El valor de las obras de arte desde una perspectiva marxista // José María Durán

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Barbara Kruger. Mary Boone Gallery. Art Basel Miami Beach 2011
Ensayo de José María Durán publicado en el número 40 de la revista Ensayos de Economía de la facultad de Ciencias Humanas y Económicas de la Universidad Nacional de Colombia.
El valor de las obras de arte desde una perspectiva marxista // José María Durán
I. Cuestiones preliminares acerca del valor de las obras de arte
Comencemos con dos comentarios en torno al valor. El primero es del conocido escritor francés Émile Zola y el segundo del filósofo alemán Boris Groys. En un ensayo titulado «El dinero en la literatura» que se publicó por primera vez en 1880, Zola escribía: «a partir del momento en el que el pueblo sabe leer y puede leer a precio económico, el comercio de la librería duplica sus negocios y el escritor encuentra con amplitud el medio de vivir de su pluma… un autor es un obrero como otro cualquiera que gana su vida con su trabajo» (Zola, 1989, pp. 212-213). Lo que aquí Zola está implícitamente afirmando (sea o no consciente de ello) es que el autor, o el productor de arte, es un trabajador que en el proceso de trabajo es capaz de crear valor. Zola atribuye este hecho al poder casi mágico del dinero, «ese beneficio legítimo -escribe Zola- obtenido con las obras» que «ha librado al escritor de toda protección humillante… [que] ha creado las letras modernas» (ibid, p. 226).


Hemos de ser conscientes de que la libertad aparente que la circulación monetaria otorga presupone una serie de relaciones sociales que se corresponden con aquellas que le son propias a una sociedad productora de mercancías. Por ejemplo, cuando Zola habla de la independencia que el autor moderno ha conquistado gracias al dinero está haciendo referencia a una independencia con respecto a relaciones sociales anteriores, pues Zola menciona al saltimbanqui de la corte y al bufón de antecámara. Esto coincide con el planteamiento básico de Marx cuando se refiere a que lo que el capitalismo ha supuesto históricamente ha sido la separación de los productores de sus medios de vida resultando que para obtener su sustento no tienen otra opción que vender en el mercado su fuerza de trabajo de la que disponen ‘libremente’, es decir, como propietarios ‘libres’ de la misma. Esta separación supone también la disolución de relaciones sociales de dependencia anteriores. Es en este contexto específico que hemos de entender a Zola cuando presenta al artista del siglo XIX como fuerza de trabajo ‘libre’. La fuerza de trabajo artística es en este caso una fuerza de trabajo que se encuentra en el mercado con el editor o el librero al que les ofrece el producto de su trabajo como mercancía; o si se quiere, como mercancía en potencia aún no realizada de forma completa pues para ello necesita, por ejemplo, del editor, es decir, de canales específicos de mercantilización y distribución que operan sobre una base capitalista con trabajo asalariado. En cualquier caso es nuestra posición aquí sostener que el producto ofrecido por la fuerza de trabajo artística es un producto cuya determinación es la forma mercancía. Prestemos atención a algo importante en este sentido. No hemos afirmado que el artista ofrece su fuerza de trabajo como mercancía, sino que el artista ofrece el producto de su trabajo como mercancía. Esta distinción es fundamental y será objeto de discusión en la sección tercera de este artículo. Ahora nos interesa eso de que los productos del trabajo de los artistas son mercancías.
El filósofo alemán Boris Groys comienza su libro Topologie der Kunst de forma tajante: «El arte es antes de nada una rama de la economía. La función del arte consiste en la producción, distribución y venta de obras de arte. La obra de arte es una mercancía como cualquier otra. El mercado del arte forma parte del mercado y funciona de acuerdo a la leyes habituales de la economía de mercado. Las obras de arte circulan en nuestra economía como cualquier otra mercancía en el contexto de la circulación general de mercancías. Estos hechos son hoy incuestionables» (Groys, 2003, p. 9). Aunque la afirmación de Groys pueda parecer obvia, implica también una serie de presupuestos que no son fácilmente observables en la superficie de las relaciones mercantiles descritas por Groys. Evidentemente, si nos conformamos con una teoría en la que el consumidor de mercancías se presenta como un hedonista maximizador de utilidades entonces las obras de arte no dejan de ser mercancías de lo más corriente. Pero, ¿qué implica hablar de mercancías o, mejor, de producción de mercancías desde un punto de vista marxista? Supone tener en cuenta una forma de producción de valor para el mercado que conlleva a) la producción de bienes en cuanto materialización del valor cuya expresión en el mercado es el precio, y b) el uso de la fuerza de trabajo de una forma que conlleva su explotación en beneficio de aquel que la ha comprado, es decir, de aquel que ha comprado el derecho de su uso: «El valor es la «propiedad» que los productos del trabajo adquieren en el capitalismo, una propiedad que adquiere sustancia material, que es actualizada, en el mercado, a través de la intercambiabilidad de los productos del trabajo, esto es, a través de su carácter de mercancías que alcanzan un determinado (monetario) precio en el mercado» (Milios, Dimoulis y Economakis, 2002, p. 18). La cuestión será entonces examinar si el trabajo de los artistas está también sujeto a estas determinaciones. Nuestra suposición teórica es que las determinaciones concretas que conforman la producción (capitalista) de mercancías en las sociedades burguesas dominadas por el modo capitalista de producción son determinaciones generales a un nivel social, en el sentido de que crean un marco de referencia general en relación al cual se definen y se miden todos los trabajos, procesos y actividades humanas sean o no productoras de valor.
A este respecto hemos de conceder que siguiendo el ejemplo de Marx en los manuscritos de 1863-1867 en relación al trabajo del escritor inglés del siglo XVII John Milton, Marx afirmaba que Milton había producido su libro Paradise Lost «a la manera cómo un gusano de seda produce seda, en cuanto actividad [Bethätigung] de su naturaleza. Él vende más tarde su producto por 5 libras y se convierte por esta razón en un tratante de mercancías [Waarenhändler]» (Marx, 1988, p. 113; cf. Durán, 2008, pp. 115-138). Nos gustaría poner este análisis del trabajo del escritor Milton en relación a otra afirmación de Marx en el primer capítulo del libro primero de El Capital que dice así: «Quien gracias a su producto satisface sus propias necesidades, crea sin duda valor de uso pero en ningún caso mercancía» (Marx 1986, p. 55). Cuando Marx describe el trabajo de Milton como actividad de su naturaleza está subsumiendo su trabajo en la esfera de sus necesidades (lo que no quiere decir que estas necesidades no sean el producto de relaciones sociales concretas, pero esta es otra cuestión), esto es, está considerando el trabajo de Milton como trabajo concreto dirigido a la producción de valores de uso. De este planteamiento bien podría deducirse que la producción de valor en el arte ocurre fuera de la esfera inmediata de producción de valores de uso artísticos. Pensamos que hay que tomar cuenta de este hecho pues, al menos implícitamente, anima todos aquellos análisis que han examinado los productos del trabajo artístico en inherente contradicción con el sistema capitalista de producción de mercancías. Es decir, considerando su inmediata esfera de producción el arte no sería producción de mercancías. A este respecto, Andrew Kliman comenta de una manera crítica un modelo de la teoría laboral del valor conocido como el «paradigma forma-valor» según el cual el valor «se establece en el mercado (de ahí un concepto de mercado) antes de que haya tenido una existencia previa» (Geert Reuten citado por Kliman, 2007, p. 37); es decir, sólo a posteriori se puede determinar si los trabajos concretos «cuentan como parte del trabajo social total» (ibid, pp. 36-37). Dejando a un lado las complejidades específicas de la teoría, hay algo que suena familiar en su exposición. Uno se puede imaginar un paradigma similar en el que los trabajos concretos de los artistas sólo se pueden entender en el sentido de la producción de valor teniendo en cuenta los trabajos concretos de aquellos negocios especializados en la mercantilización de la mercancía artística, como editoriales o galerías de arte, siempre y cuando estas galerías y editoriales sean capaces de satisfacer el fin último de su trabajo, esto es, la venta de la mercancía artística. Consecuentemente, los costes de todos estos trabajos aparecerían reflejados en el precio final de la mercancía. Para muchos artistas este es un hecho constatado. Por ejemplo, en 1972 Robert Smithson, un artista conocido sobre todo por su obra Spiral Jetty en el Gran Lago Salado de Utah, afirmaba: «Los cuadros son comprados y vendidos… El artista permanece sentado en su soledad, se enfrenta a sus cuadros, los monta y entonces espera a que alguien les confiera valor, alguna fuente externa. El artista no tiene control sobre su valor» (citado en Owens, 1994, p. 122). El resultado lógico de una suposición tal es que en la esfera inmediata de su producción la obra de arte no tiene precio; o de forma similar, que el precio de la mercancía artística nunca es expresión del trabajo concreto (entendiendo como tal, el trabajo inmediato que el artista invierte en la creación de valores de uso) en ella expresado. La producción de arte se situaría así ajena al modo general de producción de mercancías en el capitalismo. Tengamos ahora en cuenta que un análisis tal presupone la separación (que no es simplemente presupuesta desde un punto de vista analítico sino que es deducida conceptualmente) de la esfera de la producción de la de la circulación, algo que entendemos es ajeno al examen del proceso capitalista en su conjunto realizado por Marx y según el cual ambas esferas son interdependientes (cf. Guerrero, 2003, p. 79).
Desde nuestro punto de vista el hecho fundamental a tener en cuenta aquí es que en el modo capitalista de producción se tiene acceso (por medio del dinero) a los productos del trabajo una vez que estos adquieren la forma general de la mercancía (es decir, de la materialización del valor). La pregunta obvia que uno se plantea en este sentido es, si los productos del trabajo artístico se sitúan fuera de la producción de valor, ¿cómo es posible que puedan ser vendidos como mercancías? (No entramos a discutir ahora el hecho de si todos los productos que se venden en el mercado son resultado directo del trabajo abstracto, es decir, productor de valor y plusvalía. Lo que tratamos es de cuestionar de una forma radical la simple obviedad de que los productos del trabajo artístico son evidentemente mercancías.) En parte, Marx ya había dado una respuesta a esto: el escritor Milton es productor de valores de uso en la esfera propia de su trabajo concreto, cuando vende el producto de su trabajo se convierte en un comerciante. Pero si examinamos las relaciones sociales concretas del trabajo de Milton y la venta de su manuscrito Paradise Lost por 5 libras (cf. Lindenbaum, 1999) éstas se encuentran más bien en consonancia con la fórmula comprar barato para vender más caro, que hace referencia a relaciones mercantiles pre-capitalistas en las que nos encontramos, por un lado, con productores independientes y, por otro, con comerciantes dispuestos a sacar provecho de los productos del trabajo concreto. Considerando entonces estas relaciones, ¿es el artista un vestigio de relaciones sociales anteriores? ¿Es el artista poco más que un productor simple de mercancías? El artista minimalista Carl Andre lo expresaba precisamente de esta manera: «realmente mi posición social, según el análisis marxista clásico, es que yo soy un artesano» (citado en Bryan-Wilson, 2009, p. 69). Aquí no vamos a seguir esta lógica porque consideramos que de acuerdo a la teoría laboral del valor de Marx para que el artista pueda vender los productos de su trabajo como mercancías tiene, previamente, que producir valor de algún tipo. El problema es, cómo determinar este valor.
Adam Smith y el precio de obras de arte únicas o la fuerza de trabajo ‘invisible’
El rechazo a la teoría del valor trabajo (tanto en su forma clásica formulada por Adam Smith como en la de Marx) por los fundadores de la teoría de la utilidad marginal Jevons, Walras y Menger ha dado origen, como es bien sabido, a toda una serie de análisis que hacen hincapié en las decisiones racionales de una demanda que ha de satisfacer sus deseos enfrentada a recursos escasos. Por ejemplo en Plattner con respecto a los precios de las obras de arte: «Ya que el precio del arte no está en relación con sus costes, el único determinante de los precios que queda es la demanda. El arte es el bien de consumo por antonomasia: su valor existe casi únicamente en la apreciación subjetiva que el consumidor hace de sus cualidades estéticas (visuales) y mercantiles influida por marchantes, críticos, coleccionistas, artistas y algunos otros» (Plattner, 1996, p. 20). Simon Mohun lo denomina la «soberanía del consumidor» que «describe para el economista burgués tanto la razón de producir como sirve de punto de partida axiomático para sus análisis, describe tanto el propósito de la producción como sirve de justificación de tal producción» (Mohun, 2003, p. 139).
En relación entonces a este ‘consumidor soberano’ y su interés por obras de arte el economista Neil De Marchi ha rastreado el teórico comportamiento ‘racional’ de la demanda hasta lo postulado por Adam Smith acerca las «propiedades de los objetos que nos proporcionan placer» en un sentido en el que las cualidades estéticas o sensibles de los objetos de consumo son puestas en un primer plano. Smith reconocía que las razones que determinan nuestras preferencias «se encuentran en el placer que obtenemos de cuatro características de los objetos: su forma, color, rareza e ingenuidad en su diseño y manufactura» (De Marchi, 1999, p. 6; cf. De Marchi, 2010, p. 101). No hay que olvidar que el Smith que escribió acerca de la ‘riqueza’ fue ante todo un filósofo moral influido por Hutcheson. En cualquier caso, lo que De Marchi pretende con ello es presentar a Smith como un perfecto precursor de la teoría neoclásica y de la elección racional. De hecho, y teniendo en cuenta que de lo que se está hablando es de la demanda de obras de arte, Smith postulaba que los factores decisivos que determinan el precio de objetos singulares o poco comunes son la intensidad de nuestro deseo y si nos podemos permitir el lujo de pagar por ellos. Antes de Smith fue Jonathan Richardson uno de los primeros ‘expertos’ (connoisseur) en arte que se propuso asesorar al gentleman británico en su interés por objetos artísticos. Los consejos de Richardson, que él creía estaban basados en un sistema empírico y objetivo, debían servir como guía para una decisión acertada a la hora de adquirir obras de arte. Para ello dispuso una tabla en la que comparaba las cualidades estéticas de diferentes artistas. Siguiendo esta tabla y teniendo a disposición los datos concretos del mercado artístico se podría llegar a contrastar la cualidad estética de una obra y su precio de mercado, analizando las relaciones que salen a la luz de una tal comparación. Pero aquí reside, precisamente, el límite de la teoría de Richardson. Para De Marchi la falta de interés de Richardson por llegar a este tipo de análisis demuestra que estaba más interesado en consolidar la supuesta separación que existe entre arte y mercado que en tender un puente entre ambos (ibid, p. 109). No obstante, fue Smith, según De Marchi, quien puso las bases para que un análisis tal fuese posible. De Marchi se imagina que Smith teniendo una tabla como la de Richardson a su disposición no tendría ningún inconveniente en comparar precios de mercado y características estéticas en artistas concretos. El resultado sería la presentación de una relación precisa entre comportamiento económico y estético con la intención de tratar de explicar las desviaciones que se observan en el mercado. El interés de De Marchi es demostrar que, en teoría, Smith habría puesto las bases de la ‘regresión hedónica’ que hoy en día está siendo también aplicada para calcular el valor de las obras de arte (por ejemplo en Ginsburgh y Weyers, 2010). En La riqueza de las naciones Smith tenía en mente productos que «requieren un suelo y una localización» especiales: «La cantidad total ofertada en el mercado, entonces, será adquirida por aquellos que están dispuestos a pagar más de lo suficiente» en el sentido de lo que cubre el precio natural de las mercancías según Smith (Smith, 1994, p. 104; las cursivas son mías). De Marchi deduce de ello que en relación a otras mercancías cuya oferta es igualmente limitada, como obras de arte de antiguos maestros, Smith tendría que haber razonado de una manera similar. Cuando el precio de venta está condicionado por el monopolio (que «es siempre el máximo que puede arrancarse a los compradores, o que se supone que ellos consentirán que se les arranque», ibid, p. 105), entonces son el capricho, el antojo y el deseo los únicos factores que pueden determinar el precio de las mercancías (De Marchi y Van Miegroet, 1999, p. 393). Con ello se nos está diciendo también que los costes de producción no desempeñan un papel determinante en este sentido. En cualquier caso, de lo postulado por Smith en cuanto a la relación fundamental entre precio ‘natural’ y precio de mercado («el precio natural… es como un precio central en torno al cual gravitan constantemente los precios de todas las mercancías» [Smith, 1994, p. 100]), se interpreta una teoría de la elección racional (si bien estimulada ya sea por expertos, ya sea por las específicas condiciones de producción del singular ‘objeto del deseo’) muy del gusto del paradigma neoclásico, ahora sí aderezado con un poco de Gary S. Becker (por ejemplo en Frey, 2003; cf. Fine, 2001). A partir de aquí nos encontramos con una cantidad creciente de análisis cuyos intereses giran en torno al examen del mercado artístico como un campo de actividad en el que interactúan consumidores y expertos, éstos últimos entendidos como intermediarios necesarios para canalizar los deseos de la demanda. Así, por ejemplo, todo gira en torno a la credibilidad (Bonus y Ronte, 1997, quienes postulan que para que una obra de arte pueda alcanzar un precio determinado primero tiene que ser creíble y esta credibilidad es tarea de los expertos), o se trata más bien de minimizar las posibles incertidumbres teniendo en cuenta el historial y la reputación alcanzados por los artistas en el mundo del arte (Beckert y Rössel, 2004). De una manera muy resumida podríamos decir que la potencial demanda dirige su atención a aquellas obras de arte que alcanzan una cierta repercusión en el mercado; partiendo siempre del supuesto de que la repercusión o reputación de un artista es creada por los expertos. En primer lugar, porque repercusión o reputación parecen otorgar una buena base para poder especular con el precio de la obra; y, en segundo lugar, porque la repercusión de un artista se suele entender como un signo de su calidad, que así promete satisfacer los deseos estéticos de la demanda. Así que fama y reputación gracias a los expertos parecen conformar los factores económicos básicos que determinan el precio de las obras de arte, teniendo siempre en cuenta lo que la demanda está dispuesta a pagar: como en la subastas, todo depende de la oferta más alta (De Marchi y Van Miegroet, 1999, p. 393). Tengamos en cuenta que una teoría sociológica como la de Bourdieu plantea cuestiones similares: «no es el productor quien en realidad crea el objeto en su materialidad, sino más bien el conjunto de agentes ocupados en el campo» los que se constituyen como los auténticos ‘sujetos’ de la producción artística, de su ‘valor’ y de su ‘significado’ (Bourdieu, 1993, p. 261).
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Untitled. Barbara Kruger
Si consideramos el sistema del arte como un campo social autónomo ‘naturalmente’ delimitado por reglas inherentes al sistema en el que una cantidad reducida de artistas consiguen tener un peso específico real, tanto en el mercado del arte como en el más específico mundo del arte (el mundo de los museos, las bienales y los críticos), nos veremos obligados a reconocer la escasez de los recursos disponibles y, con ello, una teoría ‘natural’ de la competencia según la cual aquellos artistas que no han sabido maximizar sus oportunidades se ven abocados a desaparecer. No es así extraño que al lado de las guías de inversión en obras de arte aparezcan auténticos best-sellers autoayuda con títulos que hablan por sí mismos: Cómo sobrevivir y prosperar como artista (Michels, 1983). Bruno Frey describe muy bien hasta qué punto el mundo del arte es visto hoy como un campo social con restricciones que le son inherentes: «Mientras que todo proveedor [supplier] es libre de llamarse a sí mismo «artista» en la sociedad actual, el término se define mejor si se tiene en cuenta la interacción con la demanda. Mientra que una jovencita que trabaja como camarera se puede considerar a sí misma una cantante de ópera (incluso sin la capacitación necesaria), no tiene mucho sentido incluirla entre los artistas si la demanda por sus servicios artísticos es tan baja que trabaja cero horas como cantante. Lo mismo se puede decir si la demanda es tan baja que sólo recibe una pequeña cantidad de sus ingresos totales de actividades artísticas» (Frey, 2003, p. 29). La brutal objetividad del planteamiento de Frey revela algo de crucial importancia, aunque Frey no sea capaz de sacar ninguna conclusión de ello porque, entre otras cosas, es ciego a los determinantes sociales que constituyen la fuerza de trabajo en cuanto tal. Frey está implícitamente reconociendo que la caracterización del trabajador en una determinada esfera de actividad productiva está intrínsicamente ligada a su posición relativa con respecto al trabajo social general, en tanto en cuanto es trabajo asalariado y productor de valor. En cualquier caso, el artista norteamericano Gregory Sholette se plantea a este respecto lo siguiente: ¿y si el mundo del arte que sólo le presta atención a aquellos que tienen éxito está realmente basado en el trabajo (y el consumo) de todos los artistas fallidos, es decir, de todos aquellos que según Frey no se han ‘ganado’ la denominación de ‘artista’?: «La oferta excesiva de trabajo artístico es un hecho inherente y común a la producción artística. ¿Porqué?… a la artista Martha se lo dijo un marchante muy claramente: o te sientas a la «mesa» del mundo del arte o estás fuera. La cuestión hoy es, ¿quién sujeta la mesa?» (Sholette, 2011, p. 6). A esa fuerza de trabajo artística que ‘sujeta’ de hecho esa «mesa» es a la que Sholette denomina oportunamente materia oscura [dark matter]. Incluye, por supuesto, a esa jovencita camarera que pretende ser cantante de ópera y que según el modelo económico dispuesto por Frey no puede ser considerada como artista. Considerando el ejemplo de Frey, es evidente que si prestamos atención a los análisis expuestos nos percataremos de que es precisamente la fuerza de trabajo artística la que se echa en falta. Se ha vuelto invisible para una teoría que se ocupa de precios pero que no quiere ver los precios como manifestación de la equivalencia de los valores creados por el trabajo social en la forma de mercancías. Una teoría que rechaza la fuerza de trabajo artística como factor en la producción de valor (y, por ende,en la formación de precios), porque los deseos de la demanda y las cualificaciones de los expertos han de ser más relevantes, no sólo trata de minimizar el papel económico de la fuerza de trabajo (que de esta manera, y como afirmamos antes, si no tiene ni valor ni precio habría que concluir que trabaja gratis), sino que lo que también esta buscando es escamotear su dimensión política y, por tanto, su participación activa como tal fuerza de trabajo en la lucha de clases.
Hacia una teoría laboral del valor del arte
Volviendo a Marx parece claro que los valores de uso sociales en el capitalismo sólo pueden ser valores de uso en los que se ha invertido una cierta cantidad de trabajo abstracto. Los valores de uso que, en un principio y siguiendo el buen sentido común, son todos inconmensurables aparecen ahora en el mercado como intercambiables: «el proceso social que equipara diferentes valores de uso y, por tanto, abstrae sus cualidades concretas es al mismo tiempo un proceso social de abstracción de las cualidades concretas de los trabajos cuyos resultados son esos valores de uso» (Shaikh, 1981, p. 272). Sin entrar ahora a exponer de forma detallada la teoría laboral del valor (cf. Guerrero, 2008, pp. 27-36), lo que la equivalencia general xA = yB supone son las relaciones de cambio entre los diferentes valores creados por los trabajos concretos que se han materializado en la forma mercancía. Si esto lo queremos aplicar a los trabajos artísticos tendría esta equivalencia general validez si conseguimos demostrar que el trabajo artístico consumido en la producción de obras de arte supone una «fracción de todo el trabajo social nuevo realizado» (ibid, p. 32); es decir, es necesario que el artista posea «el carácter de una fuerza de trabajo media social… y que en cuanto tal opere»(Marx, 1986, p. 53). Pero esto no parece que sea así (cf. Rubin, 1973, p. 166). El historiador del arte marxista John Roberts apoyándose en Rubin señala que cuando la obra de arte se convierte en una obra irreproducible, es decir, en un objeto singular y autónomo, entonces la ley marxiana del valor no es aplicable (Roberts, 2007, p. 28). El trabajo artístico tampoco logra armonizarse con la teoría laboral del valor si consideramos el tiempo de trabajo socialmente necesario, que «bajo condiciones sociales de producción normales y el grado medio social de habilidad e intensidad del trabajo» configura la producción de valores de uso (Marx, 1986, p. 53). No parece que podamos constatar algo así como el grado medio de intensidad en la producción de obras de arte, y esto por el simple hecho de que el trabajo (y los costes) que le llevó a Picasso pintar uno de sus cuadros no es equivalente al trabajo que le costó a Brecht escribir una de sus piezas teatrales. No obstante, el hecho de que las obras de arte en cuanto productos de la fuerza de trabajo artística sean objeto de intercambio en el mercado nos muestra las determinaciones a las que se encuentra sujeta una sociedad que ha supeditado la creación de valores de uso a la producción de valor. David Harvey señala algo de enorme importancia en este sentido: «El intercambio de mercancías presupone el derecho de los propietarios privados de disponer libremente de los productos de su trabajo… Si las relaciones [ratios] de cambio son establecidas para que reflejen de forma precisa necesidades sociales, entonces los productores deben ‘tratarse los unos a los otros en cuanto propietarios privados de objetos enajenables e implícitamente como individuos independientes’. Esto significa que los ‘individuos jurídicos’ (personas, empresas) deben ser capaces de encontrarse en el mercado en igualdad de condiciones, como propietarios exclusivos únicos de mercancías con la libertad de comprar y vender a quien les parezca» (Harvey, 2006, p.18). Esta relación simple entre poseedores de mercancías ya está presuponiendo una sociedad que se dispone a la producción de valor. Desde nuestro punto de vista, el artista no logra escapar a estas determinaciones generales de la relación de cambio, a no ser (como veremos a continuación) que se quiera constituir al artista ajeno a las determinaciones sociales, es decir, como sujeto autónomo. En principio está claro qué
es lo que el trabajador puede ofrecer en el mercado una vez que ha sido separado de sus medios de vida, a saber, su capacidad de trabajo. En este sentido, lo decisivo a la hora de poder demostrar una teoría laboral del valor con respecto a los productos del trabajo artístico es examinar qué ‘tienen’ para ofrecer los artistas en el mercado; y ‘tener’ en el sentido de algo que sea ‘su’ exclusiva propiedad, como lo es la fuerza de trabajo del trabajador tradicional. Únicamente desde esta perspectiva se puede articular una teoría de la explotación (y, por ende, de la lucha de clases) de los productores artísticos en las sociedades capitalistas. Queremos insistir en el presupuesto básico de que, como cualquier otro trabajador, los artistas no tendrían otra cosa para ofrecer en el mercado que su fuerza de trabajo. La cuestión ahora a examinar es la manera cómo se manifiesta esta fuerza de trabajo ante el capital DeE El valor de las obras de arte desde una perspectiva marxista social. Antes nos gustaría señalar, apenas brevemente, las consecuencias de un análisis que abre la puerta a que los artistas se sitúen ajenos a las determinaciones generales del modo capitalista de producción.
El trabajo de Antonio Negri es un buen ejemplo de los problemas de un análisis marxista que pretende ir más allá de Marx.Repetidas veces Negri hace referencia en sus textos al trabajo de la imaginación y la libertad como un ‘exceso’ (excédence) que caracterizaría hoy la inconmensurabilidad del trabajo cognitivo. Lo que esta inconmensurabilidad significa es que ya no podemos medir el trabajo cognitivo según la ‘clásica’ ley laboral del valor. «Hoy -escribe Negri-, nos enfrentamos a una tendencia hacia la hegemonía del trabajo inmaterial (intelectual, científico, cognitivo, relacional, comunicativo, afectivo, etc.) que caracteriza cada vez más tanto el modo de producción como el proceso de valorización. Está claro que esta forma de trabajo se subordina en su totalidad a los nuevos medios de acumulación y explotación. No podemos seguir interpretando esto de acuerdo a la clásica teoría laboral del valor que mide el trabajo de acuerdo al tiempo empleado en su producción. El trabajo cognitivo no es medible en estos términos; más bien se caracteriza por su inconmesurabilidad, su exceso (excédence). La relación productiva vincula el trabajo cognitivo con el tiempo de la vida. Se nutre de la vida de igual manera que la modifica, y sus productos son la libertad y la imaginación. Esta creatividad es precisamente el exceso que la caracteriza. Por supuesto, el trabajo todavía continua siendo el centro de todo el proceso de producción (aquí afirmamos nuestra fidelidad al marxismo), pero su definición no puede ser reducida a una dimensión puramente material o laboral» (Negri, 2008, p. 20). Si, como hemos visto antes, la producción de obras de arte en el capitalismo no parece que se pueda definir adecuadamente de acuerdo a lo postulado por la ley laboral del valor, entonces sería posible examinar los productos del arte en el sentido de ese ‘exceso’ sugerido por Negri (y, de hecho, existe una reflexión teórica en torno al arte que se ha unido a esta tendencia, por ejemplo en España muchas de las contribuciones alrededor de la revista Brumaria y en Austria en relación con la revista transversal y el eipcp, entre otras). El problema principal con el que nos enfrentamos en relación a análisis de este tipo es que las condiciones en las que la mercancía fuerza de trabajo contribuye a la reproducción de las relaciones de dominio capitalistas no aparecen ni reflejadas ni pensadas, pues lo que le interesa fundamentalmente a Negri es afirmar hasta la saciedad que las potencias del trabajo vivo, aunque el capital se pueda aprovechar de ellas, se constituyen fuera de las relaciones propiamente capitalistas. Paolo Virno, por ejemplo, habla de que lo importante es constatar que «en el trabajo tienen un mayor peso las experiencias maduradas fuera de él» (Virno, 2003, p. 109; cf. Durán, 2009). Contrario entonces a lo postulado por Negri y otros, pensamos que en relación al trabajo concreto de los productores de arte la cuestión decisiva a examinar es la forma social cómo se organiza su trabajo hoy en las galerías de arte, editoriales, museos, salas de concierto, etc., lo que sin duda nos habrá de conducir a articular un análisis consistente de la forma mercancía de la fuerza de trabajo artística. No obstante, hay que reconocer que éste es un campo dominado en su casi totalidad por los análisis económicos neoclásicos sin que haya una teoría marxista alternativa que les facilite a los artistas los instrumentos teóricos necesarios con los que enfrentarse a su propia explotación.
Habíamos comenzado afirmando que lo que el trabajador de arte ofrece en el mercado son los productos de su trabajo; y, sin embargo, hemos insistido en que es la fuerza de trabajo en cuanto capacidad lo que el artista ‘libre’ en el mercado tiene para ofrecer, como cualquier otro trabajador. Suponer que los artistas ofrecen los productos de ‘su’ trabajo implica postular la unidad inquebrantable entre productor y los productos de ‘su’ trabajo, unidad que nosotros aquí rechazamos. Aunque no podemos desarrollar ahora las razones teóricas para un tal rechazo, lo cierto es que la supuesta unidad entre productor y los productos de ‘su’ trabajo se acerca peligrosamente a los presupuestos del derecho natural burgués que supone la sociedad como un conjunto deindividuos propietarios aislados. En cualquier caso, lo que obviamente se manifiesta en el mercado son productos del trabajo con cualidades específicas, es decir, valores de uso. Pero para que estos productos puedan aparecer como mercancías se tienen que realizar, al mismo tiempo, como valores. El artista lleva a cabo esta transferencia de valor, no puede ser de otra manera. Nuestra tesis es que si el artista no vende su capacidad de transformar su fuerza de trabajo en trabajo (cf. Guerrero, 2008, pp. 30-31), sino que lo que vende es esa actividad ya realizada en la forma mercancía, esto es posible gracias a un desarrollo específico de la producción de arte en la sociedad capitalista. El mundo del arte parte del siguiente supuesto básico: de la propiedad de la fuerza de trabajo del artista emana la propiedad sobre el resultado de su aplicación, la cual asume una forma ‘privada’ gracias a los derechos de propiedad intelectual y de autor. Es decir, es una propiedad que viene consolidada por el derecho burgués. Edelman postula que la obra de arte puede ser definida legalmente como propiedad al ser la expresión creativa de lo que el artista ya posee, su yo o personalidad, pues lo que constituye al sujeto como sujeto de derecho es la libre propiedad de sí mismo (Edelman, 1973; cf. Harvey más arriba). Del hecho de que durante la época moderna el artista se haya tenido que enfrentar a un mercado anónimo (ver Zola más arriba) pone de manifiesto la importancia crucial que ha tenido el reconocimiento de la fuerza de trabajo artística expresada como derechos de autor, lo que le ha permitido al artista poder reclamar un ingreso por la venta de los productos de su trabajo. La autoría pasa así a legitimar una labor que le pertenece al artista como trabajador de arte en el mercado (cf. Durán, 2008, p. 176). Pero lo que el artista vende son mercancías que otorgan un derecho de uso específico y de propiedad (con todas las relaciones económicas que ello conlleva, pues la venta es siempre la transferencia de la propiedad del objeto) que está supeditado a la manera cómo el artista ha aplicado su fuerza de trabajo. Si en el mercado un consumidor cualquiera puede quemar ‘su’ par de ‘Nikes’ sin que la empresa pueda hacer nada al respecto, lo mismo no es posible que acontezca con un cuadro reconocido como la propiedad intelectual de un artista (estamos haciendo referencia ahora a los ‘derechos morales’ tal y como se estipulan en el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas). Por otra parte, el concepto moderno de autoría presupone además al autor como sujeto autónomo, quien de una forma absolutamente voluntarista es capaz de crear su propia historia; lo que no es más que una de las muchas mistificaciones del pensamiento burgués. Así se rechaza el examen de la obra como vehículo de relaciones sociales que transcienden la voluntad individual del autor.
Desde nuestro punto de vista, partir del supuesto de la autoría como la forma general en la que la fuerza de trabajo del artista se expresa en cuanto propiedad es básico para poder emprender un análisis de cómo se relaciona el trabajo artístico con el trabajo socialmente necesario y cuál es su contribución a la reproducción de las relaciones de producción dominantes.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFÍCAS
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