Fotografía, documento, realidad: una ficción más real que la realidad misma

Extracto de la conferencia «Fotografía, documento, realidad: una ficción más real que la realidad misma» pronunciada por Slavoj Zizek en el Museo del Traje de Madrid el día 14 de junio dentro de los «II Debates en torno a la Fotografía» en
los Encuentros PHE04


Fotografía, documento, realidad: una ficción más real que la realidad misma
Slavoj Zizek
 
Lo primero que llama la atención a propósito de las fotografías que muestran a los presos iraquíes torturados y humillados por los soldados estadounidenses, que se hicieron públicas a finales de abril de 2004, es el contraste que se da entre la forma «estándar» en que se torturaba a los presos en el anterior régimen de Saddam y las torturas llevadas a cabo por el ejército de Estados Unidos: en el régimen anterior, se cargaban las tintas en el hecho de infligir el dolor directa y brutalmente sobre el prisionero, mientras que los soldados estadounidenses se concentraban casi exclusivamente en la humillación psicológica. Por si fuera poco, la grabación de esas humillaciones por medio de una cámara, incluyendo en las imágenes a quienes perpetraban las torturas, sus rostros absurdamente sonrientes junto a los cuerpos retorcidos y desnudos de los prisioneros, forma parte integral del proceso, en contraste manifiesto con el secretismo con que se llevaron a cabo las torturas en el régimen de Saddam. Cuando vi por vez primera la ya de sobra conocida fotografía en la que aparece un prisionero desnudo con una capucha negra que le cubre la cabeza, con cables eléctricos adheridos a las extremidades, de pie sobre una silla, en una ridícula pose teatral, mi primera reacción fue que se trataba de una instantánea tomada en alguna de las más recientes performances que se exhiben en la zona baja de Manhattan. Las propias posiciones y las vestimentas de los prisioneros recordaban cierta escenificación teatral, una suerte de tableau vivant que por fuerza nos trae a la memoria el arte de la performance norteamericana en toda su amplitud y el «teatro de la crueldad», las fotografías de Mapplethorpe, las extrañas escenas que aparecen en las películas de David Lynch…
 
A todo el que esté más o menos familiarizado con la realidad de la «american way of life», las fotos inmediatamente le recuerdan el obsceno submundo de la cultura popular norteamericana, esto es, los ritos iniciáticos de la tortura y la humillación a que uno ha de someterse para que se le acepte en el seno de una comunidad cerrada. No se suelen ver fotografías análogas al menos en intervalos regulares en la prensa estadounidense, cuando estalla algún escándalo en una unidad del ejército o en un campus universitario, donde el ritual iniciático se les va de las manos y ya sean los soldados, ya los estudiantes, resultan perjudicados más allá de un nivel que se pueda considerar tolerable: se les fuerza a adoptar una pose humillante, a realizar gestos degradantes (por ejemplo, penetrarse el orificio anal con una botella de cerveza delante de sus semejantes), soportar el pinchazo de varias agujas… Las torturas de Irak, por consiguiente, no han sido tan sólo un caso más de arrogancia norteamericana ante una población del Tercer Mundo: al someterse a esas torturas humillantes, los prisioneros iraquíes fueron en efecto iniciados en la cultura norteamericana, probaron el sabor de su obsceno submundo, lo cual constituye el suplemento necesario para acceder a esos valores públicos de la dignidad, la democracia y la libertad personal. Lo que percibimos cuando vemos las fotos de los prisioneros iraquíes humillados en nuestras pantallas, en nuestros periódicos, es precisamente una visión privilegiada de los «valores norteamericanos», del meollo mismo de ese obsceno disfrute que soporta la «american way of life».
 
Esas fotografías son por consiguiente documentos, sí, pero ¿de qué? De FICCIONES, ni más ni menos: del poder que ejercen las fantasías, del poder que nos impulsa a ESCENIFICAR fantasías. Es uno de los tópicos de la ideología pop de hoy en día: con esa capacidad que tienen los medios de¬† comunicación para invadirlo absolutamente todo, con la digitalización de nuestra vida cotidiana, la línea divisoria que separa la realidad de la ficción tiende a tornarse más y más difusa. Hoy es posible adquirir ordenadores portátiles con un teclado que imita artificialmente la resistencia a los dedos de las antiguas máquinas de escribir, así como emite el ruido de máquina de escribir en el que el tipo golpea el papel. ¿Qué mejor ejemplo de esa reciente necesidad de lo pseudo-concreto? Hoy, cuando no sólo las relaciones sociales, sino también la tecnología, van tornándose cada vez menos transparentes (¿hay alguien capaz de visualizar lo que sucede en el interior de un ordenador personal?), existe una enorme necesidad de recrear una concreción artificial con el fin de permitir a los individuos que se relacionen con la complejidad de su entorno, de un mundo vital cargado de sentido. En la programación de ordenadores, ése fue el paso que dio Apple: la pseudo-concreción de los iconos. La ya antigua fórmula de Guy Debord sobre la «sociedad del espectáculo» adquiere de ese modo un nuevo sesgo: se crean las imágenes con el fin de llenar el hueco que separa el nuevo universo artificial de nuestro antiguo entorno vital, esto es, con el fin de «domesticar» ese universo nuevo.
 
Recuérdese el fenómeno de los «cutters» (sobre todo mujeres que experimentan una irresistible, acuciante necesidad de practicarse incisiones con cuchillas o de autolesionarse), en puridad correlativo a la virtualización de nuestros entornos: representa una estrategia desesperada por regresar a la realidad corporal. En cuanto tal, esa práctica de la autolesión está en acusado contraste con las inscripciones corporales al uso, los tatuajes, que garantizan la inclusión del individuo en el orden simbólico (virtual). En el caso de los «cutters», el problema es más bien el contrario, esto es, la afirmación de la realidad misma. Lejos de ser fruto de un instinto suicida, lejos de ser síntoma de un deseo de auto-aniquilación, el «cutting» es un intento radical por (re)obtener una cierta apoyatura en lo real, o bien (otro aspecto del mismo fenómeno) de reafirmar con firmeza nuestro ego en nuestra realidad corporal, en contra de la insoportable angustia que supone el percibirse a uno mismo como algo inexistente. La versión habitual que dan los «cutters» de lo que les ocurre es que, tras ver la sangre roja y caliente que mana de la herida que se han autoinfligido, se sienten de nuevo vivos, profundamente enraizados en la realidad. Así pues, aun cuando, desde luego, el «cutting» sea un fenómeno patológico, es a pesar de todo un intento patológico por recuperar en cierto modo la normalidad, por evitar un hundimiento psicótico total. En el mercado de hoy en día hallamos una amplia gama de productos privados de sus propiedades malignas naturales: café sin cafeína, leche sin grasa, cerveza sin alcohol… Y la lista no termina ahí: ¿qué hay del sexo virtual en tanto sexo sin sexo, de la doctrina de Colin Powell sobre la guerra sin víctimas (en nuestro bando, cómo no) en tanto guerra sin guerra, de la redefinición contemporánea de la política en tanto arte de la administración experta, en tanto política despolitizada, e incluso del multiculturalismo tolerante y liberal, en tanto experiencia del Otro privado de su Otredad (el Otro idealizado que ejecuta danzas fascinantes y que tiene un enfoque ecológicamente sólido, holístico, de la realidad, mientras rasgos como la agresión contra la propia esposa quedan fuera de enfoque…)? La Realidad Virtual sencillamente generaliza este procedimiento mediante el ofrecimiento de un producto desprovisto de su sustancia: proporciona una realidad desprovista en sí misma de sustancia, del meollo duro y resistente de lo Real, tal como el café descafeinado huele y sabe igual que el café real pero sin ser café de verdad. La Realidad Virtual se experimenta como realidad sin que necesariamente lo sea.
 
De todos modos, la dialéctica de lo verosímil y lo Real no pueden reducirse al hecho, harto elemental, de que la virtualización de nuestra vida cotidiana, la experiencia de que cada vez de manera más integral vivamos en un universo artificialmente construido, dé pie a la irresistible urgencia de «regresar a lo Real», de recuperar una sólida apoyatura en alguna «realidad real». LO REAL QUE RETORNA TIENE EL ESTATUS DE LO (OTRO) VEROS√çMIL: precisamente por ser real, es decir, en función de su carácter traumático/excesivo, somos incapaces de integrarlo en (lo que vivimos como) nuestra realidad, y nos vemos por consiguiente necesitados de experimentarlo como una aparición de pesadilla. Exactamente eso es lo que fue la cautivadora imagen del hundimiento de las Torres Gemelas: una imagen, una apariencia, un «efecto» que, al mismo tiempo, expresaba «la cosa en sí». Ese «efecto de lo Real» no es el mismo que, allá por los años sesenta, Roland Barthes llamaba l¬íeffet du réel: es más bien todo lo contrario, l¬íeffet du irréel. Dicho de otro modo, en contraste con el barthesiano effet tu réel, en el que el texto nos lleva a aceptar como «real» su producto ficticio, aquí, lo Real mismo, con el fin de sustentarse, ha de percibirse como un espectro irreal y pesadillesco. Por lo común, decimos que no conviene confundir la ficción con la realidad; recuérdese la doxa posmoderna de acuerdo con la cual «realidad» es un producto discursivo, una ficción simbólica que mal percibimos como entidad sustancial autónoma. La lección que aquí aporta el psicoanálisis es justo la contraria: no conviene malinterpretar la realidad como si fuera ficción; es preciso discernir, en lo que experimentamos como ficción, el meollo duro e irreductible de lo Real, que sólo seremos capaces de sustentar si lo ficcionalizamos. En dos palabras, hay que discernir qué parte de la realidad se «transfuncionaliza» mediante la fantasía, de modo que, aun siendo parte de la realidad, se percibe bajo el modo de la ficción. Mucho más difícil que denunciar-desenmascarar (lo que aparece como) la realidad travestida de ficción es reconocer en la realidad «real» el ingrediente de ficción que comporta. (Lo cual, cómo no, nos retrotrae a la antigua idea lacaniana de que, así como los animales pueden engañar mediante la presentación de lo que es falso como si fuera verdadero, sólo el ser humano, entidad habitante del espacio simbólico, puede engañar mediante la presentación de lo verdadero como si fuera falso.) Y esta visión también nos permite retornar al ejemplo de los «cutters»: si lo realmente opuesto a lo Real es la realidad, ¿qué sucedería entonces si aquello de lo que en efecto huyen cuando se infligen los cortes no fuera simplemente la sensación de irrealidad, de virtualidad artificiosa de nuestro mundo vital, sino lo Real en sí mismo, que estalla so capa de alucinaciones descontroladas que comienzan a obsesionarnos cuando perdemos nuestra capacidad de anclaje en la realidad?
 
En un reciente anuncio publicitario inglés de una marca de cerveza, la primera parte escenifica una anécdota de sobra conocida, tomada de un cuento de hadas: una muchacha camina a la orilla de un arroyo, ve una rana, la toma con dulzura, la pone en el regazo, la besa y, por supuesto, la fea rana se transforma milagrosamente en un hermoso joven. Sin embargo, la historia aún no ha terminado: el joven lanza una mirada codiciosa a la muchacha, la atrae hacia sí, la besa… y ella se convierte en una botella de cerveza que el joven sostiene triunfal en la mano. Para la mujer, la cuestión es que su amor (marcado por el beso) convierte a una rana en un hermoso joven, una presencia fálica completa (según los matemas de Lacan, la gran Phi); para el hombre, se trata de reducir a un objeto parcial la causa misma de su deseo (en los matemas de Lacan, una a minúscula). A resultas de esta asimetría, «no existe relación sexual»: nos las vemos bien con una mujer que tiene una rana, bien con un hombre que tiene una botella de cerveza. Lo que nunca tendremos es la pareja «natural» de la bella muchacha y el hermoso joven. ¿Por qué no? Porque del sustento fantasmático de esa «pareja ideal» resultaría la incoherente figura de una rana abrazada a una botella de cerveza. (Obvio es señalar que el punto de vista feminista elemental sería más bien que lo que las mujeres presencian como testigos en su vida amorosa cotidiana es el tránsito contrario: una besa a un hermoso joven y, cuando se le arrima en demasía, es decir, cuando es demasiado tarde, repara en que, en efecto, se trata de una rana.) Esto, así pues, abre la posibilidad de socavar el poder que una fantasía ejerce sobre nosotros por medio precisamente de la desmedida identificación con la misma, es decir, mediante el gesto de abarcar simultáneamente, dentro de un mismo espacio, la profusión de elementos fantasmáticos incoherentes. Dicho de otro modo, cada uno de los dos individuos se ve envuelto en su propio o propia fantasía subjetiva; la fantasía de la muchacha en torno a la rana que es en realidad un joven, la del joven en torno a la muchacha que es en realidad una botella de cerveza. Lo que el arte y la escritura modernos oponen a esto no es la realidad objetiva, sino lo «subjetivo objetivo» que subyace a la fantasía que los dos individuos nunca serán capaces de asumir en profundidad, algo similar a un cuadro al estilo de Magritte en el que una rana abrace una botella de cerveza, sólo que titulado «Hombre y mujer» o «La pareja ideal». (La asociación con el famoso «cadáver de mula sobre un piano» del surrealismo está aquí plenamente justificada, ya que los surrealistas también practicaban su propia versión de la travesía de la fantasía.) ¿Y no es ése el deber ético del artista de hoy en día, ponernos frente a la rana que abraza la botella de cerveza cuando soñamos con abrazar a nuestra amada? En otros términos, escenificar fantasías que están radicalmente desubjetivizadas, que nunca podrán ser asumidas por el sujeto. ¿No se trata de eso?
 
Así pues, éste es el punto al que tal vez tendemos: es posible que el ciberespacio, con su capacidad de exteriorizar nuestras fantasías más íntimas en toda su incoherencia, abra a la práctica del arte una posibilidad única de escenificar, de «representar» el sostén fantasmático de nuestra existencia, incluida la fantasía fundamentalmente «sadomasoquista», que nunca podrá subjetivizarse de forma plena. Recuérdese, por ejemplo, Eyes Wide Shut, la película de Stanley Kubrick, recuérdese la conclusión de la película, tan aparentemente vulgar, en la que, después de que Tom Cruise confiese su aventura nocturna a Nicole Kidman, esto es, después de que ambos se vean frente a frente con el exceso de sus fantasías, Kidman, luego de verificar que los dos están completamente despiertos, devueltos al día y, si no para siempre, sí al menos durante mucho tiempo, seguirán manteniendo la fantasía a raya, le dice que tienen que hacer algo cuando antes. «¿Qué?», pregunta él, y su respuesta es: «Follar». Fin de la película, títulos de crédito. La naturaleza del paso al acto como salida por una puerta falsa, como manera de evitar la confrontación con el horror del inframundo fantasmático, nunca se había estatuido de manera más brusca en una película; lejos de procurarles a ambos una cierta satisfacción corporal en la vida real, que redujera a la superfluidad lo vacuo de las fantasías, ese paso al acto se presenta más bien como recurso provisional, como medida desesperadamente preventiva y tendente a mantener a raya el inframundo espectral de las fantasías. Es como si su mensaje fuese: follemos cuanto antes mejor con el fin de asfixiar las fantasías desbocadas, antes de que vuelvan a aplastarnos… La ocurrencia de Lacan acerca del despertar a la realidad como huida de una huida de lo real con la que uno se encuentra en el sueño tiene más predicamento que nunca en lo tocante al acto sexual en sí: no soñamos con follar cuando no podemos follar; más bien follamos para huir y ahogar el exceso del sueño, que de lo contrario nos aplastaría.
 
«La verdad tiene la estructura de una ficción»: ¿existe mejor ejemplo de esta tesis que los dibujos animados en los que la verdad en torno al orden social existente se plasma de una manera tan directa como jamás podríamos encontrar en una narración cinematográfica, con actores «reales»? Recordemos la imagen de la sociedad que se obtiene en los dibujos animados agresivos, en los que se plasma una lucha entre animales: una despiadada pugna por la supervivencia, brutales trampas y ataques crueles, la explotación de los demás, su calificación de seres inferiores, agilipollados… Si esa misma historia tuviera que contarse en una película con actores de carne y hueso, sería sin duda víctima de la censura, o bien despreciada por pecar de un ridículo pesimismo excesivo. Por supuesto, también hay que tener en cuenta lo contrario: el potencial utópico que está presente en el universo de los dibujos animados, con su carencia de hondura realista, con la plasticidad de los cuerpos de los «muertos vivientes», etc. El salto crucial se produce a mediados de los años treinta, cuando los dibujos animados abandonan la antigua plasticidad anárquica, la falta de profundidad, los gags, etc., y pasan al universo más «realista» y emocional de los largometrajes de Disney, una domesticación en toda regla correlativa a la de los Hermanos Marx, que tras el fracaso financiero de Sopa de ganso se prestaron a su reinvención en manos de Irving Thalberg, de la MGM: su agresividad incontrolable y su anárquico espíritu de gags subversivos fue reconvertido en un elemento más de la narración principal centrada en torno a la pareja enamorada, con abundantes y aburridos números musicales; dicho en breve, se ven reducidos al papel de benévolos ayudantes de la pareja en sus muchos y variados contratiempos, hasta el punto de orquestar la unificación final de los dos amantes tras mil bizantinas peripecias.
La idea estándar consiste en que huimos a la ficción cuando la confrontación directa con la realidad es insuficiente: ¿no respalda justamente el destino de las descripciones artísticas del Holocausto la visión opuesta? Por espantosos que sean, somos capaces de ver documentales sobre el Holocausto, contemplar los documentos de esa catástrofe, mientras que hay algo falso en todo intento por plasmar una ficción narrativa «realista» sobre los sucesos de un campo de exterminio. Este hecho es más misterioso de lo que podría parecer: ¿cómo es que resulta más fácil ver un documental sobre Auschwitz que producir una película convencional que retrate lo que allí sucedió? ¿A qué se debe que las mejores películas sobre el Holocausto sean comedias? Aquí es preciso corregir a Adorno: no es la poesía, sino más bien la prosa lo que resulta imposible después de Auschwitz: es la prosa realista lo que falla estrepitosamente, mientras que la evocación poética del ambiente insoportable de un campo de concentración hace mucho más al caso. El realismo documental queda, pues, para quienes no pueden soportar la ficción: los excesos de una fantasía que opera en toda la ficción narrativa.
Quizá sea aquí de cierta ayuda una referencia al ejemplar análisis de Levi-Strauss, tomado de su Antropología estructuralista, sobre la disposición espacial de los edificios de los Winnebago, una de las tribus de los Grandes Lagos. La tribu se divide en dos subgrupos (o «moietiés»), «los que son de arriba» y «los que son de abajo»; cuando pedimos a un individuo que trace sobre una hoja de papel o sobre la arena el plan de su aldea (la disposición espacial de las casas), obtenemos dos disposiciones harto distintas, según pertenezca a uno u otro de los subgrupos. Ambos perciben la aldea como un círculo, pero para uno de los subgrupos hay dentro de ese círculo otro círculo central de casas, de modo que se trata de dos círculos concéntricos, mientras que para el otro subgrupo el círculo se divide en dos mediante una clara línea divisoria. Dicho de otro modo, un integrante del primer subgrupo (llamémosle «corporativista-conservador») percibe el plan de la aldea como un anillo de casas dispuestas de manera más o menos simétrica en torno al templo central, mientras que un integrante del segundo subgrupo («revolucionario-antagonista») percibe su aldea como dos amontonamientos diferenciados de casas separadas por una frontera invisible… Lo que quiere dejar claro Levi-Strauss es que este ejemplo de ninguna manera debería animarnos al relativismo cultural, de acuerdo con el cual la percepción del espacio social depende de la pertenencia del observador a uno u otro grupo: el mismo desgajarse de las dos percepciones «relativas» implica una referencia oculta a una constante que no es la disposición objetiva y «existente» de los edificios, sino un meollo traumático, un antagonismo fundamental que los habitantes de la aldea no son capaces de simbolizar, de explicar, de «interiorizar», de aceptar si se quiere; un desequilibrio de las relaciones sociales que impide a la comunidad su propia estabilización en un conjunto armónico. Las dos percepciones del plano de la aldea son sencillamente dos empeños mutuamente excluyentes por convivir con ese antagonismo traumático, sanar su herida por medio de la imposición de una estructura simbólica equilibrada. Es ahí donde se puede ver en qué sentido tan preciso interviene lo Real mediante la anamorfosis. Primero tenemos la disposición «real» u «objetiva» de las casas, y luego hallamos dos simbolizaciones que distorsionan las dos de manera anamórfica la disposición real. Sin embargo, lo «real» aquí no llega a ser siquiera la disposición real, sino el meollo traumático del antagonismo que se produce. Lo Real es por consiguiente la X o tachadura de la negación a cuenta de la cual nuestra visión de la realidad experimenta una distorsión anamórfica. (Por cierto que este dispositivo en tres niveles es estrictamente homólogo del dispositivo en tres niveles que aplica Freud a la interpretación de los sueños: el meollo real del sueño no es el pensamiento latente del mismo, que se desplaza/traduce en la textura explícita del sueño, sino el deseo inconsciente que se inscribe por medio de la propia distorsión del talento latente en la textura explícita.)
 
Por eso mismo, fue la propia fidelidad a lo real lo que obligó a Krzystof Kieslowski a abandonar el realismo documental; en un momento determinado, uno se encuentra algo más real que la realidad misma. El punto de partida de Kieslowski era el mismo que el de todos los cineastas de los países socialistas, a saber, la llamativa brecha que separa la mortecina realidad social de la imagen optimista y brillante que impregna los medios oficiales, fuertemente censurados. La primera reacción al hecho de que en Polonia la realidad social careciera de «representación» o estuviera «irrepresentada», como decía Kieslowski, fue, cómo no, el paso hacia una representación más adecuada de la vida real en toda su mortecina ambig√ºedad; dicho en dos palabras, un enfoque documental: «Existía una necesidad, muy excitante para todos nosotros, de describir el mundo. El mundo comunista había descrito cómo debieran ser las cosas, no como eran en realidad. (…) Si algo no se ha descrito, es que oficialmente no existía. Por eso, al comenzar a describirlo le insuflábamos vida». Baste señalar Hospital, el documental que rodó Kieslowski en 1976, en el que la cámara sigue a una serie de cirujanos de traumatología y ortopedia en un turno de 32 horas seguidas. Los instrumentos se les caen de las manos, la corriente eléctrica falla cada dos por tres, escasean los materiales más elementales, pero los médicos perseveran en el empeño hora tras hora, y no sin humor.
 
Si embargo, la experiencia inversa se instala en el medio: al nivel más radical, es posible plasmar lo Real de la experiencia subjetiva sólo so capa de ficción. Al final del documental titulado Primer amor (1974), en el que la cámara sigue a una pareja de jóvenes solteros durante el embarazo de la muchacha, la boda de ambos y el parto, el padre aparece sosteniendo en brazos al recién nacido y llorando. Kieslowski reaccionó a la obscenidad de esa intromisión sin disculpa posible en la intimidad ajena con el «miedo de las lágrimas de verdad». Su decisión, de pasar de los documentales a los filmes de ficción, fue en su esencia más radical una decisión ética:
 
«No todo se puede describir. Ése es el gran problema del documental. Cae en su propia trampa. (…) Si al preparar una película sobre el amor, no puedo entrar en el dormitorio cuando dos personas reales están haciendo el amor (…) Me he fijado, cuando hago documentales, en que cuanto más quería acercarme al individuo, más objetos que me interesaban se me cerraban a la mirada. (…) Me asustan las lágrimas de verdad. De hecho, ni siquiera sé si tengo algún derecho a fotografiarlas. En tales momentos, me siento como alguien que se encuentra en un terreno que, de hecho, está más allá de su alcance. Ésa es la principal razón de que abandonase los documentales.»

8 responses to “Fotografía, documento, realidad: una ficción más real que la realidad misma

  1. por supuesto q me gustaria recibir mas informacion sobre este tema para mi tan interesante y poco entendido y conocido algunas veces ,ya q para conversar de esto ,hay q sacarse la campera de los prejuicios,y reconvertir mal aprendizaje

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