El melón podrido de la transición

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EL MELÓN PODRIDO DE LA TRANSICIÓN
La mayoría de la gente se adaptó rápidamente a la nueva situación. Muerto Franco, parecía que todos podíamos jugar ya libremente en el gran tablero. ¿No era eso la democracia? Cualquiera puede hacerse rico si es suficientemente listo.


Cuidado, no confundir: «cualquiera», no todos. Las burbujas se sucedían unas a otras y en su interior, no se estaba mal. Mi piso hipotecado, por ejemplo, subía de valor. Ganaban los de siempre, bien es verdad, pero sobre el mantel quedaban algunas migajas. Hubo muchos que, sin embargo, no se adaptaron a la nueva marca España con destino en lo universal. Por ejemplo, Pepe Martínez, exiliado y promotor de la editorial Ruedo Ibérico, que poco después de regresar puso su cabeza en el horno de la cocina para asfixiarse. En los periódicos aseguraron que no supo entender el cambio producido. Otros murieron a causa de la heroína. Otros tuvieron que poner la muerte dentro de sí para que su vida no estallara. Otros, simplemente, vivieron como extranjeros en su propio lugar de trabajo. Éramos anomalías porque sabíamos que la historia podía haber sido otra. Se nos hacía difícil seguir viviendo como si no hubiésemos visto que había otra manera de vivir. Ilusos, soñadores ¿No os dais cuenta de que no hay otra posibilidad dada la correlación de fuerzas? aseguraba el reformismo obrero. El reformismo del capital, por su parte, tenía muy clara la necesidad de introducir cambios: «Es necesaria una democracia sin exclusiones, porque los excluidos tienen fuerza para bloquear la situación» Pedro Durán Farrell (Presidente de Gas Natural). J. Mª de Areilza, ministro con Arias Navarro era aún más explícito cuando afirmaba: «(Hay que hacer algo porque) O acabamos en golpe de Estado de la derecha. O la marea revolucionaria acaba con todo.»
El reformismo del capital y el reformismo obrero se casaron en la catedral bendecidos por todos los que de verdad mandan. La llave de bóveda de la transacción fue la monarquía. Seguramente a la clase trabajadora ya le estuvo bien. Sindicatos de clase, partidos de izquierda, eran instrumentos para negociar el precio de la fuerza de trabajo. En el fondo, la clase trabajadora aceptó ser un mero grupo de presión interno, un lobby con sus intereses, y fue sencillamente desarticulada cuando su antagonismo dejó de ser útil como motor del desarrollo. La historia de la transición postfranquista es muy simple: empujada por la lucha obrera, el capital se impuso a sí mismo la reforma que necesitaba, y a la vez, temía. La dictadura se transformó en «lo democrático» y nosotros, los ciudadanos, nos convertimos en piezas de la nueva maquinaria. Hasta que el desbocamiento de la propia realidad capitalista efectuó la crítica más radical que jamás hubiéramos podido soñar. Todo lo que era sólido empezó a desvanecerse en el aire. El sistema de partidos se convirtió en un perro abandonado lleno de pulgas. La monarquía en un yate perdido en alta mar a punto de zozobrar por el peso de sus mentiras. Los bancos que ya no tenían dinero empezaron a rezumar mierda. Y la pelota de balonmano lanzada por Urdangarin se transformó en un melón. Un político nacionalista fiel servidor del orden afirmó recientemente que se negaba a abrir el «melón» del debate sobre la monarquía. Tenía toda la razón. No se puede abrir un melón podrido en el que conviven políticos corruptos, empresarios estafadores, policías que torturan, y tertulianos a sueldo. No se puede regenerar, hay que tirarlo a la basura. Así es como empieza una nueva coyuntura. Esta vez no tenemos nada: ni horizontes, ni sujetos políticos… somos libres. Libres para poder inventar a partir de la fuerza del anonimato. Y los que estábamos al acecho, a pesar de los dramas diarios que se clavan en nosotros, sentimos una inmensa alegría al constatar que un mundo se derrumba.

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