Consideraciones sobre la utilidad del arte. Algunas preguntas sin conclusión

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Consideraciones sobre la utilidad del arte.  Algunas preguntas sin conclusión


Artículo de Daniel Villegas para Nolens Volens 5 (Arte Útil)


¿Es
posible un arte útil? ¿Para qué y/o para quién? Quizá estas no sean, a pesar de
su apariencia central en lo que a este asunto concierne, las preguntas. La cuestión
sería, más bien, contradiciendo la celebérrima afirmación de Oscar Wilde:
¿Puede el arte dejar de ser útil? La historia del uso, instrumentalización
incluso, de las producciones artísticas al servicio de diferentes intereses o
creencias
entre la forma de operar de
ambos no existen tantas diferencias como sostenía John Stuart Mill
no es precisamente nueva. La utilidad o función
propagandística-ritual del arte, de forma más o menos explícita, ha estado
presente a lo largo de la historia.


¿Porqué
denominar entonces a cierto tipo de producción artística, vinculada a la acción
social, como útil frente a la presunta falta de función de otro tipo de
planteamientos? 
Probablemente el establecimiento de esta distinción gravita en el gran
malentendido acerca de la neutralidad ideológica del arte, que trató de imponer
cierta noción moderna de autonomía. De este modo, en un momento determinado del
siglo XIX, proveniente de la oposición contrahegemónica frente a estos
planteamientos estéticos, alguien como John Ruskin pudo defender la idea de un
arte útil al servicio de la sociedad y del amejoramiento de las condiciones de
vida de la clase trabajadora, contra la postura autoreferencial de l´art pour l´art.
Sin embargo, hoy
en día, parece suficientemente demostrado que en toda producción cultural
desde su realización hasta su recepción pasando,
instancia fundamental en la actualidad, por la distribución y la mediación
está sometida, y coadyuva en el sometimiento
social general, a fuertes determinaciones ideológicas. Entre
éstas, por supuesto, se incluyen las derivadas del capitalismo demoliberal. La
cuestión es que cuando la burguesía revolucionaria consiguió imponer su visión
del mundo y su sistema vital, los aspectos que la habían conformado
ideológicamente
entre los que se incluyen el concepto de autonomía, y de consuno
con éste, el de la falta de función del arte
fueron naturalizados.
Esto es, se convirtieron en mecanismos propios de una supuesta naturaleza
humana
. Por
tanto, desde cualquier punto de vista [ideológico, religioso, social…] el arte
sólo respondía a su propia lógica interna, a su clara inutilidad, al
desenvolvimiento de su propia esencia natural.
Marx explicó este fenómeno en relación con la construcción de la historia:

«El
concepto de la historia propio de la burguesía es que todos los modos de
producción y todas las relaciones entre los hombres anteriores a su hegemonía
eran falsos, no propios de la naturaleza humana. Ahora su modo de producción,
fundado en la apropiación de la fuerza de trabajo, es la única natural, la
única conforme a la naturaleza humana. Según la burguesía, dice Marx, «ha
habido historia pero ya no la hay». Al eliminar el antagonismo, se elimina la
historia, pues la historia es oposición y lucha. Antes que lo hiciera Fukuyama
ya Marx había visto que, según la burguesía, la historia concluye con ella,
puesto que su dominio elimina toda oposición, todo antagonismo.»[1]       

El
arte anterior al triunfo del sistema burgués bien podría caracterizarse, dentro
de esta nueva lógica, por ser útil, instrumental incluso y, por consiguiente,
considerarse desde esta perspectiva hasta cierto punto falso, en tanto en
cuanto se sometía a los dictados de los poderes político y religioso. El arte
no tiene utilidad, nos dicen y, por tanto, tampoco ideología. Fin del
antagonismo, lo artístico ha entrado en la senda de su autorrealización. Sin
embargo, resulta ya bastante claro que esa también es una posición ideológica,
contradiciendo su pretensión de ley natural. Y es precisamente con el
desarrollo de la modernidad cuando, a pesar de haber alumbrado la noción de
autonomía del arte o precisamente por ello, de forma más intensa se muestren
los aspectos ideológicos del arte, como señala Terry Eagleton:

«[…]  si la categoría de lo estético asume la
importancia que tiene en la Europa moderna es porque al hablar de arte habla
también de todas estas cuestiones [la libertad y la legalidad, la espontaneidad
y la necesidad, la autodeterminación, la autonomía, la particularidad y la
universalidad, entre otras], que constituyeron el meollo de la lucha de la
clase media por alcanzar la hegemonía política. La construcción de la noción
moderna de artefacto estético no se puede por tanto desligar de la construcción
de las formas ideológicas dominantes de la sociedad de clases moderna, sí como,
en realidad, de toda una nueva forma de subjetividad humana apropiada para ese
orden social. Es este fenómeno
y no tanto el hecho de que los
hombres y mujeres descubrieran súbitamente el supremo valor que supone el hecho
de pintar o escribir poesía
el que provoca que lo
estético desempeñe una función tan singular dentro de la herencia intelectual
de nuestro presente.»[2]
  

Obrar con
arreglo a un fin
,
como diría Hegel[3]
en relación con la razón, o mejor actuar/pensar
con arreglo a unos intereses
como pudo haber dicho Marx, asociado a toda
actividad humana. Cualquier producción cultural encierra un conglomerado de intereses
que la determinan. Es cierto que tales circunstancias no dejan de ser, cuando
menos, problemáticas. Si se definen ciertas prácticas artísticas como útiles
desde Ruskin hasta las más recientes
vinculaciones del arte con lo social, pasando por la vieja fórmula vanguardista
de dilución del arte en la praxis vital
es debido a que en cierto
momento se intentó imponer una versión como única y verdadera y, consecuentemente,
se produjo una reacción en contra de esos principios fundacionales de la
Institución Arte burguesa. Como se ha insistido, esto no quiere decir que las
presuntas estéticas autónomas y neutrales lo fueran efectivamente, y que no
dejaran de fomentar una manera determinada de entender y regular el mundo y,
por tanto, también resultaran útiles para la obtención de unos beneficios para
una clase dominante concreta. En cualquier caso, la cultura de la sospecha a la
que arroja el impulso desenmascarador proveniente del análisis marxiano
que encuentra su antecedente en el programa de la
Ilustración y que trata de poner en evidencia los intereses, la utilidad que
para ciertos grupos hegemónicos tiene la producción, sea del tipo que sea
no libera a éste de un carácter, igualmente,
funcionalista que le hace objeto de una desconfianza semejante.   

Como
anteriormente se ha dicho, asociado con la utilidad del arte como agente
inseparable de las producciones artísticas, es cierto que el tipo de relaciones
que se establecen son, en la mayoría de las ocasiones, complejas. De hecho, a
menudo las razones que subyacen en esa utilización instrumental del arte pueden
bien, más allá de las determinaciones impuestas por la falsa conciencia en
términos marxianos, situarse en el territorio de lo psico-social. Recordemos aquí,
en este sentido y como ejemplo, la escena escolar que narra Witold Gombrowicz
en su libro Ferdydurke[4].
Durante una clase, un maestro está empeñado en que los estudiantes comprendan
en qué consiste la  grandeza del poeta
polaco Slowacki, porqué debe cautivarles. Ante la resistencia que ofrecen, en
especial un discente obstinado en no admitir el encantamiento poético del
referido autor, terminará el maestro
no sin antes utilizar
diferentes argumentos entre los que se incluye, de forma preferente, el
principio de autoridad que ubica a los estudiantes en el plano de la ignorancia
insensible
rogando a la audiencia que se
hiciera cargo de que su mujer y su hijo encontraban su sustento gracias a la
apreciación de la que gozaban poetas como Slowacki. ¿Quién querría dejar el
plato vacío de ese niño?

No
obstante, Theodor W. Adorno andaba empeñado en que era posible un arte
genuinamente autónomo. De una estirpe auténtica que fuera refractaría al
proceso de racionalización y reificación. Este arte, cuya función era
precisamente la de carecer de función, sin embargo acabaría teniendo la
utilidad, por así decir, de introducir el caos en ese orden.[5] En
definitiva, de resistir asumiendo una dialéctica negativa para con la sociedad
y, particularmente, contra la condición del arte subsumido por la Industria
Cultural. Entonces, Adorno acusa al arte socialmente útil de ser, precisamente,
un refuerzo de la sociedad capitalista del entretenimiento, ubicándolo en el
territorio de lo heterónomo.[6]

¿Puede
el arte presuntamente autónomo no plegarse a los intereses utilitarios? Dejando
aparte el muy discutido problema de la posibilidad de una verdadera autonomía,
en una época cuya condición es el cinismo y el utilitarismo, parece que no es
muy probable dada la capacidad de deglución de la que ha dado muestras el
capitalismo demoliberal a través de su Industria Cultural. Tampoco resulta
fácil entender que los intereses de un arte útil respondan, únicamente, a los
principios y finalidades sociales y/o políticos, que pretenden defender desde
sus posiciones. ¿Su utilidad social estará vinculada, como sostenía Adorno, al
desarrollo de los intereses de la mencionada institución en una ampliación de
recursos a los que someter a explotación? ¿No sobrevuela a muchas de estas
posturas un cierto cinismo utilitarista? Vivimos, en definitiva, según Peter
Sloterdijk en una atmósfera cínica que no es otra cosa que la falsa conciencia ilustrada. En este contexto,

«Psicológicamente
se puede comprender al cínico de la actualidad como caso límite del
melancólico, un melancólico que mantiene bajo control sus síntomas depresivos
y, hasta cierto punto, sigue siendo laboralmente capaz. Pues, en efecto, en el
caso del moderno cinismo la capacidad de trabajo de sus portadores es un punto
esencial… a pesar de todo y después de todo. Hace ya muchísimo tiempo que al
cinismo difuso le pertenecen puestos claves de la sociedad, en las juntas
directivas, en los parlamentos, en los consejos de administración, en la
dirección de empresas, en los lectorados,
consultorios, facultades, cancillerías y redacciones. Pues los cínicos no son
tontos y más de una vez se dan cuenta, total y absolutamente, de la nada a la
que todo conduce. Su aparato anímico se ha hecho, entre tanto, lo
suficientemente elástico como para incorporar la duda permanente a su propio
mecanismo como factor de supervivencia. Saben lo que hacen, pero lo hacen
porque las presiones de las cosas y el instinto de autoconservación, a corto
plazo, hablan el mismo lenguaje y les dice que así tiene que ser. De lo
contrario, otros lo harían y, quizá, peor.»[7]  

Es
posible incluir dentro de los ámbitos de producción, a los que hacen referencia
estas palabras, también a los artistas. Pero, llegados a este punto, los que
defienden un arte útil ¿serán ingenuos, con la consiguiente facilidad para
intrumentalizar sus producciones, o utilitaristas cínicos, que a sabiendas
explotan aquellos ámbitos todavía fértiles para la industria cultural, con el
convencimiento de que si no lo hicieran, inevitablemente otro lo haría,
seguramente, de peor manera si cabe? ¿Existe otra opción para un arte, que se
declara útil en la esfera de lo social, que rompa con este planteamiento
binario? Estas son difíciles preguntas para una época en la que nos hemos
acostumbrado a sospechar de todo y de todos, un tiempo, en definitiva,
decididamente cínico y utilitarista.     



[1] Eduardo VÁSQUEZ, La filosofía
postidealista (materialista) de la historia, en: Reyes Mate [Ed.], Filosofía de
la historia,  Trotta, Madrid, 1993, p.
132. La cita de Marx proviene de: Karl MARX, Escritos de juventud, Universidad
Central de Venezuela, Caracas, 1965, p. 355.

[2] Terry EAGLETON, La estética
como ideología, Trotta, Madrid, 2006, p. 53.

[3] Georg Wilhelm Friedrich
HEGEL, Fenomenología del espíritu, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1966,
p.17.

[4] Witold GOMBROWICZ,
Ferdydurke, Edhasa, Barcelona, 1984.

[5] Cfr. Theodor W. ADORNO,
Minima Moralia. Reflexiones desde la vida dañada, Taurus, Madrid, 1999, p. 224.

[6] Cfr. Theodor W. ADORNO,
Teoría estética, Akal, Madrid, 2004, p. 334.

[7] Peter SLOTERDIJK, Crítica de
la razón cínica, Siruela, Madrid, 2003, p. 40.

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