Infección/Defección

El enemigo está dentro: el individuo autosuficiente contemporáneo tiene un pasajero dentro de su cuerpo. Un giro en la percepción de lo trascendente nos ha llevado de lo infinitamente grande y separado a lo inconcebiblemente pequeño y adquirido. Nuestro concepto de individuo separado está en crisis no sólo por razones políticas, sociales, culturales o psicológicas. Tampoco en sentido biológico podemos hablar de un sistema orgánico autosostenido mediante interacción con un entorno inanimado; tal sistema sería estable y se limitaría a consumar su destino. Innumerables microorganismos nos habitan, completamente adaptados a nuestros procesos fisiológicos y reproductivos, entregados como oferta en el mismo pack consumible de la vida. Algunos son a veces molestos, otros pasan simplemente inadvertidos y muchos resultan imprescindibles para consumar los procesos vitales a que estamos adaptados; ni siquiera seríamos sin ellos.

Pensemos en una comunidad tan heterogénea que una parte de sus miembros ignora qué percepción del mundo se da en la otra, o desconocen mutuamente su existencia porque la desarrollan dentro del mismo soporte, pero en contextos totalmente diferentes. No están hechos para percibirse, y sin embargo interactúan de forma simbiótica. En esta comunidad de especies que han alcanzado un estado de equilibrio dentro del sistema compartido se infiltran permanentemente elementos invasores. Hacia fuera, este sistema inestable forma parte de otro(s) sistema(s) inestable(s) con los que se relaciona, buscando siempre su posición y su equilibrio. Sería difícil establecer una jerarquía en este juego de equilibrios y derivas: los planos separados tienden a mezclarse, ‘lo desconocido’ siempre llega como una noticia de esos otros planos de realidad, se produjo en ellos como un desarrollo autónomo que ahora interfiere el nuestro, trascendencia que hoy se concibe como producción: el virus que llega del espacio exterior.

El Virus sería un elemento simple cuyo único objetivo es la propia reproducción en otros seres. El elemento invasor no es esencialmente maligno ni busca destruir el sistema que empieza a parasitar, sino todo lo contrario, ya que sus propias posibilidades de reproducción dependen por completo de las posibilidades de reciclaje de dicho sistema, tanto como su propia existencia no se manifiesta sino como un cambio en la forma del mismo. Sin embargo tiende a provocar siempre un desajuste cuando esta forma de existencia no ha sido plenamente adaptada. Si el elemento ya ha sido procesado el sistema dispondrá de anticuerpos que desactivarán el mensaje desequilibrante, pero este mecanismo no está garantizado, ya que los microorganismos, en función de su simplicidad, son capaces de una gran plasticidad, y consiguen transmitir con frecuencia los mismos síntomas bajo codificaciones siempre nuevas. Es conocida la dificultad enfrentada por los virólogos a la hora de detectar y tratar el SIDA, debido a la enorme «astucia» planteada por el virus responsable de esta constelación difusa de «enfermedades», capaz de mutar constantemente y de alcanzar formulaciones de sí mismo que burlan todas las vigilancias. Cada año se detectan nuevas formulaciones del virus de la gripe, muchas de ellas provocadas por los desafíos lanzados por la medicina a través de las vacunas y de la medi(c)ación paranoica, dándose el resultado paradójico de que la propia lucha contra el virus puede fomentar la aparición de especies adaptadas a las nuevas condiciones.

El virus no ataca al organismo globalmente, sino que lo infecta localmente. La misión de la partícula vírica que logra alcanzar la célula sin ser reconocida es modificar su código genético en un sentido que facilite su propia replicación. Pero este «fraude» de escritura, este detournement clandestino del espacio ocupado producirá en el organismo que lo soporta el «síntoma» mediante el que el virus se expresa, y únicamente a partir del cual será diagnosticada su existencia. El síntoma es la emergencia en un plano de realidad de algo que acontece en otro plano de realidad, la noticia de lo trascendente o la «novedad comunicable». Sólo la esporádica afirmación del virus desarraigado y disconforme nos da algo que decir cuando alguien nos pregunta cómo estamos. Para el enfermo todo es sinónimo de su enfermedad, y él mismo no se define por otra cosa.

Ahora la célula expele partículas víricas capaces de contaminar otras células y reiniciar el proceso. Generalmente un virus es una escritura azarosa con pocas probabilidades de asentarse en el sistema: sus efectos virulentos suelen ser destructivos para el organismo que lo hospeda, por lo que son rechazados finalmente por el mecanismo inmunológico o agotan su ciclo sin asegurarse la reproducción. Así como todo ser vivo se adapta al medio, emigra o perece, el Virus se adapta al ser vivo, muta o es eliminado como una simple toxina. Por ello el virus que parasita temporalmente un organismo busca medios de transmisión a través de los cuales acceder a otros organismos y reiniciar allí el proceso, manifestándose cuando lo logra en forma de epidemia. También en el proceso de contagio muestran los virus una diversidad notable: todo tipo de fluidos corporales, objetos compartidos, alimentos ingeridos o el propio aliento según el tipo. En el caso improbable, pero posible en función del gran número de interacciones, de que el virus se estabilizase en un número de individuos, habría generado un factor transmisible de diversidad.

La dinámica descrita presenta grandes analogías con los procesos de interacción social que se condensan en la cultura. La cultura es la realidad formal que media la actividad humana. No podemos saber si nos posee o la poseemos. Cuando la concebimos como algo dado e indiscutible es probablemente ella quien se reproduce a nuestra costa. Cuando nos oponemos a algunos de sus contenidos lo hacemos siempre en función y a través de otros, de manera que no hay posibilidad de escapar a alguna dinámica de abstracción que nos haga reconocibles para los demás, a alguna formalización por tanto de algo que podríamos percibir, continuando con nuestro juego, como «el virus de la cultura», o el concepto de cultura atravesando la historia, transmitiéndose bajo un proceso análogo y muy diversas formulaciones. Suponer aquí que la cultura es un virus que se reproduce de modo estable en el animal humano no implica sino la metáfora de un injerto orgánico que se ha impuesto en las dinámicas selectivas y se ha constituido en capacidad del animal viviente lanzado a una nueva etapa evolutiva: cultura, en vez colmillos, un olfato fino o piernas veloces. Cultura, en lugar de miedo.

La base para esta analogía la otorga el hecho de que ambos sistemas se estructuran como una escritura. Podemos comprender nuestra secuencia ADN como la escritura inmanente que determina la mayor parte de los rasgos externos del individuo viviente, y las fórmulas condensadas de la cultura (ritos, mitos, instituciones o costumbres) como escritura trascendente que determina la mayoría de las disposiciones prácticas del individuo humano. No porque en nuestra cultura occidental y judeocristiana el libro haya sido el medio de transmisión de cultura por antonomasia y haya heredado el prestigio de «objeto revelador» de su origen: esto más bien contribuye a sepultar y mistificar el tipo de escritura al que hago referencia, que no es sino la imagen que un grupo humano se hace de sí mismo. No es preciso ceñirse a la secuencia discursiva y si acaso sí concebir ya esa mediación que es el objeto transmisor de cultura como una emergencia que parasita la conciencia social y busca reproducirse en ella. A través del libro, al fin y al cabo, el conocimiento establecido se reproduce en las conciencias como un residente estable y estabilizador, es el aparecido que trae la noticia trascendente de la autoridad histórica, pero que en la modernidad se constituye también, al lado de las mediaciones que le suceden y muy influido entonces por ellas, en molécula responsable de nuevas apariciones, producciones que la dinamizan.

Pero no se trata aquí de describir dos dinámicas paralelas, de las cuales una sería la alegoría más o menos mecánica de la otra y ésta el paradigma más o menos sesgado de aquélla. Ambos planos de realidad, naturaleza y cultura, no pueden entenderse en oposición ni sólo en relación de complementariedad formal, sino que están imbricados uno en el otro, resultan en última instancia indiscernibles y su conceptualización separada sólo obedece a una elección de perspectiva. El individuo humano está genéticamente dispuesto para ser un individuo cultural; nuestra escritura exterior del mundo condiciona la supervivencia de determinados rasgos sobre otros. Esta interactividad, que siempre ha funcionado de hecho naturalizando la cultura al tiempo que se cultivaba la naturaleza, mantenía bajos niveles de eficacia mientras seguía predominando una naturaleza indomable sobre la que se injertaban dolorosamente los rasgos de la cultura, mientras que unos pocos, apropiándose de lo que es común y de sus mediaciones, ponían en juego nuevos dinamismos selectivos. Los mecanismos por los que ese conocimiento resulta operable permanecían a disposición de una minoría, por lo que se presentaba como un flujo trascendente, dado e imperativo. Hoy transcurrimos la mayor parte de nuestra existencia en un entorno culturizado en el que la novedad constituye la norma y la única marca de trascendencia a que podemos aspirar. El paisaje de diseño (más o menos afortunado) que son nuestras ciudades aparcela y canaliza nuestra conciencia igual que lo hace con el territorio. Los vaivenes de la opinión pública siguen los dictados de la información. Se existe televisivamente, periodísticamente, informáticamente. Los eventos ya no son lo que sucede, ni la trascendencia que se expresa a través de ellos, sino la reconstrucción vírica que de ellos hacen los medios. El flujo incontinente de novedades se ha abstraído de toda noción de progreso y ya no tiende sino hacia sí mismo. La representación, que se materializa en la erección que provoca la chica del anuncio, termina absorbiendo a ésta y reconduciéndola hacia la abstracción extrema del flujo de capital, Representación Máxima. Retorno del Aparecido, de una forma de Trascendencia que se ha hecho indiscutible bajo su disfraz profano. La dominación capitalista, que tiene su origen en la revolución burguesa, se reproduce de nuevo y se refuerza con cada revolución virtualizada. Todas estas novedades han perdido su poder de innovación. El principio de placer y el principio de realidad, tradicionalmente enfrentandos como el sujeto a sus resistencias, han sido superados por la máquina del capital mediante la formulación de un principio de realidad virtual que mistifica toda realidad en su representación y permite el goce de la representación en sí misma.

El primer movimiento por el que la máquina capitalista se agencia cualquier impulso de transformación es el reconocimiento. A medida que la máquina procesa información y se hace más compleja resulta mucho más sencillo para ella incorporar novedades y adecuarlas a sus mecanismos de producción, e incluso aportar alguna modelización previa que reconduzca la novedad al campo glamouroso de los «remakes». Aquí la máquina sale a la calle (el activista y el espía utilizan probablemente la misma marca y modelo) y recorre con su ojo divino las huellas de resistencia de lo humano, ensañándose en la mierda y en los cristales, buscando la proporción que produce la emergencia, allí donde aún queda algo que contar. A continuación se produce el aislamiento de la molécula emergente y sus propiedades: la máquina selecciona los accesos a esa realidad, abstrayéndola de sus relaciones, y se apropia de la trascendencia propia del suceso, de su alma o paradigma. De ella no quedan más que imágenes, y éstas no son todavía sino material en bruto. Siguiente paso: elaboración de contratipos. La máquina corta y pega a conveniencia de la máquina, construye su propia trascendencia, se autoproduce en el nuevo paradigma. Aunque documentase fielmente el paradigma originario, ya no es lo que fue, ni deja de serlo, lo que permite conjugar a conveniencia lo virtual y lo real en esa frontera ambigua. El proceso se culminará con la conversión en mercancía buscada desde el principio, momento en que se hace patente la conversión de lo otro en lo mismo y la reproducción de lo mismo a través de lo otro, es decir, el mecanismo básico de alienación con todas las matizaciones y extensiones que hoy comporta.

Este proceso, repetido una y otra vez, enfrenta siempre el problema del desgaste de lo conocido. La reproducción de la Máquina, no referida a ninguna trascendencia exterior que la justifique, necesita alentar su propia trascendencia, recrear siempre lo sorprendente, lo no visto, el lugar donde el miedo y el deseo todavía movilizan alguna transacción numérica. Esto le lleva a transgredir constantemente los códigos (hasta que el efecto de transgresión se vuelve contra sí mismo), a innovar y multiplicar permanentemente el campo de las mediaciones (hasta que la mediación sea comprendida por el ciudadano medio como un juguete sin más trascendencia), a hacer cada vez más visible lo que proliferaba gracias a su invisibilidad. Y aunque estamos todavía lejos de localizar, aislar y desactivar a nuestro propio «odiado pasajero», el modelo y su puesta en práctica resultan hoy accesibles para cualquiera que desease estar verdaderamente informado.

Extraído de «Dinámica de virus. El principio de realidad virtual«

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