Identidades virtuales colectivas o ¿quién cojones fue Luther Blissett?

Luis Navarro

En el verano de 1994, un artista de tardovanguardia (sic, si) llamado Harry Kipper, uno de esos seres desconocedores del rídículo dispuestos a inmolarse siempre que se les mire, emprendió una obra de arte total otra vez a vueltas con la bicicleta: el proyecto “Art In Europe”, consistente en un recorrido psicogeográfico a través de diversas ciudades, de forma que su trazado en el mapa continental compusiese la palabra ART. Bien avanzada la obra, el artista desaparece en uno de los trayectos. Ante la falta de noticias, se despierta la alarma entre sus amigos y compañeros del movimiento estético en el que milita, el neoísmo, algo que, desde fuera, se percibe como una refundación de los presupuestos dadá tras la experiencia punk, pero que en realidad se anuncia como una conspiración internacional cuyo objetivo es destruir conceptos básicos de la ideología burguesa, como el de “sujeto” (¿sujeto a qué?) y “autoría” (toda construcción humana se inscribe en una tradición a la que plagia, en mayor o menor medida). De hecho, Harry Kipper suele firmar sus obras con seudónimos, como por ejemplo Luther Blissett.

Eso, al menos, dice la leyenda. Pero su historia es mucho más reveladora. El “verdadero” Harry Kipper hace tiempo que desapareció en los basureros de la historia, como uno de esos conductores suicidas que un día fracasan y otro se estrellan. Y su nombre es adoptado por una entidad imaginaria para poner en marcha su propia leyenda. Al final, nadie sabrá a qué atenerse a la hora de establecer las atribuciones. Y se trata de eso.

Los medios tienen noticia, y se lanzan a ella como perros hambrientos. El mundo que vivimos es muy aburrido. La televisión italiana gasta el dinero de los contribuyentes en buscar a una personalidad imaginaria. Indaga en los medios neoístas de Europa. Entrevista a algunos de los bromistas. Finalmente, Luther Blissett reivindica que todo es una farsa, pero no por ello menos real, ya que ponía de manifiesto dos cosas: una era la ingenuidad de los medios, sólo equiparable a la mediocridad de los ingenuos; y otra, que los neoístas venían experimentando con los nombres múltiples desde los tiempos de Monty Cantsin.

En propiedad, no deberíamos hablar de nombres múltiples, sino de referentes múltiples para una identidad que se construye colectivamente; una identidad que canaliza en la ficción la aspiración humana de acción, de intervención sobre lo real, de forma que, a pesar de su naturaleza virtual, se convierte en un mito más real que cualquiera de las existencias particulares que lo han conformado.

Es, también, más allá de las cuestiones referentes a esencias e identidades, un nombre que se identifica con una práctica. Los desvaríos personales, las frustraciones íntimas, no se proyectan sobre la identidad múltiple más que en la forma de acción positiva o superación de las coerciones e imposiciones que pesan sobre el individuo. Se trata de una “construcción social”. Según la teoría, cualquiera puede servirse del nombre múltiple para promover una acción, pero esta acción se inscribe en un contexto de actuación que el nombre múltiple determina, de forma que a su vez enriquece su legado y relanza el mito. De no ser así, éste se desdibuja y se descompone.

La identidad colectiva fraguada en base a mitos procesuales ha sido recurrente en la historia de los movimientos de liberación. Recordemos los ejemplos del General Ludd (que lideró imaginariamente las revueltas antimaquinistas en los orígenes del movimiento obrero) o del Subcomandante Marcos, convertido en referente abstracto del movimiento zapatista, que alcanzó eco mundial a mediados de los noventa. Se trata de manifestaciones espontáneas de los descamisados de la historia, una forma de firmar la acción de los “sin nombre” y dar voz a los “sin voz”. Responde a una lógica que no establece distinciones entre acción individual y colectiva, extraña a la mentalidad burguesa marcada por el signo de la individualidad, obsesionada con plantar su firma en los espacios conquistados del mundo.

La práctica artística del siglo XX ofrece también casos frecuentes del uso de identidades múltiples, con mayor o menor consciencia o propósito crítico. En los años veinte, uno de los seudónimos utilizados por Duchamp, Rrose Sélavy, se convirtió en musa virtual de algunos surrealistas. Las vanguardias, en general, con su cuestionamiento radical de las categorías del arte burgués (genio, obra, estilo) prepararon el terreno para el ejercicio de una práctica irreductible a la ideología del arte. La red postal de intercambio creativo puesta en marcha por Ray Johnson en los años cincuenta funcionaba de hecho como uno de estos contextos de actuación colectiva, donde el apropiacionismo era la norma, y la obra a menudo un simple canal a través del cual se comunicaban los corresponsales mediante el juego de “añadir y pasar”.

El propio Luther Blissett no era sino el último avatar de un movimiento llamado “neoísmo” surgido de las redes de mail-art a mediados de los setenta, en torno a la estrella pop múltiple Monty Cantsin. Precisamente el hilo conductor de este movimiento era generación de contextos de actuación de código abierto y los juegos con pseudónimos, apuntando a una crítica práctica del concepto burgués de “identidad”. Surgido en un momento en que la network registraba su mayor volumen de actividad y sus desarrollos más brillantes, su reputación creció a lo largo de los noventa gracias a una serie de burlas a través de los medios de comunicación, hasta que a principios del año 2.000 sus principales valedores decidieron suicidarlo para afrontar otros retos. En España, donde existían referentes muy similares en proyectos como Preiswert Arbeitskollegen o Industrias Mikuerpo, el movimiento se desarrolló con criterios propios a partir de fanzines y performances que apuntaron, sobre todo, a la convocatoria de una Huelga de Arte para los años 2000-1.

Los nombres múltiples tienen naturaleza vírica, replicándose en la adopción por parte de muchos actantes y evolucionando con ellos. Son memes, en el sentido que apuntó Dawkins en los años setenta y que hoy trata de elaborarse de forma científica para estudiar los mecanismos de la evolución cultural. Es decir, constituyen “unidades de información”, patrones que discurren por los circuitos de comunicación con capacidad para propagarse y producir derivas fractales, aunque expuestos también a la extinción y el olvido. Son los habitantes propios de las redes, a las que dan consistencia y sentido por otro lado, en una época en que la estructura en red parece imponerse sobre los modelos jerárquicos en aspectos tales como la organización de las sociedades y la difusión del conocimiento. Su adopción consciente pone de manifiesto lo extemporáneo de conceptos como el de “originalidad” y “autoría”, así como de los “derechos” derivados de estos conceptos, pues la cultura no es un conjunto acumulativo constituido por unidades discretas de significado, sino el producto de la interacción humana y la reelaboración constante de sus resultados en nuevas interacciones.

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