viajes,
directores de las oficinas españolas de turismo (OET)
en los principales mercados del mundo
y empresarios turísticos. Durante el evento, el alcalde
declaró que Málaga “es el destino más dinámico de España,
con una oferta cultural única
y en continuo crecimiento”.
Las referencias al dinamismo, a la singularidad
y al crecimiento continuo forman parte de la retórica básica
de autocelebración del sistema capitalista desde sus orígenes; su extensión
al mundo de la cultura es más reciente: pertenece a la panoplia
conceptual de su variante neoliberal, y ha gozado de una enorme
aceptación por parte de los gestores de lo público. De ello da fe el lema
con que el Ayuntamiento de Málaga acudía a Fitur 2015
y que amalgama, con el recurso a la polisemia propio
de la publicidad comercial, los términos capital y cultura:
“Málaga, donde la cultura es capital”.
En España se da la paradoja de que la incipiente instauración
de algo mínimamente parecido a una precaria sociedad del bienestar
prácticamente coincide con la crisis del capitalismo industrial
y la exigencia de su progresivo desmantelamiento
mediante políticas de privatización de bienes y servicios públicos,
entre ellos, la cultura
que queda subordinada a su rentabilidad económica: lo que conlleva
a su vez el desarrollo de una cultura macdonalizada, es decir, caracterizada
a grandes rasgos por la previsibilidad, la uniformidad y la automatización.
La aspiración es una ideal “eficacia”, que todo esté
bajo control: que en los museos, por ejemplo, el sentido
de la visita esté claramente señalizado
y rigurosamente calculada su duración, para que no se pueda
sobrepasar un determinado tiempo en cada sala
ni se pueda volver atrás, ya que el siguiente grupo viene empujando
y no puedes ir a contracorriente… como en la cadena de montaje
de una factoría fordista.
Como en Tiempos Modernos.
Como Charlot.
Esa mecanización, naturalmente, no es un fenómeno
que quede restringido a los museos ni al mundo
de la cultura. El modelo es, evidentemente, el del turismo masivo,
que no es tampoco sino una variante aplicada a un segmento específico
del consumo.
El consumo, y no la producción, es el eje y el núcleo
del capitalismo contemporáneo.
Y el consumo se motiva mediante la continua excitación del deseo,
un deseo que ha de ser, a su vez, sistemáticamente frustrado,
situando constantemente un poco más allá la prometida
satisfacción: exigiendo de nuevo un esfuerzo más para alcanzar
la siempre postergada felicidad.
Acumular objetos y experiencias, con preferencia por la cantidad
en lugar de una cada vez menos discernible calidad -por más que
otro tópico recurrente sea el de la aspiración a un pretendido
“turismo de calidad”,
tropo eufemístico para definir al “de mayor poder adquisitivo”,
o sea, una cuestión
de cantidad.
Cuando las gestión de la cosa pública no tiene otro modelo
que el mercado mismo, cuando no se mueve
por otra finalidad que la de recuperar lo invertido e incrementar
el margen de beneficios, no hay más que hablar sino de cantidades.
Cantidades contantes y sonantes: desde el número
de turistas al número de museos, o al número
de visitas de turistas a cada uno de los museos, o al número
de cruceros atracados, o al número del número del número.
La ciudad, el entorno urbano –que a día de hoy representa
para la humanidad “la tentativa más coherente y, por lo general,
más satisfactoria de habitar el mundo-, se ve empujada
por el desarrollo del capitalismo globalizado a una situación
de competencia y enfrentamiento interurbano por convertirse en foco
de atracción de capital, de inversiones, de nuevos habitantes,
de valores añadidos, fondos públicos, infraestructuras de transporte
y conexión, tanto física como simbólica, y eventos
que singularicen y focalicen la atención del mundo,
por lo menos durante un periodo concreto.
Uno de los elementos fijos en la agenda por devenir “global”
de las ciudades es la construcción de proyectos “emblemáticos”
como parte de la regeneración de su imagen.
Por norma, estos proyectos aparecen vinculados
a lo que actualmente se conoce como cultura: desarrollo del sector
de las industrias culturales y estrategias de consumo
a través de la promoción y creación
de la imagen de la ciudad: el “city marketing”.
La propia recurrencia del término “marca”
para referirse a la ciudad (la “marca Málaga”) denota ya
la imposición de una idea propia de la gestión de lo público
considerado como mercancía, y la aceptación y “naturalización”
de la omnipresencia del mercado como principio rector
de la gestión del territorio, o mejor, de su marca,
que se maneja mediante folletos y videos publicitarios.
“Marca” también alude directamente a la competencia
por “situarse en el mercado”: en esas lucha entre ciudades
por atraer al “turismo” -se dice, abreviando-,
pero en esa búsqueda de capitales los gastos propios del turista son
lo de menos: la parte del león son las inversiones en construcción
de infraestructuras y en transporte. Así, el actual boom museístico
de la ciudad no difiere en esencia de la burbuja inmobiliaria.
En un video promocional destinado a la ya mencionada feria
de turismo, Fitur, en enero de 2015, se recogía una cronología
de los museo locales malagueños:
1998, Casa Natal de Picasso
2003, Museo Picasso Málaga
2007, Museo del Patrimonio Municipal
2008, Museo del Vino
2009, Museo del Vidrio
2010, Museo Automovilístico
2010, Museo Revello de Toro
2011, Museo Carmen Thyssen
2013, Museo Interactivo de la Música
2014, Museu Jorge Rando y Casa Gerald Brenan
2015, Centro Pompidou, Museo Ruso y Museo de Bellas Artes
Pero en anteriores ediciones, sin tantos melindres,
se llegó a publicitar una lista de varias decenas,
dando por buena la autoproclamación unilateral como “museo”
que cada cofradía de Semana Santa había hecho
del display de su “colección”.
Lástima que otro singular museo no aparezca tampoco
registrado: el llamado“de las Gemas” o Art Natura,
Museo mundial de las gemas. Art Collection,
con breve sede en el edifico de la antigua Tabacalera
–donde ahora va a abrirse el el Museo Ruso-,
cuyas obras comenzaron en 2008 y, aunque su apertura estaba
programada para 2009, no se abriría al público sino hasta 2012,
y solo durante unas horas, ya que a falta de permisos
y por deficiencias de seguridad,
se decretó su cierre. Y hasta hoy.
Coste de la operación: 5,1 millones de euros.
Hubo otro museo, que nunca llegó a ser, que se anunció
como Museo del Turismo, en la antigua posada
de San Rafael, en Puerta Nueva,
y que se quedó en sede de la empresa pública
Turismo Andaluz S.A. (TURASA), adscrita
a la Consejería de Turismo de la Junta de Andalucía.
Y también reaparece, nasciturus,
de temps en temps, la propuesta de un Museo del Relax,
que estaría dedicado al turismo y la industria del ocio,
especialmente en torno a la que se considera su “edad de oro”
en la Costa del Sol, en el empalme
entre los años 50 y 60.
Relacionada con la “España de
charanga y pandereta”, y más concretamente con aquella
“devota de Frascuelo”, existe en el interior
de la plaza de toros de la Malagueta
el Museo Taurino Antonio Ordóñez, que incluye obras
de autores como Goya, Picasso, Benlliure o Barjola.
Y precisamente en el edificio donde estuvo brevemente
el Patronato Provincial de Turismo, en Plaza del Siglo,
abre desde febrero de 2015 sus puertas el Centro de Arte
de la Tauromaquia-Colección Juan Barco, también con obras
de Goya, Picasso, Benlliure o Dalí.
Y hay otro museo nonato, que se iba a llamar Museo del Transporte,
que se anunció en 2006 que iba a construirse en los terrenos
(250.000 metros cuadrados) que ocupaban las instalaciones
militares del conocido como Campamento Benítez,
e iba a costar en torno a 300 millones de euros, según adelantó la ministra
de Fomento, Magdalena Álvarez, quien, para referirse al futuro museo
y a su importancia y trascendencia, no dudó en acuñar un epíteto
digno de la posteridad: “el Picasso
del transporte”.
La compulsiva creación de museos, la obsesiva musealización
característica de nuestro tiempo –pues nunca antes se había conocido
nada parecido- se ha querido
relacionar con el miedo a la vertiginosa velocidad
con que las cosas que nos rodean
devienen obsoletas o desaparecen: y como no estamos
preparados por la naturaleza para enfrentarnos sin descanso a nuevas
oleadas de cosas no familiares, intentamos mitigar esa inseguridad
aferrándonos a las certezas de algo permanente, que persista.
Pero más allá de esa explicación (el anclaje simbólico
que proporcionarían a la comunidad el hecho
de contar con estas boyas de durabilidad) estos museos
no tienen como objetivo satisfacer necesidad alguna
de la ciudadanía sino generar beneficio económico
extrayéndolo del flujo turístico.
Su atención se dirige a este tipo específico de transeúnte
–ajeno en principio a la ciudad, aunque la expansión de la mancha urbana
y su división en áreas destinadas a usos específicos
(residenciales, industriales, de ocio)
ha dado lugar a que la mayoría de los habitantes de la ciudad
vivan en esas zonas residenciales periféricas,
por lo que visitan el antiguo centro
con la misma actitud y expectativas que el turista foráneo,
como turistas en su propia casa.
Para el proyecto Felicidad Museística
se ha hecho una selección de museos –qué remedio: el recuento exhaustivo
se revela imposible- pertenecientes casi todos a la variedad
más clásica, los “de arte”. Los comentamos:
El más antiguo y, paradoja, a la vez, todavía por ver la luz
tras 17 años cerrado, es el Museo de Bellas Artes, que va a integrar
el Museo Arqueológico. Este está constituido a partir de la colección
particular de los marqueses de Casa-Loring, iniciada por hallazgos
arqueológicos realizados en fincas de su propiedad,
y fue aumentada de golpe con la compra de colecciones completas
de familias aristocráticas en decadencia, caso de la del museo cordobés
de Villaceballos. Las motivaciones coleccionistas del Marqués
de Casa-Loring no son ajenas a los beneficios económicos
de la compra-venta de esos objetos (que acabarían siendo
adquiridos, algunos, por ejemplo, por el Museo Arqueológico Nacional).
El marqués acumulaba su colección
en su finca de recreo de La Concepción, donde se había hecho
construir el llamado Museo Loringiano.
El museo Arqueológico de Málaga se inauguró en 1947
y se encontraba en el interior de la Alcazaba
-genial remake modernoy orientalizante de un edificio
medieval, del que quizá no se ha escrito lo bastantey
permanece embalado desde 1996. El de Bellas Artes
se fundó en 1915 y, tras sufrir varias mudanzas, fue
a parar en 1961 al Palacio de Buenavista,
de donde será desalojado en 1997 (desde cuando también duerme embalada
su colección) para dejar sitio a las obras del futuro Museo Picasso.
Está previsto que ambos abran sus puertas en 2015, en el antiguo
palacio de la Aduana, donde, además de los museos citados,
en las dos primeras plantas-más la tercera para biblioteca,
talleres y aulas-, y como corresponde a un museo postmoderno,
el ático y las terrazas se dedicarán a “restaurante
y sala para espectáculos”.
En la apertura, el año 2003, del Museo Picasso en la antigua sede
del Bellas Artes, convenientemente corregida y aumentada,
hay unanimidad en localizar el punto de partida del proceso
de reinvención de la identidad local en torno a la picassización
de Málaga, y a la inversa, la malagueñización de Picasso.
Esta configuración imaginaria de la que se autonombrará “Ciudad genial”
no se puede entender sin el sustento teórico del concepto de “cultura
del simulacro”, presente ya en las primeras tentativas
de recuperación picassiana iniciadas mucho antes
y de las que se dan cumplida cuenta en la Casa Natal de Picasso,
pero sin la trascendencia en términos de explotación comercial
que comportará el museo. Por más que el Picasso, buque insignia
de la refundación de la ciudad en torno al turismo “cultural”,
no haya alcanzada ni la mitad de las expectativas,
en términos de visitas: ni 400.000 anuales, del millón prometido.
Meses antes, ese mismo año, 2003, abre
el Centro de Arte Contemporáneo de Málaga,
inaugurado, en lo que con el tiempo adquiere aires de augurio,
por los Duques de Palma, Cristina de Borbón
e Iñaki Undargarín. El centro es gestionado por una empresa
privada con una falta de transparencia solo comparable
a los modos en que los gobierna el director de una y otro,
Fernando Francés, que va extendiendo progresivamente
su presencia en todo lo que en el ámbito
del arte contemporáneo sea susceptible
de generar dividendos, en la capital y en la provincia.
El edificio que ocupa el CAC fue concebido
y utilizado como mercado de abastos, lo que parece pesar
también en su sino, pues su programación no parece atender a otro norte
ni criterio que el mercado mismo: más parece la lista de lo más vendido
que otra cosa, el hit parade del mercado del arte.
Como haría una galería privada.
Solo que con dinero público.
Y lo mismo se podría decir del Museo Carmen Thyssen,
si no fuera porque el oropel que rodea al personaje
que le da nombre desprende
tantos destellos que casi no hay manera
de centrarse en otros aspectos
también dignos de reseña: desde la cacicada inaugural
con despedida/dimisión de la dirección, y dedazo ad hoc;
pasando por el carácter rehén de la colección,
siempre sujeta a renegociación y bajo amenaza
de mejor postor; y terminando por la colección
de estampas costumbristas –toscos precedentes
del souvenir más kitsch.
En el caso del MUPAM, el Museo del Patrimonio Municipal,
se da la circunstancia de que su nombre evoca –malgré lui,
ya que es difícil imaginarse que quien así lo bautizó
lo hiciera con intención de escarnio- el hecho
de que se asienta precisamente
en el mismísimo lugar del crimen, en el solar
de una de las mayores fechorías perpetradas
contra el patrimonio de la ciudad: como culminación de un proceso
de deterioro motivado por su concienzudo abandono durante décadas,
el barrio de la Coracha –un singular documento cultural y arquitectónico
fue demolido a mayor gloria de la alcaldesa Celia Villalobos.
Antes de inaugurarse se le llamaba Museo de la Ciudad –lo que hizo a algunos
ilusos fantasear con algo similar al CCCB de Barcelona
y se abrió al público sin necesidad de que tal “museo” tuviera
dirección, proyecto ni colección, con una exposición de obras prestadas
por Aena (Aeropuertos Españoles y Navegación Aérea, en aquellos tiempos
en manos del ministro Álvarez Cascos, tan amante él del arte).
La exposición se subdividía, por plantas del edificio, en: abstractos, figurativos
y “últimas adquisiciones, casi todas compradas en la pasada edición de ARCO”;
rigor que culminaba con un Botero expuesto en las inmediaciones del edificio.
Y, salvo alguna rara excepción, ese es el tono.
Con una clarividencia digna de encomio
uno de los proyectos de Felicidad Museística
se propone trabajar sobre el Museo Martín de Larios,
un museo que no existe; que todavía no existe, pero que puede,
en cualquier momento, en cuanto la chispa prenda en algún cráneo
privilegiado, ser realidad –que, en cuanto a museos, en esta ciudad
no se puede decir no hay tal lugar ni non plus ultra-.
El que sería nombrado por Isabel II, primer marqués de Larios
es el patriarca de una casta de comerciantes e industriales
(textil, seguros, sal, bodegas y vapores)
adinerados ennoblecidos por los borbones, que llegarán a convertirse
en banqueros poderosos a través del tejido de una red mercantil-familiar
basada en la estrategia de enlaces matrimoniales entre los vástagos
de los clanes de empresarios.
Que muriera en París, en 1873, en el exilio
al que le llevó la Revolución Gloriosa,
tras salvar la vida por muy poco, perseguido
por sus propios obreros, da una idea aproximada
de que la consideración hacia su persona y méritos
distaba en su tiempo de ser unánime.
Por lo que respecta al Museo Ruso –una “selección” de obras
de la colección del Museo estatal de arte ruso
de San Petersburgo- nos encontramos,
por una parte, con el indiscutible carácter “macdonalizado”
de ciertos nombres familiares al aficionado mid-cult,
productos que, ostentando ciertos rasgos de la alta cultura
son fácilmente susceptible de adaptarse
al consumo masivo. “Marcas” como Kandisnsky, Tatlin, Chagall,…
que al que más y el que menos algo le suenan.
Y por otro lado, la extravagancia exótica de la pretensión
de esperar que el aterrizaje en masse de una serie de ovnis con la firma
de Vereschagin, Repoin, Levita, Venetsianov o Brulov
vayan a “convertirse en el foco cultural más importante del oeste de Málaga,
en unos distritos con más de 200.000 habitantes”. Tan excéntrico todo
que lo más probable es que seguramente se trate de otra cosa
que todavía no alcanzamos a comprender.
En un lugar que podría ser escenario de una saga
que se titularía Del Carrefour al Pompidou
se va a abrir la primera franquicia fuera de Francia
del Centre Pompidou, en un lugar emblemático
de ese tipo de arquitectura concebida como imagen,
como icono del “ya se verá qué” característico
de esas operaciones de privatización de espacios públicos,
como ha sido la transformación del llamado Muelle Uno
del puerto de Málaga en un centro comercial.
Bajo esta perspectiva, el proyecto de sala de exposiciones
que se plantea parece diseñado a fin de su inclusión
en los paquetes turísticos, para que los cruceristas
no tengan ni siquiera que salir del puerto.
Viendo siempre lo mismo que en cualquier otro sitio.
Sin que haga falta saber ni dónde están.
Sólo el Cubidú y el Museo Ruso se llevan ocho millones
de euros al año, ocho millones de dinero público.
Y las obras de acondicionamiento del edificio han pasado,
a un mes escaso de su inauguración, de los 3,83 millones
de la adjudicación, a los 6.7 millones de euros.
Sobre todo si se piensa en la provisionalidad del proyecto
-en la que la casa madre de París ha insistido
hasta la saciedad: el contrato es por cinco años, cincoparece
que una foto inaugurando un museo, o similar,
ante las inminentes elecciones
no tiene precio. Se paga lo que sea.
El franchising cultural consiste en el alquiler
por parte de museos prestigiosos
de parte de los fondos que no exhiben, obras de segunda fila
(o de segunda para atrás) que no tienen la oportunidad
de mostrarse, ya que el turismo masivo acude a ver
las obras maestras, las mismas de siempre.
Pero Louvre o Pompidou son marcas registradas como Prada o Gucci,
e igual que las grandes marcas de alta costura tienen una línea
de byproducts destinada al consumo popular
–perfumes con su nombre, por ejemplo, mediante
los que las grandes marcas de la alta cultura ofrecen
la oportunidad de disfrutar del capital simbólico asociado
a obras menores que no por ello
dejan de lucir cierto aroma afín al de las obras maestras.
La figura del franquimuseo la inaugura el Guggenheim-Bilbao
en 1997 con un alto grado de éxito en cuanto a la transformación
de la ciudad en un objetivo de visita turística.
A partir de ahí, el museo-fetiche se convierte
en el sueño húmedo de todo político aspirante
a pasar a la historia sin derramamiento de sangre.
Los elementos básicos son mínimos: un arquitecto estrella,
un edificio-espectáculo y una programación midcult
y de tirón mediático.
Por ejemplo, puestos a exponer “algo” conceptual,
una exposición de Yoko Ono, que quién no la conoce.
O una exposición de Armani
(que quién no tiene una camiseta, aunque sea falsa),
o de motos.
Guggenheims hay, además de la casa matriz neoyorkina
y en Bilbao, en Venecia y en Berlín
y en Abu Dhabi, en los Emiratos;
y aunque fracasó en Las Vegas -nadie es perfecto- trabaja
en una sede para Guadalajara (México)
y, por supuesto, Shanghai y Hong Kong.
El Lejano Oriente y Oriente Medio son mayoritariamente
los polos de atracción de estas operaciones, que no dejan de tener
cierto regusto colonial: anteriormente el sistema encubría su carácter
depredador mediante la idea de exportación
de modernización vía desarrollo tecnológico,
y antes, mediante la retórica de la evangelización.
El otro, sea el salvaje, el ignorante o el subdesarrollado
-o el periférico del Sur- no tiene más remedio
que incorporarse, de una manera u otra, a una modernidad global
definida por los viejos imperios coloniales.
Y no deja la memoria de evocar la escena tópica
del timo del intercambio
de oro por cuentas de vidrio.
Es una constatación dolorosa del síndrome
del colonizado, que ha asumido su inferioridad,
su incapacidad, y se ve obligado a importar
la “verdadera cultura”,
lo que de verdad importa y vale.
El acto final de esta tragicomedia es que esa obsesión por diferenciarse
para así atraer inversiones vinculadas a la industria turística,
esa carrera por la distinción recurre, en todas partes a los mismos recursos
que ya hemos señalado: arquitectos-estrella, edificios emblemáticos
y marcas de prestigio…, concluyendo
en una homogeneización e indiferenciación total,
lo que se salda con la imposibilidad de competitividad ninguna
dada la semejanza extrema alcanzada por su banalización.
Se dibuja en la retina fácilmente un horizonte sembrado
de ballenas varadas y de elefantes blancos,
pues el modelo de Málaga como ciudad-de-museos
es el mismo que el de Dubai, que el Abu Dhabi o Doha.
La única diferencia es de grado.
Una vez más,
de cantidad.
La expansión de las pautas culturales tiene como objetivo
ser absoluta: no sólo que veamos en todas partes
museos con obras de los mismos artistas canónicos
de la cultura occidental constituida
en global,
sino que en cualquier lugar del mundo
veamos las mismas películas, se vista igual y se coma
lo mismo. Todo previamente decidido. Es la lógica
de la franquicia. Y de la subcontrata: alguien, en tu lugar,
construye tu memoria, hace un museo,
organiza tu boda,
o decora nuestra casa
o diseña mi imagen personal,
y pasea y educa en mi lugar
a mi perro
o a mis hijos.
La reutilización de antiguas fábricas como espacios dedicados
a “cultura”
ha sido una práctica común en los tiempos recientes.
Y lo mismo ha sucedido con cárceles y cuarteles.
En estas transformaciones podrán verse ecos de viejas
promesas libertarias, resonancias de los movimientos revolucionarios
que aspiraban a la demolición de esas maquinarias de opresión
y tiranía; pero en realidad son la prueba irrefutable
de que aquellos dispositivos de control y castigo quedaron obsoletos
y que el orden se mantiene a base y a través
de mecanismos mucho más sutiles, entre los que la “cultura”,
entendida como entretenimiento y espectáculo,
como bien de consumo y mercancía,
se revela como el más sofisticado ingenio
de creación de consenso.
Parecería que el museo hubiera renunciado
a su finalidad originaria, su función formativa, educativa,
de dotar de sentido a la identidad colectiva,
de pertenencia a la ciudadanía… pero si esto no está ya
entre las prioridades del museo postmoderno, del postmuseo,
sin embargo esa función la ejerce, solo que ahora mediante
la seducción y la mareante oferta continua de novedades.
Y la identidad que se construye es la del consumidor global.
Cuando Adorno proponía la analogía museo-mausoleo
-los museos como sórdidas tumbas
de las obras de arte del pasado
ni se imaginaba que aquel rancio modelo,
el museo aquel del vigilante que daba cabezadas, las telarañas,
el inhóspito y frío museo que querían dinamitar
los futuristas, lo iban a acabar
liquidando la codicia
y las avalanchas de turistas.
Y nosotros íbamos a terminar
echándolo de menos.
REFERENCIAS DOCUMENTALES Y BIBLIOGRÁFICAS
Theodor W. Adorno, “Museo Valéry Proust”
Rafael Alberti, “Balada para los poetas andaluces de hoy”
Jean Baudrillard, Cultura y simulacro.
Manuel Cruz, Las malas jugadas del pasado.
David Harvey, Capital financiero, propiedad inmobiliaria y cultura.
Pau Rausell Köster, Museos y excelencia en las ciudades.
David Lowenthal, El pasado es un país extraño.
Yves Michaud, El nuevo lujo. Experiencias, arrogancia, autenticidad.
P. Rodríguez Oliva, “De Córdoba a Málaga: avatares de la colección arqueológica de
Villacebalos”.
George Ritzer, La Macdonalización de la sociedad.
Robert Park, La ciudad y otros ensayos de ecología urbana.
Los diarios Málaga hoy, La Opinión de Málaga, El País y El Mundo.
Las webs de malagaturismo.com y andalucia.org
Y la revista on line elobservador.com
Excelente artículo que resume la iniciación del derrumbe de la contracultura económico-social en el siglo XX y que corrobora la pasividad social ante la injusticia neoliberal política del siglo XXI: la dictadura del capitalismo en su máximo esplendor, despotismo on-line!
En el momento que trata al turista como ciudadano de segunda, este artículo pierde todo su argumento. Igual que viajé en crucero a San Petersburgo a ver el Hermitage y enriquecerme con la contemplación a través de su colección de pintura, se puede venir a Málaga a disfrutar el Pompidou: Baselitz, Magritte, John Currin, pintura de primer nivel de excelencia. A usted se le olvida que ahora tenemos la pintura a mano, y presupone que los malagueños y los turistas de crucero no estamos capacitados para cultivarnos a través de la experiencia corpórea con la pintura. Complejo se superioridad le sobra, celos y envidia también, la modernidad es ya en Málaga algo más que usted.
Para cuando otro K-7 de UHP para amenizar la rancia cultura de Málaga y sus borreg@s. Saludos desde United Kingdom.
cuánto daño hacen ciudades como Marbella, hacia ella habría que apuntar cuando hablamos de la servidumbre malagueña. Ese es el modelo productivo de este país «sol y playa», habría que tatuárselo en la frente.