CONSIDERACIONES SOBRE LA CRISIS DEL CORONAVIRUS
17 de mayo de 2020.
Por Ken Knabb (Bureau of Public Secrets)
Trad: Luis Navarro incluida en disciplinasocial.art
Original en inglés: Pregnant Pause
Ya vivíamos una crisis general global, pero la mayoría apenas tenía una vaga conciencia de ello porque se manifestaba en una confusa serie de crisis particulares – social, política, económica, ambiental. El cambio climático es la más trascendental de estas crisis, pero es tan complejo y tan gradual que resulta fácil ignorarlo para esta mayoría.
La crisis del corona ha sido repentina, innegable e ineludible. También se está produciendo en un contexto sin precedentes.
Si esta crisis hubiera tenido lugar hace cincuenta o sesenta años, habríamos estado totalmente a merced de los medios de comunicación, leyendo sobre ella en periódicos y revistas o sentados frente a la radio o la televisión absorbiendo pasivamente las instrucciones y las confortaciones que difundirían los políticos o los periodistas, sin apenas posibilidad de responder, excepto quizás para escribir una carta al director y esperar que se imprimiese. Por entonces, los gobiernos podían salir airosos en asuntos como el incidente del Golfo de Tonkín, pues pasaron meses o años antes de que la verdad saliera a la luz.
El desarrollo de las redes sociales durante las dos últimas décadas ha cambiado esto drásticamente. Aunque los medios de comunicación de masas siguen siendo poderosos, su impacto monopolístico se ha debilitado y ha sido sorteado a medida que las personas se han ido involucrando en los nuevos medios de comunicación interactivos. Esos nuevos medios se utilizaron pronto de manera radical exponiendo mentiras y escándalos políticos que antes habrían permanecido ocultos, y finalmente desempeñaron un papel crucial en el desencadenamiento y la coordinación de los movimientos de la Primavera Árabe y Occupy de 2011. Un decenio más tarde, se han convertido en una rutina para gran parte de la población mundial.
En consecuencia, es la primera vez en la historia que un evento tan trascendental ha tenido lugar siendo consciente de ello prácticamente todo el mundo en el planeta al mismo tiempo. Y se está desarrollando mientras gran parte de la humanidad se ve obligada a quedarse en casa, donde difícilmente puede evitar reflexionar sobre la situación y compartir sus reflexiones con los demás.
Las crisis terminan siempre sacando a la luz las contradicciones sociales, pero en este caso, con la atención mundial enfocada en cada nuevo desarrollo, las revelaciones han sido especialmente patentes.
La primera y quizás la más llamativa ha sido el inesperado cambio de las políticas gubernamentales. Como las «soluciones de mercado» habituales son obviamente incapaces de resolver esta crisis, los gobiernos se sienten ahora obligados a recurrir a la aplicación masiva de soluciones que antes despreciaban como «irreales» o «utópicas». Cuando cualquiera, rico o pobre, nativo o extranjero, puede propagar una enfermedad mortal, todo lo que no sea asistencia sanitaria gratuita para todos es evidentemente una idiotez. Cuando se cierran millones de empresas y decenas de millones de personas son despedidas y no tienen perspectivas de encontrar un nuevo trabajo, es obvio que las prestaciones de desempleo habituales son irremediablemente insuficientes, y políticas como el ingreso básico universal se vuelven no sólo posibles, sino prácticamente inevitables. Como decía un sitio web satírico irlandés: «Con la puesta de los hospitales privados a disposición del interés público, el incremento de ayudas sociales para la gran mayoría de la nación y la prohibición de los desalojos y la aplicación de una congelación de los alquileres, los irlandeses tratan de entender cómo es que al despertar esta mañana se encontraron en una idílica república socialista».
No hace falta decir que nuestra situación está lejos de ser idílica. Aunque Irlanda y muchos otros países han aplicado este tipo de medidas de emergencia, cuando miramos más de cerca encontramos que los sospechosos habituales siguen al mando, con sus prioridades de siempre. Particularmente en los Estados Unidos, donde los primeros en ser rescatados han sido los bancos y las corporaciones, ya que se inyectaron varios billones de dólares en los mercados financieros sin el más mínimo debate público. Más tarde, cuando se hizo evidente que se necesitaba un rescate más general, la mayor parte del dinero del rescate fue igualmente a esas mismas grandes empresas; gran parte de la porción menor destinada a las pequeñas empresas fue absorbida por las grandes cadenas antes de que la mayoría de las verdaderas pequeñas empresas recibieran un centavo; y la asignación para las familias trabajadoras normales y los desempleados fue un pago único que apenas podía cubrir dos semanas de gastos normales. Dando otra vuelta de tuerca, los gobernadores de varios estados han tenido la inteligente idea de reabrir prematuramente algunos negocios, privando a esos trabajadores del ingreso por desempleo si se niegan a poner en peligro sus vidas.
El sentido de tales rescates es que hay sectores que son supuestamente tan esenciales que necesitan ser «salvados». Pero no es necesario salvar el sector de los combustibles fósiles, sino eliminarlo cuanto antes. Y no hay razón para salvar a las aerolíneas, por ejemplo, porque si quiebran pueden ser compradas por unos centavos por otra persona (preferiblemente el gobierno) y reiniciar su actividad con los mismos trabajadores y con las pérdidas a cargo de los anteriores propietarios. Sin embargo estas industrias inmensamente ricas y extremadamente contaminantes, y otras como ellas, están recibiendo cientos de miles de millones de dólares para «aliviar su crisis». Pero cuando se trata de cosas de las que depende la gente de clase baja y media, de repente el mensaje es: «Tenemos que apretarnos el cinturón y no aumentar la deuda federal». Así, Trump sigue presionando para que se recorte el impuesto sobre la nómina (lo que sabotearía el Seguro Social y Medicare) y ha amenazado con vetar cualquier rescate que preste alguna ayuda al Servicio Postal de los Estados Unidos (aunque UPS y Fedex ya han recibido miles de millones de dólares del dinero de los contribuyentes). Los republicanos han intentado durante décadas llevar a la bancarrota y privatizar la Oficina de Correos -del modo más flagrante en su ley de 2006, que exige que Correos financie las prestaciones de jubilación de sus empleados con 75 años de antelación (algo que ninguna otra entidad, pública o privada, se ha visto obligada a hacer nunca)-, pero la singular vehemencia de Trump sobre este tema en este momento se debe a su deseo de evitar que se vote por correo en las próximas elecciones.
No hace falta ser un genio para darse cuenta de que hay que dar prioridad a las personas que están en el extremo inferior de la escala. Las corporaciones multimillonarias no sólo no necesitan más dinero, sino que si lo obtienen la mayor parte de éste no «goteará de arriba a abajo», sino que se saldará en refugios fiscales en el extranjero o se utilizará para la recompra de acciones. Pero si cada persona de clase baja y media recibiese, digamos, 2.000 dólares al mes durante la duración de la crisis (lo que le costaría al gobierno mucho menos que los actuales rescates de los súper ricos), prácticamente todo ese dinero se gastaría inmediatamente en necesidades básicas, lo que ayudaría al menos a algunas pequeñas empresas a continuar sus negocios, permitiría a más gente mantener sus puestos de trabajo, y así sucesivamente. Las pequeñas empresas también necesitan ayuda inmediata (especialmente si se han visto obligadas a suspender temporalmente su actividad durante la crisis) o es probable que quiebren, en cuyo caso las grandes empresas y los bancos las comprarán a precios de ganga, exacerbando así la ya gran brecha existente entre unas pocas megaempresas en la parte superior y todas los demás en la parte inferior.
La crisis del corona ha evidenciado la negligencia criminal de muchos gobiernos nacionales, pero la mayoría de ellos intentaron por lo menos tratar de resolverla de manera algo seria una vez que se dieron cuenta de la urgencia de la situación. Lamentablemente, no ha sido así en los Estados Unidos, donde Trump afirmó al principio que todo ello no era más que un engaño que pronto se desvanecería y que el número de muertos estaría «cerca de cero», y luego, después de no hacer prácticamente nada durante más de un mes, cuando se vio finalmente obligado a admitir que se trataba de una crisis realmente grave, anunció que gracias a su brillante liderazgo «sólo» morirían unos 100.000 o 200.000 estadounidenses. Meses después del comienzo de la pandemia, todavía no existe una orden nacional de permanencia en el hogar, ni un plan nacional para realizar test, ni la adquisición y distribución nacional de suministros médicos para salvar vidas, y Trump sigue restando importancia a la crisis en un frenético esfuerzo por reiniciar la actividad lo suficientemente pronto como para revivir sus posibilidades de reelección.
Dado que su tardanza ya ha sido responsable de decenas de miles de muertes adicionales, y dado que también preside un caos económico que no se veía en América desde la Gran Depresión del decenio de 1930, en circunstancias normales los demócratas no deberían tener problemas para derrotarlo en noviembre. Pero como hizo hace cuatro años, el stablishment del Partido Demócrata ha demostrado una vez más que prefiere arriesgarse a perder ante Trump con una herramienta corporativa para el mantenimiento del status quo que arriesgarse a ganar con Bernie Sanders. Los programas de Sanders (Medicare for All, Green New Deal, etc.) eran populares entre la mayoría de los votantes, y lo han sido aún más a medida que la crisis del corona ha hecho más evidente su necesidad. El hecho de que tales reformas de sentido común sean vistas como radicales sólo refleja lo estúpidamente reaccionaria que es la política americana en comparación con la mayor parte del mundo.
Mientras tanto, como pronto quedó claro para casi todo el mundo que Trump no tiene la más mínima idea de cómo lidiar con la crisis del corona, excepto para mostrar sus increíbles conocimientos médicos y presumir de sus índices de audiencia en la televisión, ha dejado que cada cual se ocupe de ello por cuenta propia. Aunque algunos gobiernos estatales y locales han ayudado, cabe señalar que muchas de las respuestas más tempranas, amplias y creativas han sido llevadas a cabo por la iniciativa de gente común y corriente: jóvenes que hacen la compra a vecinos mayores y más vulnerables, personas que fabrican y donan las máscaras protectoras que los gobiernos dejaron de almacenar, profesionales de la salud que ofrecen consejos de seguridad, personas con conocimientos técnicos que ayudan a otros a establecer reuniones virtuales, padres que comparten actividades para los niños, otros que donan a bancos de alimentos, o que financian en masa para apoyar pequeños negocios populares, o que forman redes de apoyo para prisioneros, inmigrantes, personas sin hogar, etc.
La crisis ha demostrado vívidamente la interconexión de las personas y los países de todo el mundo, pero también ha revelado, para quienes no eran conscientes de ello, que la vulnerabilidad no se comparte por igual. Como siempre, los más desfavorecidos son los que más sufren: personas en las cárceles o los centros de detención de inmigrantes o que viven en barrios marginales abarrotados, personas que no pueden practicar el distanciamiento social y que tal vez ni siquiera tengan instalaciones para lavarse las manos de manera eficaz. Mientras que muchos de nosotros podemos quedarnos en casa con sólo leves inconvenientes, otros no pueden hacerlo (si es que tienen casa) ni compartir contenidos a través de los medios sociales (si es que tienen ordenador o un teléfono inteligente) porque se ven obligados a seguir trabajando en «trabajos esenciales», en condiciones peligrosas y a menudo por un salario mínimo y sin beneficios, para poder proveer comida, servicios públicos, entregas y otros servicios a quienes se quedan en casa. (Véase el provocativo análisis de Ian Alan Paul sobre el sector «doméstico/conectado» y el sector «móvil/desechable» en The Corona Reboot).
Los trabajadores «móviles/desechables» suelen estar muy aislados y son demasiado vulnerables para atreverse a luchar (sobre todo si no tienen papeles), pero como sus trabajos son en su mayoría esenciales tienen en este momento una influencia potencialmente fuerte, y no sorprende que empiecen a utilizarla. Dado que se acumulan los peligros y las tensiones, han perdido la paciencia, comenzando con las huelgas generalizadas de gatos salvajes de marzo en Italia para luego extenderse a otros países. En los Estados Unidos han estallado protestas y huelgas entre los trabajadores de Amazon, Instacart, Walmart, McDonald’s, Uber, Fedex, los trabajadores de las tiendas de comestibles, los de la basura, los de la industria automotriz, los de los asilos de ancianos, los trabajadores agrícolas, los empacadores de carne, los conductores de autobuses, camiones y muchos otros; las enfermeras y otros trabajadores de la salud han protestado por la escasez de equipo médico; los trabajadores de General Electric han exigido que se vuelvan a destinar las fábricas de motores a reacción a la fabricación de ventiladores; las familias sin hogar han ocupado edificios vacíos; se han iniciado huelgas de alquiler en varias ciudades; y los presos e inmigrantes detenidos están en huelga de hambre para visibilizar sus condiciones particularmente inseguras. No hace falta decir que todas estas luchas deben ser apoyadas, y los trabajadores de primera línea deben ser los primeros ante cualquier rescate que se lleve a cabo.
Tras permanecer en casa durante meses, todos estamos naturalmente ansiosos por reanudar en algún grado nuestra vida social en cuanto sea posible. Hay debates legítimos sobre cuándo y bajo qué condiciones es más seguro hacerlo. Lo que no es legítimo es ignorar o negar deliberadamente los peligros sólo para que las empresas puedan reanudar su actividad y los políticos puedan ser reelegidos. La revelación más gruesamente esclarecedora de toda la crisis ha sido ver cómo los expertos y los políticos declaraban abiertamente que sería una compensación aceptable que millones de personas muriesen si eso es lo que se necesita para «salvar la economía». Esta admisión de las prioridades reales del sistema puede resultar contraproducente. A la gente se le ha dicho toda la vida que esta economía es inevitable e indispensable, y que si le dan rienda suelta finalmente funcionará para ellos. Si empiezan a verla como lo que realmente es (un juego económico amañado que permite a un pequeño número de personas controlar a todos los demás en el mundo a través de su posesión y manipulación de trozos de papel mágico), pueden concluir que necesita ser reemplazada, no salvada. «Una vez que la sociedad descubre que depende de la economía, la economía de hecho depende de la sociedad» (Guy Debord, La sociedad del espectáculo).
En este punto me gustaría dar un paso atrás y mirar lo que considero el aspecto más significativo de toda esta situación: la experiencia del cierre en sí misma. Esta experiencia no tiene precedentes, y cambia tan dramáticamente de un día para otro que todavía no sabemos qué pensar de ella. Seguimos esperando en secreto despertarnos y descubrir que sólo fue una pesadilla, pero cada mañana sigue ahí. Pero a medida que nos hemos ido acostumbrando a ella, nos entrega sus propias revelaciones.
Toda pausa abre un tiempo para reflexionar sobre nuestras vidas y reevaluar nuestras prioridades, pero saber que todos los demás lo hacen al mismo tiempo da a estas reflexiones un enfoque más colectivo. Esta pausa sacude nuestros hábitos y presunciones habituales y nos da a todos y cada uno de nosotros una rara oportunidad de ver nuestras vidas y nuestra sociedad bajo una nueva luz. Dado que cada día trae nuevas noticias, todo parece acelerarse; sin embargo, muchas cosas se han detenido, o al menos se han ralentizado drásticamente. Parece a veces que todo ocurre a cámara lenta; o que todos hubiéramos estado caminando dormidos y nos hubiéramos despertado de repente, mirándonos unos a otros con asombro ante la nueva y extraña realidad, y su contraste con lo que antes considerábamos normal.
Nos damos cuenta de lo mucho que echamos de menos ciertas cosas, pero también de que otras no las echamos de menos en absoluto. Muchas personas han señalado (generalmente con una vacilación medio culpable, ya que por supuesto son muy conscientes de la devastación que está ocurriendo en la vida de muchas otras personas) que personalmente están apreciando la experiencia en algunos aspectos. Todo está mucho más tranquilo, los cielos están más claros, apenas hay tráfico, los peces están regresando a las vías fluviales anteriormente contaminadas, en algunas ciudades los animales salvajes se aventuran a recorrer las calles vacías. Se ha bromeado mucho sobre cómo aquellos a quienes les gusta la vida contemplativa tranquila apenas notan ninguna diferencia, en contraste con las frustraciones y ansiedades de aquellos que están acostumbrados a estilos de vida más gregarios. En cualquier caso, les guste o no, millones de personas están recibiendo un curso intensivo de vida enclaustrada, con horarios diarios repetidos, casi como los monjes de un monasterio. Pueden continuar distrayéndose con entretenimientos, pero la realidad sigue trayéndoles de vuelta al momento presente.
Sospecho que la frenética prisa de algunos dirigentes políticos por «volver a la normalidad» lo antes posible no sólo se debe a evidentes razones económicas, sino también a que tienen la vaga sensación de que, cuanto más dure esta pausa, más gente se desprenderá de las adictivas actividades de consumo de su vida anterior y se abrirá a la exploración de nuevas posibilidades.
Una de las primeras cosas que mucha gente ha notado es que el distanciamiento social, por frustrante que pueda ser en algunos aspectos, irónicamente está acercando a la gente espiritualmente. Mientras que las personas empiezan a apreciar de manera distinta lo que los demás significan para ellas, comparten sus pensamientos y sentimientos más intensamente y más ampliamente que nunca – personalmente a través de llamadas telefónicas y correos electrónicos, colectivamente a través de las redes sociales.
Muchas de las cosas que se comparten son, por supuesto, bastante modestas y ordinarias: asegurarnos de que lo estamos haciendo bien (o no), comparar notas sobre cómo tratar éste o aquel problema, recomendar películas o música o libros de los que nos hemos estado dando un atracón. Pero la gente también está haciendo memes, chistes, ensayos, poemas, canciones, sátiras, parodias. Por muy amateur que sean muchas de estas cosas, el efecto conjunto de miles de estas expresiones personales compartidas en todo el mundo es en cierto modo más impactante que ver actuaciones profesionales en circunstancias normales.
Los mensajes más simples y comunes en las redes sociales han sido los memes: frases cortas e independientes o pies de foto añadidos a las ilustraciones. En contraste con los vehementes eslóganes políticos tradicionales a favor o en contra de algo, estos «memes» suelen tener un tono más inexpresivo con un giro irónico, dejando que el lector descubra las contradicciones que se revelan.
Es interesante comparar estos memes con las expresiones populares de otra crisis de hace poco más de cincuenta años, como el graffiti de la revuelta de mayo de 1968 en Francia. Hay algunas diferencias obvias en el tono y el contexto, pero en ambos casos hay una maravillosa mezcla de humor y perspicacia, ira e ironía, indignación e imaginación.
La crisis de 1968 fue provocada intencionalmente. Una serie de protestas y peleas callejeras de miles de jóvenes en París inspiraron una huelga general salvaje en la que más de diez millones de trabajadores ocuparon fábricas y lugares de trabajo en toda Francia, cerrando el país durante varias semanas. Cuando miras el graffiti, puedes percibir que estas personas estaban haciendo activamente su propia historia. No se limitaban a protestar, sino que exploraban, experimentaban y celebraban, y esos graffitis eran expresiones de la alegría y la exuberancia de sus acciones.
Nuestra situación actual se asemeja a la anterior en el sentido de que de repente prácticamente todo se ha paralizado, dejando a la gente mirando a su alrededor y preguntándose: ¿Y ahora qué? Pero durante mayo de 1968, cuando el gobierno se había retirado momentáneamente (ya que era impotente frente a la huelga general), eso significaba: ¿Qué debemos hacer ahora? (¿Tomar el control de este edificio? ¿Volver a poner en marcha esta fábrica bajo nuestro propio control?). En nuestra situación, que es más pasiva, eso significa principalmente: ¿Qué va a hacer el gobierno a continuación? ¿Cuáles son las últimas noticias sobre el virus?
Los memes que se están compartiendo durante la presente crisis reflejan esta pasividad. En su mayoría expresan las reacciones de la gente al encontrarse en una situación desagradable que no eligieron, y mucho menos provocaron. Algunos trabajadores de primera línea están en huelga, pero sólo esporádicamente, por desesperación. Prácticamente todos los demás se quedan en casa. Pueden denunciar atropellos, o abogar por políticas que podrían mejorar las cosas, o apoyar a los políticos que esperan que implementen tales políticas, pero lo hacen desde la periferia. La participación se limita a aspectos como la firma de peticiones o el envío de donaciones, aunque se mencionan ocasionalmente cosas que la gente puede hacer una vez que seamos libres de salir a las calles de nuevo.
Al mismo tiempo, sin embargo, millones de personas están utilizando esta pausa para investigar y criticar los fiascos del sistema, y lo hacen en un momento en que prácticamente todos los demás están obsesionados con lo mismo. Creo que este primer debate mundial sobre nuestra sociedad es potencialmente más importante que la crisis particular que lo desencadenó.
Admito que es una discusión muy confusa y caótica, que tiene lugar dentro del aún más caótico ruido de fondo de las preocupaciones individuales de miles de millones de personas. Pero lo importante es que cualquiera puede participar cuando quiera y tener potencialmente algún impacto. Pueden publicar sus propias ideas, o si ven alguna otra idea o artículo con el que están de acuerdo, pueden enviar por correo electrónico el enlace a su red de amigos o compartirlo en Facebook u otras redes, y si otras personas están de acuerdo en que es pertinente, pueden a su vez compartirlo con sus amigos, y así sucesivamente, hasta que en pocos días millones de personas lleguen a ser conscientes de ello y puedan seguir compartiéndolo o adaptarlo o criticarlo.
Este debate está, por supuesto, lejos de ser un proceso democrático de toma de decisiones. No se está decidiendo nada más que las vagas fluctuaciones de popularidad de este o aquel meme o idea. Si de esta crisis saliese un movimiento mundial importante, tendrá que desarrollar formas más rigurosas de determinar y coordinar las acciones que los participantes consideren apropiadas, y obviamente no querrá que sus comunicaciones dependan de plataformas de medios de comunicación manipulados de propiedad privada como ocurre ahora. Pero mientras tanto tenemos que trabajar con lo que tenemos, en este terreno donde prácticamente todos están ya conectados, aunque sea superficialmente. Ya es un gran primer paso que todo el mundo pueda influir personalmente en lugar de dejar las cosas a los líderes y a las celebridades. Yendo más lejos, tenemos que ser conscientes de lo que está sucediendo, de que lo que pasa dentro de nosotros y entre nosotros contiene más promesas que todos los absurdos dramas políticos que estamos observando tan atentamente.
Estas ideas pueden parecer extravagantes, pero no lo son más que la realidad a la que nos enfrentamos. La Organización Internacional del Trabajo ha informado de que casi la mitad de la fuerza de trabajo mundial corre el riesgo de perder sus medios de vida. Eso equivale a 1.600 millones de trabajadores de un total de 3.300 millones, un trastorno social mucho más extremo que el de la Gran Depresión de la década de 1930. No tengo ni idea de lo que saldrá de esto, pero no creo que 1.600 millones de personas vayan a acurrucarse mansamente a morir para que el juego de la estafa económica de la élite gobernante pueda seguir prosperando. Algo tiene que pasar.
Pase lo que pase, está claro que nada volverá a ser lo mismo. Como mucha gente ha notado, no podemos «volver a la normalidad». Esa vieja normalidad era un desastre, aunque hubiese personas que vivían en circunstancias lo bastante cómodas como para poder decirse a sí mismas que no estaban tan mal. Además de todos sus otros problemas, ya nos estaba empujando hacia una catástrofe global mucho peor que la que estamos atravesando ahora.
Afortunadamente, no creo que pudiéramos regresar aunque quisiéramos. Demasiada gente ha visto ahora la locura mortal de esta sociedad con demasiada claridad. Organizar un tipo diferente de sociedad – una comunidad mundial creativa y cooperativa basada en la satisfacción generosa de las necesidades de todos en lugar de proteger la riqueza y el poder exorbitantes de una pequeña minoría en la cima – no es simplemente un ideal, es ahora una necesidad práctica. (Mis propias opiniones sobre cómo podría ser una sociedad así y cómo podríamos llegar a ella se exponen en El placer de la revolución.)
El coronavirus es simplemente un efecto secundario del cambio climático (una de las muchas nuevas enfermedades que se están generando por la deforestación y su consiguiente perturbación de los hábitats de la vida salvaje). Si no actuamos ahora, pronto nos enfrentaremos a otras crisis, incluyendo más pandemias, en condiciones mucho más desfavorables, cuando el cambio climático y sus desastres asociados hayan colapsado nuestras infraestructuras sociales y tecnológicas.
La crisis del corona y la crisis del cambio climático son muy diferentes en cuanto a tiempo y escala. La primera es súbita y rápida – cada día de retraso significa miles de muertes adicionales. La segunda es mucho más gradual, pero tiene mucha más trascendencia – cada año de retraso probablemente signifique millones de muertes adicionales, junto con una existencia miserable para quienes sobrevivan en tales condiciones distópicas.
Pero esta conmoción que estamos experimentando ahora es también una oportunidad para un nuevo comienzo. Esperemos que un día miremos hacia atrás y lo veamos como la llamada de atención que logró hacer entrar en razón a la humanidad antes de que sea demasiado tarde.
Ken Knabb (Bureau of Public Secrets)