Nos llega el siguiente comunicado de la Sección Madrid:
Abajo la dictadura
El slogan es bien conocido; lo llaman democracia y no lo es. Este es, sin duda, uno de los lemas más coreados durante las distintas movilizaciones producidas en el estado español durante los últimos meses. Ciertamente, es difícil no estar de acuerdo con esta afirmación genérica acerca de los sistemas demoliberales, cuya noción de democracia es, fundamentalmente, de carácter formal. Sin embargo, quizás sea más complejo definir, denominar en definitiva, el marco político que, actualmente, rige los mencionados contextos.
Preguntarse por tal extremo es necesario para establecer posiciones frente al discurso dominante, que subsume dentro sí a toda postura que no se le enfrente frontalmente y, por supuesto, a las de la mayoría silenciosa. En su monólogo se nos dice: el que no está contra nosotros, está con nosotros. Como proclamó, a principios de la década de los sesenta, János Kádár, primer secretario del Partido Comunista húngaro y, a la sazón, uno de los máximos responsables de la represión estatal contra la revolución húngara. Con esta frase, de origen bíblico por cierto [San Marcos], pretendía Kádár relajar el enfrentamiento social derivado de los violentos acontecimientos, mencionados anteriormente.
Por otro lado, interrogarse por la naturaleza del orden que vivimos-sufrimos, además de necesario, es oportuno en estos momentos previos al proceso electoral del 20 N, si se asume que son a través de este tipo de mecanismos, que el sistema se legitima socialmente como democrático. Entonces, ¿Cómo podemos designar, de manera más ajustada, a las democracias liberales? Quizás, el término más sencillo sería el de dictadura. Desde luego, cuando se examinan los últimos sucesos políticos acaecidos en el ámbito europeo, todas las señales apuntan en esa dirección. Las determinaciones, del poder económico global, que han marcado la senda a los distintos gobiernos ―que, en realidad, no son más que mesogobiernos― de la UE, se han explicitado de manera más visible durante los últimos días en Italia y Grecia. La elección de dos tecnócratas –el uso habitual de este término, en el ámbito político y en el de los medios de comunicación, se produce con la intención de desviar la atención, en una apelación a la técnica como territorio falsamente neutro, de la ideología implícita en la elección de esos candidatos y en la propia de los mismos– Mario Monti y Lucas Papademos [presidente para Europa y miembro, respectivamente, del lobby de orientación neoliberal Trilateral Commission] como primeros ministros, sin que se haya producido el ritual legitimador por excelencia de la democracia formal, esto es un proceso electoral, resulta elocuente al menos en lo que se refiere al campo simbólico. Parece que, en los tiempos que corren, no resultan necesarias las formalidades democráticas que, por otra parte, constituyen el eje central de la apariencia de un sistema participativo. En cualquier caso, tampoco habría que exagerar la importancia de estos hechos, aún teniendo en cuenta que se podrían calificar como golpes de estado, ya que en el territorio de lo fáctico ya hace un tiempo que sabemos que los gobiernos de las democracias liberales, de modo más o menos acusado y explícito, obedecen los designios de aquello que se ha denominado mercados. En el caso concreto de Italia, además había que sumar los propios intereses personales del dimisionario Berlusconi.
Con este panorama el próximo 20 de noviembre se celebrarán elecciones generales. Existe en la elección de esta fecha un indicador simbólico de primer orden. En un primer momento, hacer coincidir el día de las elecciones con la bien conocida efeméride franquista de la muerte del dictador, parecía indicar que el partido socialista pretendía hacernos recordar que determinadas opciones políticas representadas por el grupo mayoritario de la oposición, están vinculadas, precisamente, como herederos con el entorno del régimen. Sin embargo, más allá de esta interpretación, podemos aventurar otra de mayor alcance y menos evidente.
Consideremos el 20 N, en tanto que representación de un momento postrero de la dictadura y del resurgir democrático, como eje de simetría entre dos situaciones que constituyen una el reflejo de la otra y la otra de la una, aunque sea éste un tanto distorsionado. En una parte, tendríamos un sistema dictatorial que se denominaba así mismo como democracia orgánica [al menos desde la década de los sesenta, habiendo dejado atrás hacía tiempo la denominación de Estado totalitario o Estado autoritario y corporativo], esto es un sistema donde la representación, si podemos hablar de tal cosa, se produce mediante estructuras sociales que se consideran naturales, como son la familia [patriarcal obviamente], el municipio [en manos de los grupos dominantes] y el sindicato [vertical, desde luego]. En la otra parte, se encuentra la democracia formal que, como puede colegirse de los argumentos anteriormente expresados, opera, en cierto sentido, regulada por las exigencias autoritarias de los intereses financieros del capitalismo global. Tenemos, por tanto, una dictadura que, cínicamente, se denominaba como democracia y una democracia que funciona, demasiado a menudo, con los mecanismos autoritarios de las dictaduras que imponen los mercados. Uno y otro momento histórico se devuelven la imagen, llegándose a reconocer en no pocas ocasiones. En definitiva, si lo llaman democracia y no lo es y, a pesar de las lógicas deformaciones, el sistema demoliberal aparece como reflejo de aquella otra democracia orgánica, que evidentemente tampoco lo era, a la espera de generar un mejor término, desde la Sección Madrid proponemos convenir en el de dictadura para explicar el modelo que rige en la actualidad nuestras sociedades. Por tanto que menos que exigir:
¡Abajo la dictadura!
¡Abajo el régimen!
IMPRIME Y DIFUNDE
«En una comisaría cercana alguien pegó la misma pegatina tal que así.
No pude recoger el momento en el que un policía de paisano, que se estaba manifestando, dio de botes para intentar arrancarla. Ofendido, supongo. Peras al olmo.»
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