La cultura según Guayem

GUAYEM Barcelona

Noviembre 2014. Borrador del Eje de Cultura de Guayem pendiente de validación

GANAR BARCELONA RECUPERANDO LA CULTURA

1. La cultura como recurso

En 1999, James D. Wolfensohn, entonces presidente del Banco Mundial, declaró en la inauguración del encuentro “La cultura cuenta: financiación, recursos y economías de la cultura para el desarrollo sostenible” que la cultura podía ser un componente esencial para el desarrollo económico. Wolfensohn señalaba que, de entonces en adelante, la cultura debía desempeñar un papel destacado en la política del Banco Mundial. Y ello tenía una doble implicación. En primer lugar, abría la puerta a la aplicación de parámetros económicos neoliberales a la producción, distribución y consumo de bienes y servicios culturales. En segundo lugar, situaba a la cultura en un papel protagonista de ciertos modelos de desarrollo regional y urbano.

Conviene tener claro ese punto si queremos entender el papel que han cumplido las políticas culturales en Barcelona y tomar esa perspectiva para vislumbrar cuál ha de ser la «nueva política» de la cultura en la revolución ciudadana. Las políticas culturales de las dos últimas décadas no se pueden criticar sólo bajo el prisma que nos habla de la «mercantilización» de la cultura que tuvo lugar durante la segunda mitad del siglo pasado. Lo que el ejemplo del Banco Mundial nos exige es entender cómo la cultura ha sido funcional para fines políticos y económicos en las políticas de desarrollo para ciertos territorios. No es que se mercantilice la cultura, sino que la cultura se convierte en una herramienta de gobierno y un recurso con el que mercantilizar la ciudad.

Cuando las políticas culturales empezaron a diseñarse para tener efectos directos en procesos urbanos, sociales y económicos, la cultura se convirtió en una esfera de alto voltaje político. En nombre de «la cultura» se han llevado a cabo proyectos de planificación urbana, procesos de revalorización del suelo, intentos por fomentar la sustitución social en zonas de la ciudad degradadas o en declive (expulsión de poblaciones envejecidas o empobrecidas en determinados barrios, sustituyéndolas por nuevas clases medias urbanas). También con el señuelo de la cultura se han ejercido prácticas tendentes a producir una identidad que ayudara a situar a las ciudades en posiciones de ventaja en un competitivo mercado global.

Barcelona ha sido un importante laboratorio reconocido internacionalmente a la hora de usar la cultura como un recurso para la remodelación urbana y para vender una identidad propia en el mercado competitivo de las ciudades globales.No por casualidad, exactamente al mismo tiempo que las declaraciones del Presidente del Banco Mundial, el Ajuntament de Barcelona lanzaba su primer Plan Estratégico de la Cultura (1999) posterior a la creación del ICUB (Instituto de Cultura de Barcelona, 1996). Con ese Plan se quería fomentar que toda una serie de elementos culturales tuvieran un papel central en la construcción de Barcelona como capital global. La inversión en cultura se reforzaba para «adaptar» la ciudad a un mercado internacional, permitiendo escalar en el ranking de «capitales culturales».

Estos planes no se dibujaban en el aire. Barcelona era una ciudad muy adecuada para este Plan Estratégico, que se sostenía sobre el rico humus de una metrópolis donde las contraculturas, la experimentación cultural de vanguardia y las culturales populares muy diversas, así como unas estructuras incipientes de empresarialidad cultural nada despreciables, habían proliferado muy especialmente desde la década de 1960. Dicho de otra manera: esta planificación estratégica buscaba «fomentar» de manera controlada este tejido, para ponerlo al servicio de la construcción de una ciudad-empresa y una ciudad-marca competitiva en el mercado global.

El primer Plan Estratégico de la Cultura ya declaraba la estrecha relación entre cultura y sector turístico y se programaba la función que los grandes eventos culturales tendrían para impulsar la imagen de Barcelona. También el papel del patrimonio modernista como una forma de fijar el «atractivo» de la ciudad, la posibilidad de incrementar públicos (turistas) con la oferta cultural o el fomento de años temáticos con pretextos culturales como el año Gaudí en 2002, el año del Diseño en el 2003 o el Fórum Universal de las Culturas en 2004. Por supuesto, los Juegos Olímpicos del 92 fueron el prototipo de este diseño estratégico, con una gobernanza urbana centrada en una ambigua «participación», y que implicaba al conjunto de la ciudad en la producción de un imaginario teñido de «cultura». Todo ello guiado por el vector de los grandes intereses empresariales y financieros locales y con vistas a fomentar la inversión de capitales extranjeros.

En el 2006 se lanzó un segundo Plan Estratégico de la cultura en Barcelona. Más amable en su formulación, este segundo Plan mostraba en todo momento una tensión contradictoria entre a) la apelación a la «excelencia», b) el fomento de la «industria» y c) la función «social» de la cultura. Se planteaba la necesidad de crear espacios de acceso a la cultura para toda la ciudadanía mediante políticas «descentralizadoras». Se prometía dotar de más y mejores recursos al «tejido creativo» así como lograr una hipotética «mejora de las condiciones para desarrollar todo su potencial».

2. La cultura como útil para el beneficio de las élites y la precarización de la ciudad

A fecha de hoy, podemos diagnosticar cómo estos planes han producido determinadas tendencias:

• La cultura ha sido utilizada como una forma de gobierno urbano que homogeneiza la ciudad. Apelar con buenas palabras a la integración de las diferencias mediante la cultura ha servido para desplazar conflictos sociales en beneficio de un imaginario urbano «multicultural». Se ha
promocionado todo aquello «adaptable» a la oferta de la «marca Barcelona» en detrimento de formas de cultura disonantes. El resultado es una gobernanza desde arriba que ha camuflado nuestra compleja realidad urbana determinada por los eslóganes que mejor pueden penetrar en el mercado.

• Esta forma de gobernar la cultura ha beneficiado a aquellas élites urbanas capaces de controlar los espacios donde capitalizar la «marca Barcelona». El capital simbólico producido socialmente se ha usado para subastar la ciudad en beneficio, no del tejido local, sino de los grandes
inversionistas que extraen renta de este paisaje colectivo. Barcelona se ha convertido así en un escenario abierto a la inversión de grandes lobbies turísticos e inmobiliarios y de las grandes corporaciones que hay detrás, por ejemplo, de estrategias como la Smart City. Hay por tanto una conexión no siempre aparente entre las políticas culturales y la venta de parcelas de territorio a élites financieras, como ocurre en el caso del Port Vell.

• La centralidad de la cultura en las políticas de remodelación de la ciudad ha provocado paradójicamente la degradación de la ciudad, también como espacio de producción cultural. Barcelona como ciudad-marca ha capturado continuamente todas las cualidades de su entorno (territoriales, culturales, sociales) para crear «valor diferencial», para proyectar aquellos sig-nos de distinción que la hicieran apetecible a la inversión especulativa o al consumo. Barcelona ya no parece una ciudad construida por una ciudadanía que produce una cultura rica, heterogénea y dinámica. Hoy día parece más bien una ciudad diseñada mediante un recurso cultural banalizado y puesto al servicio de la frialdad comercial.

Algunos análisis críticos proponen una interpretación cerrada de los datos anteriores. Plantean la «marca Barcelona» como un proyecto totalizador plenamente exitoso, sin que apenas haya existido un afuera ni un adentro crítico. Sin embargo, nosotros queremos señalar tres aspectos que nos permiten plantear más bien algunas ambivalencias. Tener en cuenta estas ambivalencias es vital para poder plantearnos qué hacer a partir de ahora:

• La centralidad que la cultura ha adoptado en las políticas generales, hacen que Barcelona sea actualmente una ciudad ampliamente dotada de equipamientos. La gran dotación que Barcelona tiene de infraestructuras culturales resulta óptima para una nueva planificación cultural democrática y de iniciativa ciudadana.

• A pesar de todo, ha ido regenerándose en la ciudad un tejido cooperativo que produce, difunde y distribuye la cultura. Aunque muchas veces este tejido cultural cooperativo —formal e informal— esté condicionado, sea dependiente o se relacione con las políticas e instituciones culturales oficiales, opera desde un enfoque totalmente diferente al de éstas. El hecho de estar fuertemente precarizado, indica que se debe plantear, desde unas nuevas políticas culturales, el sostenerlo y fomentarlo sin supeditarlo a intereses económicos y políticos de las élites.

• La función de la cultura como canalizadora o neutralizadora de la diversidad o del conflicto social, puede ser perfectamente transformada en otro modelo que, haciendo uso de los equipamientos, recursos o políticas previas, permita una relación menos instrumental entre el tejido cultural popular de la ciudad y las políticas urbanas oficiales. Se trata de invertir la relación entre «culturas populares» y «políticas culturales institucionales». Por un lado, las políticas institucionales han de atender a cuáles son los conflictos que la ciudadanía expresa, para plantear su resolución democrática y no su neutralización mediante la «cultura». Por otro lado, las «culturas populares» de la ciudad tienen que volver a ser reconocidas como el agente político de primer orden que históricamente fueron, y no como una decoración de la «ciudad-marca».

3. Ideas para una nueva política cultural municipal de la revolución democrática

En este sentido, nos parece que un cambio de rumbo en las políticas culturales de la ciudad, que permitiera a «la cultura» articularse con la actual revolución de la ciudadanía, debe plantearse mediante un diagrama de intervención en tres planos:

A. La gestión cooperativa de la cultura y de la producción del conocimiento. Se trata de sostener y fomentar las redes y espacios existentes donde la cooperación cultural tiene lugar mediante la interacción de agentes autónomos, aunque habitualmente en relación flexible con las instituciones públicas. Es urgente «desprecarizar» la producción cultural cooperativa de la ciudad evitando su utilización como mero recurso para la «ciudad-empresa», regulando las contrataciones externalizadas y priorizando la colaboración municipal con las pequeñas y medianas «cooperativas» culturales como una medida de redistribución hacia la ciudadanía del capital simbólico y económico que éstas ya producen.

B. La gestión público-comunitaria de la cultura. Son las instituciones de cultura popular: ateneos, casales, centros cívicos, centros sociales que unas veces son autogestivos y otras hacen uso de infraestructuras o recursos cedidos por las instituciones públicas. Se las ha de dotar de un marco regulador que las reconozca como agentes político-sociales protagonistas en la vertebración de los barrios, diferentes de los intereses empresariales privados y con una relevancia superior a la mera decoración cultural de la ciudad.

C. La gestión pública de la cultura. Son las instituciones culturales que consisten en grandes equipamientos públicos (los museos o grandes centros culturales como imagen típica, pero también otros equipamientos municipales de menor envergadura). Los equipamientos culturales municipales han de responder al mismo grado de ética, transparencia y fiscalización ciudadana que la revolución democrática ciudadana está exigiendo a sus representantes en la gestión pública.

4. Cambio de rumbo: de la cultura como recurso a la cultura como derecho

Se ha de pensar integralmente la relación entre los grandes equipamientos públicos, las pequeñas instituciones de cultura local popular establecidas en los barrios de la ciudad o los sectores profesiones especializados. Se han de fomentar las interacciones entre las formas de producción cultural cooperativa que provienen de la tradición de las «altas culturas» y de la economía urbana, y aquellas otras tradicionalmente arraigadas en los territorios de la ciudad vinculadas a la tradición de las «artes populares». Se han de implementar políticas públicas que, más allá de la distinción tópica entre creación individual y cultura popular colectiva, estén orientadas siempre por los principios del bien común y el acceso libre y democrático a la cultura. Por ejemplo, pensando cómo convertir en públicamente accesible todo bien cultural producido con el concurso de recursos públicos.

Se trata de trabajar, en este sentido, unas nuevas políticas culturales de la revolución ciudadana que atraviesen las divisiones sectoriales y que abra el ámbito cultural a una relación renovada con la ciudadanía empoderada.

De manera general, las políticas culturales de una revolución ciudadana en Barcelona han de facilitar y optimizar la existencia de la cultura como un bien público. Se trata de potenciar no sólo la multiplicación del tejido social de la cultura, sino de hacer que sus resultados sean accesibles para toda la ciudadanía sin distinciones.

La cultura como una práctica y como un derecho de la ciudadanía, no como un recurso para los intereses de las élites.

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