NO CREO.
Que la ciencia se ha convertido en la religión de nuestro tiempo, en lo que los hombres creen, ha sido evidente desde hace mucho tiempo. En el Occidente moderno han coexistido y, hasta cierto punto, siguen coexistiendo tres grandes sistemas de creencias: el cristianismo, el capitalismo y la ciencia.
Giorgio Agamben
En un texto publicado en el blog Quodlibet, en mayo de 2020, Giorgio Agamben apuntaba hacia la consideración de la ciencia como religión. Eran los tiempos aún de los confinamientos, decretados por los estados, fundamentados por un saber científico, que en esos momentos adquirió un extraordinario relieve en la configuración del imaginario social y de la realidad cotidiana a través de lo medial, que trataba de articular un relato sobre lo que estaba sucediendo en el contexto de la crisis sanitaria del COVID 19. No sorprende, a la vista de lo sucedido en términos de regulación social, que en dicho contexto Agamben formulara esta equivalencia de dos esferas presunta y radicalmente opuestas. Si la ciencia presumiblemente se asienta en la duda sistemática y la falsación, aunque conozcamos de sobra las consecuencias de las determinaciones ideológicas que perfilan sus contornos y su aplicación instrumental desde los comienzos del proceso de modernización, la religión, en cambio, se organiza en torno a una dogmática.
Lo que sucedió en aquellos meses, sin embargo, reveló de forma ostensible la relación íntima existente entre lo religioso y lo científico, entendido este último siempre desde ciertos parámetros en los que se define en el interior del “realismo capitalista”, en términos de Mark Fisher. Todo debate crítico fue ahogado por la emergencia de la crisis y se aplicaron una serie de medidas, calificadas por Agamben como un abuso de soberanía, legitimadas por la ciencia. No sólo no podían discutirse, dichas iniciativas, en el ámbito social sino que cualquier atisbo de cuestionamiento, que pudiera hacerse desde todo ámbito, condenaba al infierno de los conspiranoicos y magufos. Y esto sucedía gracias, en gran parte, a la emergencia y enorme difusión pública de los balbuceos incoherentes sobre este asunto concreto, que en aquel entonces ocupaba la práctica totalidad de nuestras vidas, realizaran una serie de celebridades de la cultura medial. Una nueva demonología estaba fraguándose en el interior de una dogmática cuyos pilares, al menos aparentemente, descansaban en la ciencia.
La ciencia no se discute más que por quienes están autorizados para hacerlo y participan en el consenso de los expertos. Parece que, a la mayoría de nosotras, en principio, no nos alcanzan los conocimientos para rebatir cualquier teoría acerca de tal o cual problema científico. Sin embargo, a lo que en los referidos tiempos asistimos fue a la urgente aplicación impositiva, sin ningún tipo de debate público o trasparencia, de una serie de medidas que solicitaban de todas una aceptación dogmática del sistema de verificación científico. No pretendemos aquí plantear un relato acientífico negacionista en torno al virus. Se trata, más bien, de entender como la creencia en la ciencia se asienta, en momentos de emergencia de una crisis y aquí hay que tener en cuenta que el estado de excepción se ha vuelto permanente y sistémico, como único horizonte de expectativa, especialmente en lo relativo a la salud, después del desfondamiento de los diversos relatos de progreso. Tal como pudimos experimentar, en aquel tiempo, la creencia en la ciencia era el argumento de poder para no resistirse a la “disciplina social”, más allá de las numerosas incoherencias que se podían inferir de la aplicación de las reglamentaciones biopolíticas (necropolíticas incluso), cuya legitimidad fue siempre sustentada desde los aparatos científico y medial. Más que atender a una racionalidad, los argumentos que sostenían dichas medidas terminaron por manifestarse como un cuerpo dogmático. Claro está que, como sostenía Jean-François Lyotard, “el saber científico no puede saber y hacer saber lo que es el verdadero saber sin recurrir al otro saber, el relato, que para él es el no-saber.” Y, en última instancia, ese relato está determinado ideológicamente para la preservación de los privilegios dentro de las relaciones de poder existentes y acaba estableciendo el dogma que, principalmente, responde a intereses concretos.
Agamben sostiene que “(…) la elaboración de un sutil y riguroso dogma corresponde en la práctica a una esfera culta extremadamente amplia y capilar que coincide con lo que llamamos tecnología”. Es, precisamente, en ese entramado que hoy llamamos tecnociencia, que implica el pleno compromiso del capital con definición del marco del saber científico y su subsecuente explotación, donde emerge la tecnología como agente configurador del dogma. Finalmente, la tecnología, según el Comité Invisible, no deja de ser una fuerza expropiadora y neutralizadora de las técnicas particulares, orientadas de manera concreta a la concentración de poder. Andrew Feenberg lo exponía de otro modo: “No existe algo así como la tecnología en sí. Hoy en día usamos esta tecnología específica con limitaciones que se deben no sólo al estado de nuestro conocimiento, sino también a las estructuras de poder que sesgan el conocimiento y sus aplicaciones. La tecnología contemporánea que realmente existe no es neutral, sino que favorece unos fines específicos y obstruye otros”. Es en la aplicación contemporánea de la tecnología, como productora y propagadora del dogma, donde la ciencia encuentra su condición religiosa. Y esta cualidad es muy conveniente para los intereses del capital ya que es un modo, entre otros de los que dispone, de asegurarse la conformidad con unas condiciones cada vez más precarias que impone a la mayoría.
La cuestión, en este punto, es si la ciencia, la técnica y la tecnología pueden ser apropiadas en un sentido emancipador. Parece claro que renunciar a las mismas no parece una opción viable tal como han sostenido Donna J. Haraway, Rosi Braidotti, el aceleracionismo de izquierdas, o el xenofeminismo, entre muchas otras propuestas teóricas. El asunto central, como plantea Helen Hester en relación con la tecnología, es que el proceso de su apropiación, adueñándose de determinados dispositivos, ha de realizarse sin aceptar el dogma (ideología) implícito a los ámbitos en los que han sido desarrollados y en los que han circulado.
Texto de la exposición colectiva NO CREO
El viernes 17 de noviembre a las 20h se inaugura No creo, organizada por artistas de la sala ABM Confecciones, en Vallekas. La exposición estará abierta hasta el 26 de noviembre.
Artistas participantes:Laura Mesa, Nuria Güell, Itahisa P. Conesa, Ignacio Barcia, Un mundo feliz + Grima, María Cañas, Democracia, Narelle Jubelin, Alberto Chinchón, Miu Horemans, Ramón González Echeverría, Laura Pinta Cazzaniga, Florencia Kettner, Dos Jotas, SebasCabero, Carlos T. Mori.
Secuencia de inútiles: Calle Santocildes 2, Madrid (metro Embajadores o Acacias)17 a 26 de noviembre. Horario :Miércoles a domingo de 17 a 20h. Entrada libre
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