Teoría de la crisis para sociedades complejas. Brian Holmes

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Tres crisis: los 30, los 70 y hoy
La economía política más allá de la hegemonía estadounidense
Por Brian Holmes (publicado en Continental Drift)

Introducción

En los balcones del tercer piso del Palacio de Bellas Artes en México, bajo su cúpula central, dos murales extraordinarios se enfrentan a través de un gran abismo. Los dos, opuestos en varios aspectos, fueron pintados por comisión estatal en 1934. La obra de Diego Rivera, El hombre controlador del universo, representa dos futuros – el capitalista y el comunista – del sistema de producción industrial que había surgido al inicio del siglo XX. Como bien entendió Rivera, aquel sistema había entrado en una profunda crisis política. El mural de José Clemente Orozco, al que nunca tituló pero que se ha dado de conocer como Catarsis, también trata de los efectos de la máquina sobre la existencia humana. Pero lo que vemos aquí es un poder de lujuria y desorden, de horror y asesinato – una fuerza de pura violencia.

Orozco sabía muy bien cómo iba a ser la composición de Rivera, y le respondió directamente. Los dos acababan de volver a México después de una estancia prolongada en los Estados Unidos, y en ambos casos sus experiencias en el extranjero dieron forma a sus trabajos. Los viajes que hizo Rivera durante años entre San Francisco y Nueva York incluyeron un compromiso intenso en Detroit, en donde había pintado la articulación social y tecnológica de la nueva fábrica Ford en el Río Rojo: el prototipo de los vastos complejos de producción que se iban a construir durante la Segunda Guerra Mundial. Como comunista, Rivera creía que el nuevo sistema maquínico podría tener consecuencias abrumadoramente positivas para el desarrollo futuro de la sociedad proletaria, pero sólo si se pudiera arrebatarlo de su control por los intereses del capital. Reiteró esta creencia en la versión inicial del mural en Nueva York, que llevó el título El hombre en el cruce de caminos. Pero el marco político en el que se produjo la obra hizo que fuera destruida por el patrocinador que la había comisionado, Nelson Rockefeller. Así que el mural tomaría su forma final en México.

En cuanto a Orozco, vivía en la Ciudad de Nueva York de 1927 a 1934, en donde atrajo la atención crítica tanto como el patrocinio del filósofo Lewis Mumford, autor de Técnica y civilización. Se puede ver el concepto mumfordiano anti-Ilustrativo de la enajenación histórica al principio mecánico en el ciclo de frescos Epic of American Civilization de Dartmouth College, en donde Orozco yuxtapone Cortez and the Cross con una imagen tosca y brutal de la máquina. Orozco era humanista, y su visión del futuro implicaba la liberación del trabajador de la fábrica. Su ciclo de frescos culmina con Man Released from the Mechanistic to the Creative Life. Pero volvió obsesivamente al tema de la dominación industrial, por ejemplo a finales de los años treinta en el Hospicio Cabañas de Guadalajara, en donde pintó a un Cortés enorme con miembros de acero, dando zancadas por el Nuevo Mundo con una espada ensangrentada. Esta imagen condensó la historia de la explotación de América Latina por los poderes europeos. Como escribió Mumford en 1934: «Guerra, mecanización, minería y finanza se hacían el juego unos a otros. La minería era la industria clave que suministraba el nervio de la guerra e incrementaba los contenidos metálicos del depósito del capital original, el arca de la guerra: por otra parte, favorecía la industrialización de las armas, y enriquecía al financiero con ambos procesos.» 1 Para Orozco igual que Mumford, la industria y la dominación formaron dos lados de la misma moneda.

Yo no sabía nada de la perspectiva filosófica de Orozco en el otoño de 2010, cuando volví a México por primera vez después treinta años, y fui directo a ver el mural de Rivera. Redescubrí el gran movimiento narrativo de la composición, que enfrenta los ejércitos capitalistas en sus máscaras antigás con mujeres que lloran en sus bufandas rojas, mientras un medallón central contrasta apostadores burgueses disolutos a un retrato en pie de Lenin, tomado de la mano por trabajadores de todas las razas (misma imagen que tanto había enfurecido a Rockefeller). En el plano medio, gimnastas soviéticas con túnicas blancas están formadas elegantemente en una fila, mientras que manifestantes en las calles neoyorquinas piden pan y policías montadas les pegan con garrotes, como todavía lo hacen actualmente. Igual que a todo el mundo, me fascinaba la figura central del «hombre controlador,» un ingeniero empujado al futuro por una suerte de hélice onírico, cuyas alas surrealistas están decoradas con las dimensiones macro- y microcósmicas de la investigación científica. Grupos de estudiosos observan la escena a través de lentes gigantescos, prefiguraciones de los televisores. Al lado izquierdo del mural, una estatua griega lleva una fascia adornada con una swástica, pero su cabeza está cortada al cuello. Al otro lado, una estatua parecida exhibe manos amputadas. Rivera previó que el conflicto decisivo de las décadas siguientes no sería entre la cultura fascista y la democrática, sino entre la economía capitalista y la comunista.

Pero estas son ideas conocidas, historias que uno/a aprende en la escuela. Como un turista insaciable fui buscando más, dando vueltas por los balcones, tragándome los demás murales, en especial los de Siqueiros y Camarena. En ese momento la composición extraña y sangrienta de Orozco me hizo parar. ¿Qué representa? Un revoltijo de vigas y engranes y armazones de metal, con llamas en el fondo, rifles en el primer plano, un hombre que está siendo apuñalado, un asesino con una navaja que emerge sin cabeza de un árbol de levas tortuoso – y una bóveda de banco abierta, una mujer ataviada con joyas, acostada con las piernas desplegadas y un rictus de placer, caras aterrorizadas, muchedumbres dispersándose… Lo que vemos aquí son las pasiones del caos, conducido por el poder implacable de la máquina. Mientras miraba fijamente este Apocalipsis, y por detrás, a través del espacio, el mural confidente de Rivera, me di cuenta de que las dos obras están en diálogo; de eso estaba seguro. A mediados de los años treinta, al haber presenciado la primera gran crisis del capitalismo corporativo organizado junto con la ascendencia del nazismo y del estalinismo, los dos artistas contemplaban futuros dramáticamente distintos del sistema industrial. La obra maestra ideológica de Rivera se vio contradicha directamente por la premonición orozquiana de horror mecanizado – una imagen de lo que Mumford llamaba «el nuevo barbarismo.»

Lo paradójico es que los dos artistas tenían razón, aunque a ambos les hizo falta ver lo esencial. Orozco entendió que la década que venía sería traumática por la industria de la guerra, cuyo poder destructivo iba creciendo hacia un escala planetaria. Pero no tenía nada que decir sobre el gobierno de un sistema maquínico que ya se había vuelto parte integral de la civilización humana. Rivera entendió que el progreso tecnológico continuaría más allá de la etapa de conflicto global para ofrecer prosperidad y agencia nuevas a unos millones incalculables de seres humanos. Pero su representación ideológica estuvo equivocada: el capitalismo estadounidense, y no el comunismo soviético, llevaría la industria de la posguerra a su cumbre.

Lo que me impresionó tanto de este sitio histórico en la Ciudad de México, tan prometedor y tan desafiante a la vez, fue el hecho sencillo de que individuos distintos con ideas e ideales divergentes, hombres con ojos y manos y corazones, podían pararse en una gran crisis económica, social y cultural que les afectaba directamente, que podían tratar de analizarla y evaluarla, y que podían usar todos los recursos a su alcance para involucrarse en un debate político sobre lo que iba a suceder – qué tipo de sociedad surgiría de la crisis. En el México de 1934, ese esfuerzo podía hacerse monumental en una institución pública: nadie lo censuró ni puso objeciones morales. Y a pesar de que hoy en día no se está realizando ningún esfuerzo especial para mostrar el fondo de este diálogo, las pinturas siguen ahí a la vista de todos. La dimensión pública, la ausencia de la censura, el esfuerzo de análisis, la valentía de presentar una ideología y una cosmovisión, y por último, el desacuerdo franco entre los dos artistas, que también forma un testimonio de la mucha atención y el respeto mutuo entre sí, todo eso me hizo sentir más vivo, más en consonancia con el presente – aunque lo que yo veía fuera tan solo una reliquia, una ruina histórica entre tantas otras.

La pregunta que se me ocurrió en ese momento, y que me sigo preguntándo, es: ¿Cómo podríamos nosotros hacer algo parecido en nuestra época, hoy en día? ¿No estamos enredados en una gran crisis histórica? ¿No percibimos los contornos principales de esta crisis, a la vez que estamos oprimidos de manera visceral por la falta de debate público alguno? ¿No depende crucialmente la dirección que tome nuestra sociedad, y en efecto la civilización del futuro, de las decisiones que se hacen actualmente así como de las que se hacen durante los próximos cinco o diez o quince años? ¿No es hora, ya, de empezar a analizar y evaluar la crisis actual, para encontrar los medios de expresión que conduzcan a un debate significativo, y de ahí, a la acción política? Pero, ¿en qué momento y de qué manera hacer tal cosa? Y sobre todo, ¿quién es el nosotros que podría realizarlo?

El seminario «Tres Crisis» de la UNAM, y las múltiples colaboraciones, seminarios y debates públicos de los cuales surgió, forman intentos de responder a estas preguntas.

Teoría de las crisis para sociedades complejas

Una vez cada cuarenta o cincuenta años, el modelo desarrollista del capitalismo industrial se topa con un obstáculo imprevisto, cuya presencia es innegable aunque sus contornos, en gran medida, quedan invisibles. Imagínese una situación de desastre: algo así como el naufragio del Titanic. Explotan los remaches, gimen los mamparos, aparecen fugas debajo de la cota del agua; los pasajeros deambulan en un estado de pánico, y muchos de ellos pierden la vida en el intento de escapar. Pero todo esto sucede muy despacio, a tal grado que la mayoría de nosotros no entendemos totalmente lo que está pasando. El naufragio del capital está interrumpido por una serie de parches y reparaciones que fracasan miserablemente contra un trasfondo de sucesos no relacionados (elecciones, aniversarios, guerras, hallazgos científicos, terremotos, etcétera). Por fin, después de épocas prolongadas de tumulto y aburrimiento que pueden durar décadas, se acaba la crisis. Un modo entero de vida ha sido succionado al remolino.

Hay algo quimérico sobre las transformaciones estructurales que suceden en cámara lenta. Sus orígenes son inciertos, su existencia es ampliamente negada, y nadie puede celebrar el día en que terminan. Generalmente sólo podemos entender su naturaleza y su significado hasta mucho después, desde perspectivas enormemente distintas. Estamos corriendo por un cruce en la carretera, o navegando el Internet, cuando de repente nos damos cuenta de que el mundo que antes conocimos ha pasado por una metamorfosis de amplio alcance. Usted podría tener esta misma experiencia en unos diez o quince años. Sin tener una intención especial, dejará de ver el espejo retrovisor y dirá: «Mira, la sociedad trae una nueva piel. La vida es totalmente distinta.»

Yo tuve tal experiencia. Me pasó al principio de los años noventa, estando en el aeropuerto internacional de San Francisco, mientras esperaba un vuelo de vuelta a París. Salí a la acera para tomar un poco de aire (no muy fresco), y miraba un avión que ejecutaba una vuelta perfecta, controlada por computadora, sobre la bahía. De repente me di cuenta de que este enorme objeto volador fue sólo una parte pequeña de un sistema informático de gestión transnacional que había reorganizado mi existencia. Fue como si el peso del avión se hubiera vaporizado en un pulso comunicativo. Mi propio cuerpo y el entorno entero – el aeropuerto, el avión y los continentes que enlazaba – se vieron atrapados en una red sin interrupciones de datos continuamente modulados. El cielo mismo cobró otra textura. Esto fue una percepción intelectual de un nuevo modo de producción, tanto como una pregunta perturbadora sobre la naturaleza de mi identidad personal. El mundo de los años sesenta y setenta en el cual había madurado, un mundo más lento, más burocrático, más enfocado en lo nacional, estaba a punto de desvanecerse de la consciencia cotidiana. La época de las redes globales surgía, trayendo consigo el crecimiento económico acelerado y el cambio social caleidoscópico. Fue más o menos en ese momento, un poco después del levantamiento de los zapatistas en 1994, que aprendí una nueva palabra: el neoliberalismo. El concepto, y el orden social que poco a poco revelaba, conformaría mi experiencia política de ahí en adelante, a través de los movimientos en contra de la globalización al fin del siglo y de ahí a la actualidad.

Como aprendí durante aquellos años, mientras estudiaba las historias entrecruzadas de la economía y los movimientos sociales, la crisis de los años setenta había sido el enfoque de un análisis teórico intenso. Para los marxistas autónomos italianos y sus aliados políticos, los años setenta marcaron una insurrección en contra de la disciplina de las fábricas en la época de producción en masa así como un giro hacia un modo de producción más flexible y auto-organizado. Desde su perspectiva, la característica clave de la nueva época fue una mayor potencial de cooperación social a nivel local, la cual llamaban «fuerza de invención.» 2 Otros teóricos de la época – consultores corporativos del lado neoliberal – avanzaban una interpretación extrañamente paralela. Vieron la crisis de los setenta como un fracaso de la planeación estatal, y exigieron un retorno a los mecanismos del mercado (o sea, su idea de la auto-organización). Entendieron los años largos de recesión como un crisol de innovación, que implicaba nuevas tecnologías tanto como nuevas formas organizativas. Para ellos, la fuerza impulsora no era la cooperación, sino la competición empresarial.

Tanto la gente de izquierda como los consultores de negocios entendieron la crisis como un punto de inflexión en lo que se llaman las «olas largas» del desarrollo industrial. Son ciclos de cincuenta años que culminan en la abundancia y la prosperidad, para luego caer en el caos social y económico. Por supuesto que cada grupo veía diferentes oportunidades en las olas largas. Por un lado, ofrecieron una oportunidad de ganar una fortuna – y por el otro, la oportunidad de fomentar una revolución.

Bueno, ¿para qué sirve la crisis actual? Para muchos, las temperaturas crecientes y los patrones volátiles del clima contribuyen a un argumento en contra de la aplicación de cualquier lógica económica – incluso del tipo de repartimiento de beneficios que plantea típicamente la Izquierda. En la época del cambio de climas, el problema es el crecimiento económico en sí. Tomo el asunto en serio, y como muchos otros, creo que muy rápidamente se está volviendo el problema central de nuestra época. Si actualmente la cronología de olas largas del desarrollo económico nos es persuasiva, es porque existe, hoy mismo, una crisis y la posibilidad de un nuevo inicio. En tales momentos, los movimientos sociales juegan un papel importante. Desde la perspectiva de los que no ejercen el poder estatal ni el corporativo, la pregunta predominante es cómo convertir las pasiones y las aspiraciones de los movimientos locales en palancas que puedan mover la sociedad en general. Dadas las urgencias ecológicas, hay un deseo cada vez más serio de cambiar el sistema entero. Durante siglos, el capitalismo ha servido como el esquema organizador de la producción y distribución de los frutos de la industria. Pero ya queda claro que si la crisis actual tiene uso alguno, ha de ubicarse en la oportunidad de superar el valor central de la competencia que ha conducido el capitalismo industrial a las calles ciegas de hoy.

Si queremos aprovechar la oportunidad y avanzar una estrategia para cambiar el rumbo del desarrollo social, hay que tomar los hechos decisivos de la economía – a decir, las ganancias excedentes y los poderes que implican – y situarlos en una matriz de fuerzas. Estas fuerzas incluyen, por un lado, la ciencia, la tecnología, y las formas organizativas; y por otro, las instituciones, las políticas estatales, y la ebullición cultural. Su interacción hace que la sociedad sea compleja, dando a todo proceso o acontecimiento su naturaleza multi-causal. Es más, la interacción de estas múltiples fuerzas se despliega en el tiempo histórico, no en ciclos estrictamente repetitivos sino en patrones dinámicos que se pueden representar mejor como un grupo ascendente de olas superpuestas o incluso como una espiral continua, marcada por transformaciones cuantitativas y cualitativas en cada giro del tornillo. Entender esta dinámica – y comprender sus potenciales – implica asumir su carácter global, en todo sentido de la palabra. Porque ahí está la pregunta política. ¿Quién reconocerá la naturaleza sistémica de la crisis? ¿Cómo desarrollar una estrategia a escala mundial? ¿Qué alianza de fuerzas se requiere para producir una solución que no puede venir de una sola posición aislada?

Durante la década que viene, los movimientos progresistas se enfrentarán con los riesgos y las oportunidades de algo que sólo puede describirse como una crisis de alcance histórico. El definir en lo que consiste esta crisis – y en parti

cular, el identificar cuáles de las antiguas alianzas estabilizadoras ya se han descompuesto – es un primer paso hacia una resolución positiva. Pero no basta con un primer paso. Para perseguir los ideales igualitarios que siempre han estado en la base de la Izquierda, hay que crear un concepto de la revolución que corresponda al momento actual, y descubrir las maneras de actuar a partir de este concepto.

Es a tal propósito que he lanzado un programa de investigación histórica de las últimas dos crisis sistémicas de la economía capitalista mundial, y de las maneras en que se resolvieron. Este programa de investigación se basa sobre una serie de conceptos y referencias teóricas desarrollada en colaboración con Armin Medosch y el grupo Technopolitics en Viena, Austria (vease http://thenextlayer.org). El análisis empieza con los Estados Unidos, que se volvió, a mediados del siglo pasado, el centro de la economía política mundial. De ahí gira hacia una coyuntura global marcada por una hegemonía estadounidense en declive. El propósito del análisis es el de entender los cambios sucesivos en la organización de fuerzas productivas, las dinámicas de las relaciones entre clases sociales, las formas del estado, y el despliegue del poder de invención. Su transformación durante el siglo pasado ha dado pie a sociedades muy distintas a las que fueron analizadas en la economía política clásica de Adam Smith, o incluso en su crítica por Marx. Sin conceptos claros de lo que significa producción, clase social, estado, poder de invención tal como se han transformado recíprocamente a través de crisis sucesivas, es imposible avanzar hacia una acción coherente en una sociedad compleja. Y como veremos a continuación, al llegar a la crisis de hoy en día, la creación de conceptos orientados hacia la práctica también implica una reexaminación del Yo, o de la identidad tanto individual como colectiva.

La historia, emprendida de esta manera, es directamente útil para la acción política. Cuando está volteada hacia la actualidad puede ofrecer puntos concretos de referencia para ayudar a que uno/a explore quién es, para relacionar sus propios orígenes geográficos y sociales a las de otros individuos y grupos, para evaluar su agencia y ganar un conocimiento de lo que todos nos estamos volviendo en nuestras interrelaciones. La historia demuestra de qué son compuestas las relaciones sociales contemporáneas y cómo han sido producidas.

Para desarrollar una perspectiva histórica sobre las transformaciones que actualmente están en marcha, tenemos necesidad de cierta cantidad de instrumentos teóricos para así establecer las cronologías, estructurar las narrativas, distinguir los detalles importantes y relacionarlos a totalidades más grandes. Piénselo como un conjunto de lentes para variar la distancia, la profundidad del campo y la granularidad del enfoque. En el presente texto introduzco cuatro grupos de planteamientos teóricos sobre los ciclos del crecimiento capitalista y las crisis que los puntúan. Estas teorías serán subsecuentemente re-elaboradas en la medida en que nos vinculemos con la historia reciente, retrazando sus caminos al presente.

Olas largas

Después de la Primera Guerra Mundial, un arranque breve y febril de prosperidad fue seguido por la recesión global violenta de 1920-21, que atacó los Estados Unidos así como Europa. Los revolucionarios inflamados por la victoria bolchevique de 1917 se preguntaban si esta sería la última crisis del capitalismo: una realización catastrófica de la tendencia decreciente de la tasa de ganancias, teorizada por Marx. Hablando delante del Tercer Congreso de la Internacional Comunista, León Trotsky asumió otra perspectiva: «El equilibrio capitalista es un fenómeno complicado,» observó. «El régimen capitalista construye ese equilibrio, lo rompe, lo reconstruye y lo rompe otra vez, ensanchando, de paso, los límites de su dominio.» Este equilibrio dinámico no es otro que la misma vida del animal: «El hecho que el capitalismo continúe oscilando cíclicamente luego de la guerra indica, sencillamente, que aún no ha muerto y que todavía no nos enfrentamos con un cadáver.»

Revisando los datos del largo plazo, Trotsky señaló los ciclos recurrentes de auge y decadencia que aparecen, según él, en un intervalo de ocho a once años. Sostenía que estos ciclos económicos, reconocidos por muchos observadores, se inscribían en tendencias más largas de ascendencia y decadencia:

¿Cómo se combinan las fluctuaciones cíclicas con el movimiento primario? Claramente se ve que, durante los períodos de desarrollo rápido del capitalismo, las crisis son breves y de carácter superficial mientras que las épocas de boom, son prolongadas. En el período de decadencia, las crisis duran largo tiempo y los éxitos son momentáneos, superficiales, y están basados en la especulación. En las horas de estancamiento, las oscilaciones se producen alrededor de un mismo nivel. He aquí, pues, cómo se determina el estado general del capitalismo, según el carácter particular de su respiración y de su pulso. 3

Con estas declaraciones, Trotsky anticipó los estudios mejor conocidos del economista ruso Nikolái Kondrátiev, quien desarrolló un análisis estadístico de los largos ciclos económicos que duran, según él, de cuarenta y siete a sesenta años. Kondrátiev presentó estas ideas en un ensayo de 1925. Al usar datos sobre los precios, las tasas de interés, los sueldos, y el comercio exterior de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, así como figuras para la producción total de carbón y arrabio en el mundo, pudo identificar tres olas largas de crecimiento: subiendo de 1789 a una cumbre alrededor de 1814, y de ahí bajando hasta 1848; subiendo de nuevo a una cumbre alrededor de 1873, y luego bajando hasta 1896; y subiendo una vez más a una cumbre alrededor de 1920 (seguido, como sabemos, por una caída empinada en 1929). Expresó estos resultados en la forma de curvas, usando una media móvil de nueve años para suavizar las variaciones del típico ciclo económico, el cual nombró un «ciclo intermedio.» Como escribió: «Las grandes oscilaciones pertenecen realmente al mismo proceso dinámico y complejo en que se desenvuelven los ciclos intermedios de la economía capitalista, con sus fases principales de expansión y depresión. Sin embargo, estos ciclos intermedios obtienen cierto sello de la misma existencia de las grandes oscilaciones. Nuestra investigación demuestra que durante la fase de ascenso de los ciclos largos son más numerosos los años de prosperidad, mientras que durante el descenso predominan los años de depresión.» 4 También observó que una cantidad especialmente importante de invenciones tecnológicas tendían a aparecer durante los bajones, pero que sólo se aplicaban durante las alzas. Para Kondrátiev, las olas largas «provienen de causas que son inherentes a la esencia de la economía capitalista.»

Desde su publicación inicial, estas observaciones han generado sus propias olas repetidas de interés, en particular durante las principales tendencias bajistas que han ocurrido en intervalos regulares, en los años treinta, los setenta, y de nuevo en la actualidad. Lo que ha llamado la atención de las generaciones sucesivas de investigadores no es solo la recurrencia regular de altibajos, sino la diferencia cualitativa de cada ola, que surge de los elementos específicos que la componen. Aquí el economista Joseph Schumpeter hizo una contribución decisiva. En su libro Ciclos económicos, planteó que el resurgimiento del crecimiento después de cada fase depresiva resulta de la introducción de un grupo de innovaciones, las cuales él definió no como meras invenciones, sino como nuevas técnicas de producción y distribución concentradas alrededor de un conjunto particular de mercancías, infraestructuras y servicios. En conjunto estas innovaciones revolucionan la manera en que se hace el negocio a la vez que cambian las expectativas de
los consumidores y la estructura de los mercados: un proceso que luego nombró «la destrucción creativa.» Para Schumpeter, el innovador es un empresario que puede ofrecer a los inversores el prospecto de sacar una ganancia en un mercado que de otra manera se ha estancado. Con estas inversiones tecnológicas, aparece un grupo de innovaciones que se apoyan mutuamente para atisbar los deseos de los consumidores. Este foco de crecimiento da el ímpetu que lanza otro ciclo largo y transforma la economía entera, sacándola del bajón. Para ilustrar este proceso, Schumpeter cita un ejemplo crucial:

El automóvil no habría alcanzado nunca su importancia actual, y se habría convertido en el poderoso reformador de la vida que es, si se hubiera quedado como era hace treinta años y si no hubiera logrado moldear las condiciones ambientales – entre ellas, las carreteras – para su propio desarrollo adicional. En tales casos, la innovación se lleva a cabo por pasos, cada uno de los cuales constituye un ciclo. Pero estos ciclos pueden mostrar un parecido familiar y una relación mutua que tiende a unificarlos en una unidad superior que se mantiene como individuo histórico. 5

Es una idea compleja: una sucesión de ciclos económicos distintos se convierte, mediante los efectos de una tecnología destacada, en una ola históricamente singular de desarrollo tecno-económico. Siguiendo los pasos de Schumpeter, un círculo de teóricos reunido a partir de finales de los años sesenta en la Unidad de Investigaciones de la Política Científica en el Reino Unido (SPRU) llevó este análisis mucho más lejos. Desde su perspectiva, cada ola Kondrátiev juntó un grupo de tecnologías claves con una fuente barata de energía y modos característicos de transporte y comunicación, así como un acercamiento particular a la investigación científica. Por tanto, se podrían identificar distintas épocas del desarrollo industrial, o «paradigmas tecno-económicos.» Son: la época del lanificio (los 1780 – los 1840), la de la energía de vapor y las vías férreas (los 1840 – los 1890), la del acero y la electricidad (los 1890 – los 1940), la de la producción fordista en masa (los 1940 – los 1990), y por último la de la microelectrónica y las redes de computadores (los 1990 al presente). 6 Cada una de estas olas empieza con grandes innovaciones tecnológicas y organizativas; de ahí crece hasta una fase de madurez, y por fin termina en una época de estancamiento y crisis. Las inversiones en la tecnología se ven suspendidas durante la crisis, a la vez que nuevas invenciones se van acumulando. Cuando las condiciones son propicias, se invierte el capital disponible en las innovaciones más alentadoras y así se abre la carretera a una nueva ola larga.

Los investigadores de la SPRU no se imaginaron que cada época empezara de una tabula rasa, sino que se superponía otro sector de crecimiento, nuevo y dinámico, encima de ramas de la industria más viejas y estancadas, que se transformarían o últimamente serían rechazadas por la destrucción creativa. El proceso era complejo: enfatizaban la idea de que siempre se desarrollaban elementos importantes del nuevo paradigma tecno-económico durante la época anterior. El automóvil, por ejemplo, se volvió cada vez más común durante la tercera ola Kondrátiev, que estaba dominada por la producción de acero y de electricidad. Pero sólo fue después de la Segunda Guerra Mundial que la forma en que Henry Ford organizaba la producción en masa (es decir, por líneas de ensamble) reestructuró todas las sociedades avanzadas para convertirlas en culturas de consumo centradas en la exaltación de la movilidad individual. De manera parecida, se inventaron las computadoras y los sistemas de control por retroalimentación durante los años cuarenta y de ahí en adelante avanzaban de manera continua, pero sólo revelaron su capacidad de transformar el comercio internacional, junto con las vidas íntimas de sus usuarios, en la década de los noventa. Todos nosotros que vivimos por la ascendencia de la sociedad red nos habremos sentido el poder de la tecnología para transformar tanto los negocios como la subjetividad.

Pero el asunto del poder es en sí el problema. ¿No se reduce esta discusión entera al determinismo tecnológico, o peor, a la auto-promoción de los consultores neoliberales? Desde la ascendencia de la microcomputadora de los años ochenta, los teóricos de negocios, que van de George Gilder a Alan Greenspan, se han apropiado el concepto schumpeteriano de la destrucción creativa para celebrar la revolución digital. Actualmente, la última generación de estos gurús tiene una nueva fe ciega: «la innovación disruptiva.» La expresión fue acuñada durante los giros furiosos de la Nueva Economía, en un ensayo de 1995 de Joseph Bower y Clayton Christensen, «Disruptive Technologies: Catching the Wave» [Las tecnologías disruptivas: Agarrando la ola]. En ese entonces, todo se trataba de empresas jóvenes y agresivas que producían discos duros cada vez más pequeños para las computadoras de los consumidores – mientras que actualmente se busca la solución a la crisis más profunda desde la Gran Depresión en modelos de negocios a manera de la Web 2.0. Resulta difícil calificar la esperanza que los nuevos sistemas interactivos puedan infundir una bocanada final de rentabilidad en una economía que, mientras tanto, no puede registrar «pequeños detalles» como el cambio climático producido por los seres humanos. Estas disrupciones implican aún más pérdidas de empleos en el porvenir – pero con todo es aún probable que se sean utilizadas para impulsar un nuevo ciclo económico, cuya volatilidad marcará la década de los 2010. Así que nosotros también tendremos que atestiguar que ¡el capitalismo todavía no se ha muerto!

Hay que decir a favor de los investigadores de la SPRU que siempre han buscado irse más allá de una relación así de superficial a la tecnología, al extender sus modelos para incluir no solo los procesos de negocios (las innovaciones en la organización, la distribución, y la mercadotecnia) sino también cuestiones de la reproducción social. Carlota Pérez, analista tecnológica venezolana, ha planteado la formulación más fuerte de este programa:

Aquí proponemos considerar al sistema capitalista como una estructura única sumamente compleja, cuyos sub-sistemas tienen distintos ritmos de evolución. Simplificando podemos asumir dos sub-sistemas fundamentales: el tecno-económico por un lado y el socio-institucional por el otro, donde el primero tiene una capacidad de respuesta más rápida que el segundo. […] Una crisis estructural (es decir, la depresión en una ola larga), se distingue de una recesión económica por ser el síndrome visible del colapso de la complementariedad entre la dinámica del subsistema económico y la del marco socio-institucional. 7

En otras palabras, tiene que haber una «correspondencia» adecuada entre la organización de la producción y la prosperidad de la sociedad en la cual toma lugar esta producción. Cuando no existe tal complementaridad, el desarrollo continuado del sistema de producción se topa con una crisis severa. Esto es lo que pasó en los años treinta – y lo que está pasando de nuevo hoy en día. Para entender cómo tales crisis se despliegan, no basta con considerar la innovación tecnológica. Vamos a necesitar otro grupo de lentes para enfocar el trabajo, la cultura, el conflicto, y la mediación política.

Formas institucionales

¿Por qué rompen las olas largas? Las grandes crisis económicas son recordadas como épocas de escasez y penuria: colas para recibir el pan gubernamental, comedores de beneficencia, masas de desempleados en las calles. Pero si se observan las películas y fotos de la Gran Depresión se puede ver algo aún más sorprendente. En ese entonces, como ahora, la opulencia coexistía con la miseria, mientras que nuevas máquinas se burlaban de las manos desocupadas con el espectáculo de alta productividad. E

l problema fundamental del capitalismo industrial avanzado no es la escasez sino la sobreacumulación, o la concentración de la riqueza entre los de arriba, a tal grado que deja de circularse por el bolsillo de la persona común y corriente. La tecnología tiene que ver con la represión de los trabajadores al igual que la riqueza y el progreso. Esta es nuestra realidad actual: hay demasiada producción, pero es inasequible, inaccesible, inútil para la gente que más la necesita. Nadie ha plasmado esta situación de manera más vívida que John Steinbeck, en su novela sobre los emigrantes del Dust Bowl [literalmente, el Cuenco del Polvo] en la California de los años treinta:

Los hombres que trabajan en las granjas experimentales han conseguido nuevos frutos; nectarinas y cuarenta clases de ciruelas, nueces con cáscara de papel. Y siempre trabajando, seleccionando, injertando, cambiando, obligándose a sí mimos obligando a la tierra a producir. Y primero maduran las cerezas. Un centavo por media libra. Mierda, no la podemos recoger por ese dinero. Cerezas negras y cerezas rojas, gordas y dulces y los pájaros se comen la mitad de cada cereza y las avispas zumban por los agujeros que hicieron los pájaros. Y las semillas caen a la tierra y se secan con hilos negros colgando de ellas. … Hombres que han creado nuevos frutos en el mundo no pueden crear un sistema para que sus frutos se coman. Y el fracaso se cierne sobre el Estado como una enorme desgracia. … En las almas de las personas las uvas de la ira se están llenando y se vuelven pesadas, cogiendo peso, listas para la vendimia. 8

Las crisis económicas pueden empezar con caídas financieras, inflación elevada, desempleo creciente u otras calamidades mercantiles; pero lo que sale del crisol de la ira son conflictos abiertamente políticos sobre las disfunciones del «sistema.» Se vuelve a cuestionarlo todo: las técnicas de la producción, la relación salarial, los precios de los bienes básicos, los impuestos y la redistribución, las condiciones de la vida cotidiana, las reglas del proceso político, y hasta los por qué y para qué de la existencia. Aparecen estos conflictos debido a las condiciones duras que tienen que aguantar grupos particulares, pero también debido a que las anteojeras normales caen de los ojos de una gran cantidad de personas para revelar el estado peligroso de deterioro que se ha extendido a todas aquellas cosas que la economía capitalista trata como meras «externalidades;» a decir, el medioambiente natural, la salud y el bienestar de la población humana, las formas compartibles de la cultura pública y las instituciones que debían proteger todo eso. El relato antropológico del derrumbe económico de los años treinta elaborado por Karl Polanyi en su libro La gran transformación (1944) – una de las referencias claves de nuestra investigación – ofrece el análisis más profundo de la ceguera civilizatoria que sigue dando lugar a crisis repetidas de desigualdad sistémica, deterioro ambiental y violencia armada. Pero no hay ninguna garantía de quién gana y quién pierde en estos conflictos, y menos aún de alguna justicia final. Todo depende de las fuerzas involucradas, de la manera en que los problemas son nombrados y disputados, y del carácter de las coaliciones que luchan por una solución. Como bien enseña la historia, las uvas de la ira se pueden exprimir en botellas distintas.

Lo que revela el estudio de las crisis económicas severas es algo como una sintaxis y un vocabulario básico que recombinan su material histórica en una forma original, estructurada esencialmente como una respuesta a los problemas surgidos de la resolución de la crisis anterior. Las «innovaciones» que resultan de esta reconfiguración o redespliegue del capitalismo no son sólo tecnológicas u organizativas, y no se pueden restringir de ninguna manera a procesos de negocios. Más bien, la producción, la mercadotecnia y las finanzas evolucionan en conjunto con las exigencias de la fuerza laboral y las de los consumidores, pero también con una constelación de formas institucionales emergentes que buscan, para bien o para mal, dirigirse a los asuntos que enfrenta la sociedad en su totalidad. Aquí el estado viene inevitablemente al primer plano, en asuntos de regulación, infraestructura, servicios sociales, equilibrio monetario, negociación del comercio, derechos civiles y seguridad. Los movimientos sociales, las organizaciones de la sociedad civil, y otras tendencias culturales más difusas también tienen papeles importantes. En cada nueva configuración de la sociedad que ha aparecido hasta el momento, ciertos axiomas característicos del capitalismo han sobrevivido sin variación alguna: el desposeimiento de los débiles, la explotación de los trabajadores y de la naturaleza, la apropiación privada de la riqueza producida de manera social. ¡Pero no prejuzguemos el futuro!

Para generar la narrativa de un proceso histórico que es tanto aditivo como transformativo – es decir, dialéctico – podemos recurrir a dos escuelas cercanamente relacionadas de la economía política crítica. Las dos se reunieron para explicar la descompostura del boom posguerra en los Estados Unidos, en donde los planeadores keynesianos creían (de manera sumamente equivocada, como luego vimos) que habían superado las fluctuaciones más violentas del ciclo económico. La primera de estas dos se conoce como «la escuela de la regulación.» La lanzó en 1976 un francés, Michel Aglietta, con su libro Regulación y crisis del capitalismo: la experiencia de los Estados Unidos. Es importante darnos cuenta de que tomaba como presupuesto la propensión del capitalismo a las crisis. Es precisamente debido a que hay la tendencia de una tasa decreciente de ganancia – por la competencia, el aumento de sueldos, los gastos tecnológicos, la resistencia de los trabajadores, etcétera – que Aglietta preguntaba cómo se mantenían la rentabilidad y el crecimiento económico de la posguerra en un nivel alto durante una época relativamente larga. También preguntaba cómo los mismos factores de la estabilización ayudaban, finalmente, a precipitar una nueva época de volatilidad incontrolable.

Para empezar, describe la depresión de los años treinta como resultado de un desequilibrio entre un sector extensivo de bienes de producción (el acero, el aceite, la electricidad, las vías férreas, las herramientas mecanizadas, etc.) y un sector de fabricación para el consumo, debilitado por la ausencia de mercados masivos. Como respuesta a esta contradicción, la época de la posguerra inauguró un nuevo régimen de acumulación basado en la idea clave de Henry Ford de que sueldos altos para los trabajadores suministrarían las fábricas con toda una nación de consumidores. Un régimen de acumulación es básicamente la combinación de tecnologías y modelos organizativos que describí anteriormente. El nuevo régimen de la época de la posguerra, que Aglietta nombró el «fordismo,» era intensivo en el sentido de que requería una transformación cabal de la vida cotidiana para incorporar las normas de consumo promulgadas por la industria. La expansión controlada del mercado de consumo podía, por tanto, superar una de las grandes contradicciones con las cuales el capitalismo se había topado en los años treinta; a decir, la ausencia de la demanda efectiva. Pero, ¿qué de los conflictos sociales de los treinta, y su resolución por las instituciones del New Deal?

La contribución principal de Aglietta fue de identificar una serie de formas estructurales que permiten que los trabajadores, las corporaciones, y el estado lleven a cabo un ajuste dinámico – o una «regulación» – de las relaciones sociales en evolución continua. Había cinco formas estructurales claves: la negociación del convenio para equilibrar la relación obrero-capital; los beneficios sociales (o, más ampliamente, pagos de transferencia) para apoyar la demanda; la empresa verticalmente integrada y el conglomerado financiero, para facilitar la fijación de prec

ios y la reducción de la competencia; y el dinero fiduciario emitido por el banco central, que fue crucial para la expansión de gastos contra-cíclicos, incluso los presupuestos para la seguridad durante la Guerra Fría. En conjunto, estas formas institucionales constituían un modo de regulación que disminuía la volatilidad inherente del capitalismo. Sin embargo, albergaban sus propias contradicciones – en particular la impresión de dinero fiduciario, cuyos efectos inflacionarios se volverían un factor principal en el declive del régimen fordista de acumulación.

La escuela de la regulación ha seguido desarrollándose desde los años setenta, con subgrupos en Francia y otros lugares. Es interesante que una agenda de investigación muy parecida se concretó de manera independiente precisamente en los Estados Unidos desde finales de los setenta en adelante, alrededor de un grupo central de investigadores que incluían a David Gordon, Thomas Weisskopf, Samuel Bowles, Richard Edwards, y Michael Reich. Aquí el concepto principal fue de las «Estructuras Sociales de Acumulación» (las ESA). 9 Para llevar a cabo su trabajo los investigadores estadounidenses adoptaron la cronología de las olas Kondrátiev y desarrollaron análisis detallados de la mezcla de instituciones sociales que primero apoyaban y luego interrumpieron la acumulación del capital durante cuatro épocas sucesivas, desde el principio del siglo XIX en adelante. También prestaron atención especial a las formas de control de los trabajadores en cada época, y pusieron una fuerte énfasis en el papel del conflicto político, tanto en la descompostura de una estructura social de acumulación como en la formación de la siguiente. De manera muy útil, distinguieron entre una etapa temprana de experimentación, una etapa subsiguiente de consolidación, y una etapa final de deterioro, con que la última etapa traslapa con la de experimentación de la siguiente ola larga. Todo aquello resulta en una descripción precisamente articulada de los equilibrios institucionales movedizos, puntuados por momentos decisivos de ruptura. Los teóricos de las ESA son sumamente útiles para el análisis de la economía política estadounidense.

Dada la disponibilidad de tanto trabajo sofisticado en el mercado de las ideas, ¿es necesario hacer algo más? El problema tanto de la escuela de la regulación como de los investigadores de las Estructuras Sociales de Acumulación es que han tendido – al menos hasta muy recientemente – a tomar como norma el crecimiento elevado y la estabilidad relativa de la época de la posguerra. Por eso se les hizo difícil identificar las formas institucionales del neoliberalismo, que desbordan las fronteras nacionales. Hay que entender cómo se desarrolló una ola altamente transnacional de expansionismo capitalista a partir y en contra de los estados nacionales keynesianos-fordistas, dejando atrás sus instituciones antiguas como cáscaras marchitas. Sólo al observar cercanamente este proceso podríamos entender la ruptura más radical que actualmente parece estar germinándose. Pero para hacerlo, nos hace falta aún otro grupo de ópticas teóricas.

Transiciones hegemónicas

Trotsky abrió la pregunta de las olas largas con sus comentarios a la Internacional Comunista en 1921. Volvió al tema dos años después en un texto sobre «La curva del desarrollo capitalista.» En esta ocasión criticó directamente la idea de Kondrátiev de que las fluctuaciones largas, como los ciclos económicos más cortos, surgen de causas inherentes a la economía capitalista. En cambio presentó un panorama del mercado mundial y las fuerzas políticas/militares que lo remodelan:

Por lo que se refiere a las fases largas (de cincuenta años) de la tendencia de la evolución capitalista, para las cuales el profesor Kondratiev sugiere, infundadamente, el uso del término «ciclos», debemos destacar que su carácter y duración están determinados, no por la dinámica interna de la economía capitalista, sino por las condiciones externas que constituyen la estructura de la evolución capitalista. La adquisición para el capitalismo de nuevos países y continentes, el descubrimiento de nuevos recursos naturales y, en el despertar de éstos, hechos mayores de orden «superestructural» tales como guerras y revoluciones, determinan el carácter y el reemplazo de las épocas ascendentes estancadas o declinantes del desarrollo capitalista. 10

Para apoyar su argumento, presentó un gráfico que mostraba los ciclos económicos de ocho a once años, curvándose por una línea de tendencia de crecimiento o estagnación. En un intervalo de cuarenta años hay un «punto de inflexión del desarrollo capitalista.» Entre estos puntos de inflexión hay notaciones intrigantes como: «Acontecimiento A, Emergencia de un nuevo partido político; Acontecimiento B, Revolución; Acontecimiento C, Reformas sociales, Victoria de la escuela literaria X; Acontecimiento D, Guerra,» etc. No solo la reforma institucional, sino también la oposición política, la invención artística, y la conquista colonial tienen su lugar en esta cronología a largo plazo.

¿Qué tan relevante podría resultar tal análisis para nuestra época? Veamos directamente los acontecimientos que remodelaron el mercado global durante la ola larga más reciente. El boom de la Nueva Economía a mediados de los años noventa – que marcó la consolidación de lo que voy a nombrar el Informacionalismo Neoliberal – llegó unos pocos años después de la caída de la Unión Soviética a cuyo establecimiento Trotsky había contribuido. También siguió en la estela de la Guerra del Golfo de 1990-1991, que juntó la coalición internacional más grande de la historia, ostensiblemente para proteger las fronteras soberanas de Kuwait. Las tecnologías móviles avanzadas de computación – desarrolladas en su mayor parte por la Iniciativa de Defensa Estratégica, o «Guerra de las Galaxias,» financiado con deuda en los años ochenta – fueron expuestas en el escenario mundial en la forma de la llamada Revolución en Asuntos Militares. A la vista de observadores más cínicos, los misiles que brillaban en los cielos arriba de la Ciudad de Kuwait y Bagdad más bien parecieron diseñados para garantizar el acceso occidental al petróleo del Medio Oriente. Pero ¿acaso no garantizaron también el mercado para la revolución de las tecnologías de la información y la comunicación?

En la siguiente década, los cables de fibra óptica se colocaron en el fondo marino entre los cinco continentes; se instalaron conexiones de Internet en grandes ciudades mediante una marea creciente de capital de riesgo; paquetes de software se vendían en cada esquina (por lo general en forma de copias ilegales); modelos interconectados de negocios proliferaron en todos lados y un aparatoso urbanismo cosmopolita se extendió por la tierra entera. Los países del antiguo Tercer Mundo, descartados durante la década anterior como un sumidero de malas deudas e insurgencias guerrilleras ya se veían como un portafolio tentador de inversiones en «mercados emergentes» en el contexto de un boom de inversiones centrado en Nueva York. Después de la estagnación larga de los años setenta y la recuperación incierta de los ochenta, la última década del siglo XX presenció una expansión industrial y comercial que recordaba el apogeo de las vías férreas o del automóvil. Los Estados Unidos había salido como triunfador de la Guerra Fría, y su premio era un mercado global unificado. Durante un momento breve, hasta la empresa más delirante pareció ser del todo factible si saliera de Silicon Valley. Después de todo, ofrecería la tecnología más alta – y un helicóptero de ataque para protegerla.

El papel del poder estatal, y en particular el del estado líder o hegemónico, es crucial en establecer el marco geográfico de acumulación al inicio de una ola larga. Esta es una de las «condiciones externas que constituyen la estructura de la evolución capitalista.» Pero el tipo de po

der militar ejercido durante la Guerra del Golfo también se puede concebir como una inversión a largo plazo, parecida a las que se hacen en la infraestructura: una inversión en el «control del mercado mundial,» como explicó uno de los teóricos ESA. 11 Mirando atrás, podemos considerar la guerra hispano-estadounidense de 1898 como otra inversión a largo plazo en América Latina al principio de la tercera ola Kondrátiev. Más claro aún, los múltiples teatros de operaciones durante la Segunda Guerra Mundial establecieron el marco para la extensión de la producción fordista por todo el mundo, mientras que garantizaban las condiciones de la extracción de recursos a nivel global que dependía esa producción. La gente de izquierda suele llamarlo el imperialismo – y con razón. Sin embargo, ignorar la función del liderazgo, y el consentimiento auto-interesado que implica de parte de otros estados, es perder algo muy fundamental sobre las dinámicas de la sociedad mundial.

Aquí el teórico clave es Antonio Gramsci. Distinguió el liderazgo cultural e ideológico, o lo que nombró hegemonía, del poder estatal coactivo que lo acompaña invariablemente. Al principio de sus Cuadernos de la cárcel (1929-35), define la hegemonía como «consenso ‘espontáneo’, dado por las grandes masas de la población a la orientación imprimida a la vida social por el grupo dominante fundamental.» A continuación observa que este consentimiento «nace ‘históricamente’ del prestigio (y por tanto de la confianza) derivado por el grupo dominante de su posición y de su función en el mundo de la producción.» 12 En nuestros términos, entonces, la hegemonía sería el sentido afectivo de creencia que vincula un proceso productivo a las formas institucionales que garantizan su reproducción social, para constituir así un llamado bloque histórico. A Gramsci le interesaba en particular el papel crucial que tienen los líderes de base – o lo que nombró los «intelectuales orgánicos» – en constituir el bloque histórico, pero también en desafiarlo e insistir en un orden político-económico distinto. De esta manera abrió la pregunta, no solo de cómo los individuos son condicionados por las estructuras sociales, pero más importante, de cómo los individuos que actúan en los movimientos sociales podrían remodelar las mismas estructuras.

Pero Gramsci avanzó aún más. Extendió el concepto de la hegemonía al campo interestatal con la pregunta: «¿Las relaciones internacionales preceden o siguen (lógicamente) a las relaciones sociales fundamentales?» Su respuesta: «Siguen, indudablemente. Toda innovación orgánica en la estructura modifica orgánicamente las correlaciones absolutas y relativas en el campo internacional, a través de sus expresiones técnico-militares.» 13 Con esta reflexión, la hegemonía cobra nuevo sentido en la economía política internacional. Las relaciones de producción que impone una clase dominante, sumadas a las formas culturales/ideológicas que las articulan en un bloque de poder más extensa, se convierten en una suerte de modelo operativo que será adoptado de manera «espontánea» por otras clases sociales en otros estados nación (con la velada amenaza de coacción si no adoptan el modelo). Esta es la función interestatal del liderazgo, que es opresivo para quienes lo rehúsen, pero también muy productivo para quienes acepten que los rijan. El teórico canadiense, Robert Cox, colocó el concepto gramsciano en la base de su análisis del orden mundial:

Aquí uso el término hegemonía como algo que significa más que la dominación de un solo poder mundial. Significa una dominación de un tipo particular, en la cual el estado dominante genera un orden que se basa ideológicamente en una medida amplia de consentimiento, para funcionar según principios generales que en efecto garantizan la supremacía continua del estado o los estados líderes y las clases sociales líderes, pero que al mismo tiempo ofrecen alguna medida o prospecto de satisfacción a los menos poderosos. En tal orden, la producción en países particulares se interconecta a través de los mecanismos de una economía mundial y se vincula a sistemas mundiales de producción. Las clases sociales del país dominante encuentran sus aliados en las clases de otros países. Los bloques históricos que apuntalan estados particulares se interconectan por medio de intereses comunes y perspectivas ideológicas de clases sociales en países distintos, y empiezan a surgir clases sociales globales. Una sociedad mundial incipiente crece alrededor del sistema interestatal, y los estados mismos se internacionalizan en el sentido de que sus mecanismos y sus políticas se ajustan a los ritmos del orden mundial. 14

Una vez aceptada esta idea, se hace evidente que una revisión minuciosa de las grandes crisis económicas del siglo XX, junto con la crisis que actualmente se está desplegando, constituiría no solo un estudio de las vicisitudes de la potencia estadounidense, sino también de las configuraciones mudables de la sociedad mundial. Esto implica, entre otras cosas, que no bromeaba George H. W. Bush en 1991, cuando declaró con gran ostentación que la Guerra del Golfo buscaba sentar las bases para un «Nuevo Orden Mundial.» El propósito geopolítico de la coalición internacional que se reunió por ese conflicto fue de restaurar el sistema de alianzas que se había forjado durante la Segunda Guerra Mundial, y que subsiguientemente había flaqueado durante la crisis de los años setenta. Claro que habían intereses profundos en realizar esta restauración; intereses que podían atravesar una gama de clases sociales nacionales. Lo que estaba en riesgo para todas estas clases era el patrón subyacente de relaciones de producción que había constituido un orden político-económico. Además, la forma inicial de la hegemonía estadounidense – lo que se podría nombrar el orden mundial keynesiano-fordista – proporcionaba la base para toda variación de la posguerra en la democracia social del Estado benefactor. Y aunque la Izquierda radical, en todas sus variantes, se ha definido por su rechazo de los compromisos del proyecto social-democrático, todavía hay que reconocer que las formas institucionales de ese compromiso tienen efectos profundos sobre todas las clases sociales del mundo desarrollado.

El Nuevo Orden Mundial de los años noventa fue, sin embargo, un fracaso monumental. Esto se hizo evidente después de que el hijo incoherente de Bush asumió el poder en 2000, lanzó dos guerras desastrosas como respuesta al ataque de Al-Qaeda, y preparó el camino para la crisis financiera global más severa desde la Gran Depresión. El historiador económico y teórico de sistemas mundiales, Giovanni Arrighi, provee las herramientas conceptuales para un análisis del arco de la hegemonía estadounidense, desde su inicio a finales del siglo XIX a la presente debacle. En esencia, lo que hace Arrighi es superponer un ciclo imperial más largo encima de las tres olas Kondrátiev que hemos considerado. Demuestra, primero, la manera en que los Estados Unidos salió de la sombra de la hegemonía británica en declive para entrar en una etapa decisiva de rivalidad con Alemania sobre cuál de ellos sería el sucesor de imperio; de ahí, la manera en que se construyó el sistema mundial avanzado por los Estados Unidos sobre las bases sentadas durante la Segunda Guerra Mundial; y por último, la manera en que la hegemonía estadounidense entró en su «otoño financiero» a partir de los años setenta, al abandonar su dominio industrial a cambio de un nuevo papel como el gerente computarizado del capital financiero en circulación global. Arrighi demuestra la manera en que, en el transcurso de este proceso, el capital industrial acumulado y el saber tecnológico han sido redistribuidos a los demás polos de la economía global. Enfoca en particular sobre la ascendencia aparentemente inevitable de Asia Oriental y sobre todo de China como el nuevo centro global del crecimiento capitalista. Las condiciones complejas del inexo

rable declive estadounidense, el poder creciente de China, y el avance de los cambios climáticos definen la crisis actual. Ya no podemos mirar hacia el pasado, ni confinarnos a la teoría. Vuelven las formas aparentemente lejanas e impersonales del orden mundial, por vía de la crisis actual, para imponer su presión sobre nuestras vidas en la sociedad – a tal grado que algunos de nosotros queremos contestar con nuestra propia presión.

Los movimientos sociales

Para una cantidad creciente de personas alrededor del mundo que no caben en ningún «bloque histórico,» la única oportunidad sustancial para participar en la vida política está en los movimientos sociales – y en las iniciativas culturales, ideológicas y organizativas que surgen para articularlos como un desafío a los poderes reinantes. Una crisis económica prolongada como la que empezó en 2008 ofrece inmensas oportunidades para emprender estos tipos de desafío. Hasta el momento sólo han sido tomados de manera fragmentaria y vacilante. ¿Por qué?

Ya debe ser obvio que la estructura de intereses arraigados extiende hasta muy profundo en la sociedad, mucho más allá de las fronteras de países individuales o las filas de las elites reinantes. Es difícil reconocer esta estructura histórica en el propio cuerpo de uno mismo. Pero la crisis exige precisamente eso, porque rompe el concepto del «individuo» tal como es experimentado en las sociedades capitalistas (el deseo, la elección, la satisfacción, la seguridad – todos individuales). La individualidad en el sentido dominante de la palabra se mantiene sólo por el acceso a las mercancías que pretenden reemplazar relaciones más fundamentales pero también más problemáticas de la interdependencia. El concepto de la reificación, o del reemplazo de las relaciones sociales por las cosas, aquí entra al juego. Las crisis político-económicas son positivas a la medida que ofrezcan oportunidades para ir más allá de la reificación y enfrentarnos en cambio con realidades humanas más profundas y problemáticas. Lo veremos cuando llegamos a las luchas del Poder Negro y de las feministas de los años sesenta y setenta, y aún más, cuando llegamos a las preguntas actuales como las de lo indigena y la existencia precaria. Esto no requiere que abandonemos los conceptos marxistas, sino que los transformemos cabalmente. Es impresionante darse cuenta de que uno de los teóricos marxistas más perspicaces de las contradicciones político-económicas de los años setenta – James O’Connor, autor de La crisis fiscal del estado (1973) – luego dirigió su atención a la crisis del individualismo moderno, antes de girar hacia la ecología social. En 1984, O’Connor analizó la descompostura del fordismo keynesiano en términos psico-sociológicos:

En el capitalismo moderno, una ambigüedad terrible y dolorosa existe entre el trabajo individual y el trabajo social, las necesidades individuales y las necesidades sociales, y la vida individual y la vida socio-política. En este contexto reificado, no hay posibilidad de una definición inequívoca alguna del Yo. El Yo en cambio se convierte en el campo de batalla en el cual se luchan conflictos psicológicamente sangrientos… En términos prácticos, estas luchas en contra de la reificación material y social y a favor de «la individualidad social» son las armas más útiles a nuestro alcance para combatir el intento de parte del capital y el estado de construir ideológicamente y usar políticamente la crisis actual para reestructurar la vida económica, política y social con el único propósito de renovar la acumulación capitalista, que incluye una nueva «ola larga» de innovación ideológica. 15

Actualmente somos, en efecto, los herederos de esa ola larga ideológica conocida como el neoliberalismo, que durante décadas (precisamente las décadas de expansión económica) parecía ser el horizonte insuperable de nuestra época: un hiper-individualismo reificado, monumentalizado por la nueva arquitectura de fachadas reflejantes que proliferaba desde los años ochenta en adelante. Estas eran las décadas del libre flujo de crédito bancario y del post-modernismo laberíntico, que se fortalecían entre sí mediante los teclados de computadora y los cables de fibra óptica. En años más recientes, sin embargo, los intereses materiales que ligaban los sectores bajos y medios de los países avanzados a sus elites respectivas van desapareciendo ante nuestros ojos, bajo presiones de la automatización, el outsourcing, el desempleo, y las finanzas predatorias, así como la violencia estatal, el abandono estructural, y el declive medioambiental. Bajo estas circunstancias, una carta amenazadora del banco, una cuenta médica impagable, o la pérdida de un trabajo o una casa puede despertar una consciencia radicalmente nueva de los daños causados por la tendencia estructural hacia la sobreacumulación. En un momento cuando una nueva crisis fiscal destruye los servicios sociales por el mundo desarrollado, la expresión evocadora de Steinbeck cobra, de repente, un sentido visceral: «Hombres que han creado nuevos frutos en el mundo no pueden crear un sistema para que sus frutos se coman.»

El movimiento Occupy presenció un desplazamiento generacional de la consciencia que tocó a personas de toda edad, vinculándonos en algo que se podría llamar una generación política. Mientras tanto, el efecto de la crisis ha sido mucho más intenso en varios países europeos – Islandia, España, Grecia – y ha conducido a la revolución en el Medio Oriente. La pregunta es cómo seguir adelante. Lo que nos falta es un mapa estratégica para conducir hacia una sociedad alternativa.

Desde mi punto de vista, el surgimiento meteórico de países anteriormente subordinados en Asia, América Latina y África no absuelve el núcleo histórico del sistema mundial capitalista de un gran papel en modelar la forma en que se vean los próximos cincuenta años. Parece ser cada vez más probable que los problemas ecológicos, los conflictos sociales, y la expansión rápida de los movimientos sociales provoquen un choque político en China, cuya resolución – ya sea democrática o autoritaria – tenga sin duda gran influencia por todo el sistema mundial. En otras partes, el declive relativo abre, o la posibilidad reaccionaria de la agresión (tomada ampliamente por la elite estadounidense y sus aliados en la década pasada), o la contraria posibilidad de colaboración translocal frente a problemas cada vez más urgentes. La segunda posibilidad ha sido desarrollado de manera muy extensa por una red emergente de iniciativas autónomas que atraviesan las divisiones de clase, idioma, geografía y cultura.

Mirando atrás, los movimientos en contra de la globalización de los años noventa y los primeros años del nuevo milenio aparecen como un parteaguas en la transformación de la Izquierda histórica, en particular con respeto al individualismo moderno. Un tema crucial de estos movimientos fue el desarrollo de procomunes ecológicos y sociales, que se pueden definir como reservorios de potenciales cooperativos, compartidos entre seres humanos y seres humanos así como entre los seres humanos y la naturaleza. Como demuestro a continuación, el gobierno del procomún también implica el desarrollo de esferas públicas no-estatales, que son cruciales a cualquier cambio positivo en el sistema estatal capitalista. Los movimientos indígenas han tenido un papel principal en su elaboración; igual los movimientos sociales interconectados de la generación precaria en los países del núcleo. Pero tampoco se puede ignorar la emergencia de experimentos progresistas a nivel del estado nación, en particular en América Latina. Lo que parece ser crucial en esta coyuntura, la cual por cierto estará marcada por un cambio institucional profundo, es el desarrollo de culturas intelectuales orientadas hacia transformaciones prácticas, que serán indisolublemente tecnológicas, organizativas, legales, filosóficas, emocionales, y artísticas.

Son varios los caminos que van por ese rumbo. El valor de una reflexión sobre la crisis y sus repercusiones es de poner énfasis en las maneras en que la ruptura dramática, o incluso la revolución, está inscrita en una continuidad. Para vivir con dignidad durante los años que vienen, y cumplir nuestras responsabilidades al futuro, hay que plantear y realizar una ruptura radical que no es ni apocalíptica ni mesiánica, sino pragmáticamente utópica. Ninguna otra cosa lo logrará. Para los intelectuales orgánicos que realizan este trabajo – es decir, para las personas que convierten la capacidad común del lenguaje en una curiosidad intensa y apasionada – lo anterior podría sugerir una reinvención de lo que los marxistas solían llamar la praxis, o en otras palabras, la fusión del pensamiento complejo en actividad concreta. Esto es el objetivo de un discurso disciplinado y experimental que busca involucrarse con las formas materiales-ideacionales-afectivas de la sociedad en su totalidad. Para ponerlo en muy pocas palabras: se trata de los efectos transformativos de la participación intelectual en los movimientos sociales.

Consideremos lo alternativo. Entre el naufragio del capital informático, que representa sin duda la oportunidad de una vez en nuestras vidas para un cambio radical en el transcurso del desarrollo social, los gerentes neoliberales empapados del oportunismo tecnológico van pidiendo más de las mismas fórmulas que han aplicado obsesivamente desde los años setenta, i.e., la innovación disruptiva. La idea es desplegar las comunicaciones en red para destruir las empresas existentes y abrir nuevos mercados para la restauración de ganancias corporativas. Los gúrus creen que la doctrina revolucionaria schumpeteriana de la «destrucción creativa» también se puede aplicar a las instituciones sociales, que, para ellos son, después de todo, solamente procesos de negocios.

Para dar un ejemplo, Clayton Christensen en su último libro observa acertadamente que la universidad – que se puede ver como la institución central de la economía contemporánea, basada tal como es en el saber – está en crisis, como resultado de su expansión no-sustentable en la espalda de la deuda estudiantil. Así que él y su coautor, Henry Eyring, proponen aprovechar la ventaja tecnológica para transformar la mayoría de las instituciones educativas (con exclusión de las más prestigiosas) en instalaciones que ofrecen capacitación vocacional por Internet, dirigida hacia las necesidades corporativas inmediatas. El prototipo es una notoria institución comercial en Estados Unidos, la Phoenix University, cuya reputación ha caído últimamente por sus bajísimas tasas de graduación y de sus prácticas fraudulentas de reclutamiento. Ni hablar. Ya que se trata puramente de modelos de negocios, veamos su oferta:

La sobreproducción de personas con doctorado y maestría, de parte de las universidades tradicionales, en relación a sus propias necesidades para nuevos profesores, ha resultado en un grupo de instructores de alta calificación, quienes están dispuestos a recibir unos cuantos miles de dólares por cada curso… Esto quiere decir que la universidad en línea puede emparejar la oferta de enseñanza con la demanda estudiantil – contratamos un/a instructor/a sólo cuando sea probable que un curso tenga la cantidad suficiente de alumnos para generar una ganancia operativa. Es más, es fácil de monitorear el desempeño de los instructores en línea, y alguien cuyo desempeño no sea satisfactorio no tiene derecho contractual de empleo seguido. Además de resultados educativos bien definidos, la capacidad de remover los instructores ineficaces podría ser otra razón por la cual los cursos en línea han logrado paridad en términos de resultados cognitivos medianos con sus equivalentes de cara a cara. 16

Es difícil creer que la realización de la «paridad en términos de resultados cognitivos medianos» por sueldos de descuento, bajo un régimen de vigilancia electrónica continua sea material de los sueños educativos. Sin embargo, es exactamente el tipo de futuro que está siendo planeado para todos los sectores de la economía informática. La ironía, en este caso particular, es que una economía construida alrededor de las promesas del saber debería de culminar en un programa sistemático de auto-cegarse, llevado a cabo primero por la reducción del pensamiento crítico y científico a mercancías, y de ahí por la eliminación brutal de cualquier mercancía-saber que no tenga éxito inmediato en el mercado.

Estos planes de reestructuración empresarial están destinados al fracaso, porque no se enfrentan a las contradicciones principales del Informacionalismo Neoliberal. Pero seguramente habrán otros planes hechos, para bien o para mal, por las coaliciones políticas que poco a poco van apareciendo para ocuparse de los elementos más intratables de la crisis. Lo importante es formar parte de ese proceso, desafiarlo, interrumpirlo, crear espacios afuera de él, y finalmente, plantear algo mejor. Si nuestros cuerpos vivos son la fuente irreprimible de una potencia compartible de invención, podemos generar disturbios en los programas actuales del cambio institucional – y construir un mejor destino para la praxis revolucionaria en el siglo XXI.

1 Lewis Mumford, Técnica y civilización (Madrid: Alianza Editorial, 1971 [1934]). Para las relaciones entre Orozco y Rivera, incluso sus estancias respectivas en los EUA, véase a Renato González Mello, La máquina de pintar: Rivera, Orozco, y la invención de un lenguaje (México: Universidad Nacional Autónoma de México, 2008).

2 Antonio Negri, «Domination and Sabotage» (1977), en Books for Burning (London: Verso, 2005); Maurizio Lazzarato, Puissances de l’invention (Paris: Les empêcheurs de penser en rond, 2002).

3Leon Trotsky, «La situación mundial» (1923), disponible en línea al http://www.litci.org/teoria/trotsky/situacion_mundial.pdf

4Nikolai D. Kondratieff, «Los grandes ciclos de la vida económica» (1925), disponible en línea al http://www.eumed.net/cursecon/textos/kondra/index.htm. A veces se translitera el apellido de Kondratiev con «ff» al final.

5 Joseph Schumpeter, Ciclos económicos: Análisis teórico, histórico y estadístico del proceso capitalista, trad. Jordi Pascual (Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza, 2002 [1939]), p. 152.

6 Estas épocas están descritas en Christopher Freeman and Luc Soete, The Economics of Industrial Innovation, Third Edition (Cambridge, Mass.: MIT Press, 1997). Véase también al libro de los mismos autores, As Time Goes By: From the Industrial Revolutions to the Information Revolution (Oxford University Press, 2001).

7Carlota Perez, «Cambio estructural y asimilación de nuevas tecnologías en el sistema económico y social,» disponible en línea al http://www.carlotaperez.org/Articulos/Futures_1983_cast.pdf.

8 John Steinbeck, Las uvas de la ira (New York: Penguin Books), pp. 394, 396.

9 Para el primer planteamiento completo de la teoría ESA, véase a D. Gordon, R. Edwards, M. Reich, Segmented Work, Divided Workers: The Historical Transformation of Labor in the United States (Cambridge University Press, 1982).

10Leon Trotsky, «La curva de desarrollo capitalista,» disponible en línea al http://www.fundacionfedericoengels.org/index.php/marxismo-hoy/no8-leon-trotsky-1879-1940/91-la-curva-de-desarrollo-capitalista

11 David Gordon, «Stages of Accumulation and Long Economic Cycles,» en: Terence K. Hopkins y Immanuel Wallerstein, eds., Processes of the World System, vol. 3: Political Economy of the World System Annuals (Beverley Hills: Sage, 1980), pp. 31-32.

12 Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, tomo 4 (México: Ediciones Era, 1986 [1975]), p. 357.

13 Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel, tomo 5 (México: Ediciones Era, 1999 [1975]), p. 18.

14 Robert W. Cox, Production, Power, and World Order: Social Forces in the M

aking of History, (New York: Columbia University Press, 1987), p. 7.

15 James O’Connor, Accumulation Crisis (Oxford: Basil Blackwell, 1984), pp. 22-23.

16 Clayton M. Christensen y Henry J. Eyring, The Innovative University: Changing the DNA of Higher Education from the Inside Out (San Francisco: Josey-Bass, 2011), pp. 213-14.

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