El periódico mural Soberanía Popular en la Tabacalera. Foto de Santi Ochoa
Recuperamos el artículo Nada para siempre de Luis Navarro publicado originalmente en el periódico Soberanía Popular.
NADA PARA SIEMPRE
Luis Navarro
«Está escrito» no significa hoy gran cosa. Cualquiera puede escribir (sin caligrafía, sin ortografía, sin grafología). Pero hubo un tiempo en que la escritura se correspondía casi sin cuestión con el ámbito de las esencias. La escritura dictaba, era la encarnación pura de la idea. Los negros eran inferiores porque «estaba escrito» en un libro occidental. Somos una cultura «de libro», levantada sobre Escrituras. Unos tienen su biblia y otros su capital. Antes de ser bautizados somos escritos, y se dicen por escrito los contratos, las promesas de amor, la vivienda, las ejecuciones y hasta la muerte natural.
El reino de los escritos está fuertemente jerarquizado: sustantivos y derivados, verbo y citas, obras inmortales que abarcan civilizaciones completas. El escrito fundamental que imprime nuestra vida en sociedad se empezó llamando Carta Magna y ahora Constitución. No emana de sí mismo, sino del marco de valores que rigen la comunidad y de sus fuentes (políticas, morales, religiosas). Cada comunidad tiene un escrito constituyente que funda su soberanía, pero desde que descubrimos que son combustibles cambian con el paso de los años. Algunos mueren nada más nacer.
La soberanía es un concepto histórico: no encarna una esencia ni surge en la reflexión, sino en las luchas políticas que determinan la distribución del poder, cambiando su sentido en función de quién lo detenta. Su referencia es por tanto confusa y depende a menudo del adjetivo que lo acompaña. Los usos del término «soberano» se inscriben antes en el campo de la dominación que en el de la autonomía. El origen etimológico tampoco está especificado con certeza, aunque su raíz parece apuntar a algo que se encuentra por encima, que cuenta sobre todo lo demás. Lo determinante es entonces a qué o a quién se atribuye soberanía, y con respecto a qué o quién.
La soberanía es, en definitiva, el lugar del poder. Si el poder reside en una sola persona, si uno se encuentra sobre los demás se identifica con la autoridad: la cualidad de soberano que detentan monarcas y dictadores; si el poder está desigualmente repartido, unos sobre otros en razón de su clase, posición o beneficio, la soberanía se convierte en una ficha en el juego de la dominación disfrazada de bien común; si el poder se distribuye de forma igualitaria entre los miembros de la comunidad y ninguno tiene potestad para obligar a otro, entonces ya no hay soberanía alguna, porque hay autonomía. Estas tres figuras básicas se corresponden con los conceptos históricamente determinados de soberanía real, nacional y popular. Puede también hacerse residir todo poder fuera, en una instancia supraterrena que gobierna el mundo material anulando la soberanía inmanente e igualando a todos en la obediencia. Esta configuración, propia de las concepciones religiosas pero también inherente a ciertas ideologías, aboliría teóricamente todo principio de autoridad y de dominación, pero también toda posibilidad de autonomía. En la práctica ha servido para sancionar históricamente el poder de sus respectivos mediadores institucionales eliminando toda posibilidad de intervenir sobre el discurso por parte de cualquiera.
Fue justamente de las luchas entre poderes mediadores diversos de donde emergió el concepto de soberanía, vinculándose más tarde a la monarquía y a la forja del estado-nación. La afirmación del principio de soberanía nacional trataba de blindar el poder del estado no solo frente a los demás estados, sino también frente al poder religioso y frente a los intereses individuales de quienes lo conforman. El estado se erigía en garante de la soberanía suprema de la nación anteponiendo el interés común sobre los de sus particulares bajo el supuesto hobbesiano de que el individuo es asocial por naturaleza. La realidad nacional no era producto de la convergencia, sino del conflicto de intereses, de ahí que no todos los intereses tuviesen el mismo peso en la conformación de esta soberanía ni se beneficiasen igualmente de ella. El concepto de soberanía, en definitiva, no se forjó para la afirmación de la dignidad humana y el desarrollo de la libertad, sino para reducir al ciudadano a la condición de súbdito en deuda permanente con una entidad abstracta.
Fue Rousseau, en uno de sus textos clásicos que inspiró la Constitución resultante de la revolución francesa, el que avanzó una formulación que hacía extensible el principio de soberanía a todos los ciudadanos, apuntando así al sufragio universal y señalando que «la soberanía no puede estar representada, por la misma razón por la que no puede ser enajenada». Es de esta concepción de donde arrancan nuestras imperfectas democracias parlamentarias, si bien la lógica de la representación se impuso en la práctica y la conquista del sufragio universal fue un camino largo y conflictivo. A principios del pasado siglo, el ejercicio de la «soberanía» seguía siendo, como indicaba la publicidad de una conocida marca de brandy durante la dictadura, «cosa de hombres».
La «soberanía popular» que proclama esta formulación es por tanto un concepto derivado, construido idealmente por contraposición al de «soberanía nacional» que había legitimado anteriormente a las monarquías y a los gobiernos liberales burgueses, basados en el sufragio censitario. Su sentido era incluir a las capas más bajas de la población, elevando a los productores materiales a la condición de productores de la realidad social. Como figura teórica es un oxímoron, pues si la soberanía se extiende universalmente nadie puede ser proclamado soberano más que de su propia vida. Nadie está sobre otro, el poder no tiene residencia fija y la soberanía pasa de ser un atributo de dominación a ser una garantía de libertad.
La Constitución de 1812 promulgada por las Cortes de Cádiz fue el primer escrito fundamental que afirmaba en España la soberanía nacional. La Constitución de 1978 actualmente vigente afirma que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado», lo que supone la declaración más avanzada de la extensión universal del principio de soberanía que hemos conocido en nuestra historia. ¿Cuál es su alcance efectivo? El ejercicio del principio de soberanía queda restringido para el ciudadano según el mismo escrito constituyente a la capacidad para pronunciarse cada cuatro años en la elección de sus representantes, es decir se reduce en la práctica a sancionar de cuando en cuándo a quienes ejercerán sus derechos por delegación.
Las democracias parlamentarias occidentales atraviesan hoy una profunda crisis. La pluralidad y el debate han quedado reducidos a la elección entre dos opciones cuyas propuestas resultan intercambiables. La dictadura de las mayorías anula toda diferencia e impide cualquier avance. Los gestores corporativos han traicionado el mandato popular y han entregado su autonomía a la presión del poder financiero, hasta el punto de cambiar leyes fundamentales sin consulta. La distancia entre la ciudadanía, que reclama mayores márgenes de soberanía, y sus representantes elegidos que interpretan el voto no como un aval, sino como un cheque en blanco para gestionar los asuntos públicos a su antojo, se ha hecho insalvable. Bajo la consigna «No nos representan» la gente ha salido a las calles en todo el mundo y se ha organizado en asambleas libres, abiertas y horizontales cuya dinámica expresa la forma más pura de soberanía popular.
La voz del pueblo no es un clamor ni un himno, sino un diálogo entre individuos eternamente inconcluso. Un pueblo no es una nación, una realidad distinta de las personas que lo conforman capaz de desarrollar intereses propios. No somos todas, sino cada cual, luego no existe pueblo soberano sin soberanía personal. En el mismo texto donde explicita el principio de soberanía popular, Rousseau se pronuncia a propósito de la democracia liberal: «El pueblo inglés cree ser libre, y se engaña mucho; no lo es sino durante la elección de los miembros del Parlamento. Desde el momento en que éstos son elegidos, el pueblo ya es esclavo, no es nada.» Y remacha: «Toda ley no ratificada por el pueblo en persona es nula; no es una ley.» No queremos ejercer nuestros derechos por delegación: queremos afirmarlos en la discusión y aprobación de cada decisión que nos afecte, y queremos sobre todo participar en la redacción y vigilancia de las leyes fundamentales. Hoy existe la tecnología y la cualificación ciudadana suficiente para ello. El pueblo islandés, que ha puesto en marcha una iniciativa para discutir y redactar su Constitución a través de las redes, está marcando el camino.