Por Tom Joad
“El Estado no es algo físico que pueda ser destruido por una revolución, sino una condición, una cierta forma de relación social entre los seres humanos, un modelo de comportamiento humano; lo destruimos adoptando otras formas de relación, comportándonos de otra manera”.
Gustav Landauer
El antidesarrollismo no es una nueva ideología o teoría sociológica. Es una reflexión crítica sobre la concepción burguesa del progreso, y la lucha contra el capitalismo en defensa del territorio es su rasgo principal. Reflexiones encontradas en Mumford, Bookchin, Illich, Ellul, Polanyi, asentadas con Anders, Klunstler, Kaczynski o Arendt. Y es la práctica de esta reflexión crítica la que nos permite trazar líneas de fuga. En un probable escenario futuro, donde el acceso a la energía en el mundo occidental puede convertirse en un privilegio, aún están por verse los criterios que utilizará el comando del capital para distribuir los escasos recursos, pero probablemente el capitalismo no perderá la oportunidad de utilizar un dispositivo de control biopolítico como el Pasaporte Sanitario. La tecnopolítica, esta vez con la máscara de la economía verde, dictará los requisitos para su activación.
Muchos de nosotros ya reconocemos el Pasaporte Sanitario como un dispositivo de control totalitario que el poder ejerce directamente sobre los cuerpos. Su “activación”, necesaria para acceder a diversos servicios de consumo así como a lugares de explotación laboral, depende de la inoculación de un medicamento. Es un dispositivo de control biopolítico. El pretexto para su imposición, a través de la declaración del estado de excepción, ha sido la catástrofe sanitaria, representada en forma de pandemia mundial. Los dispositivos de control digital (identidad digital, apps, educación a distancia, teletrabajo), cuya infraestructura había sido previamente desarrollada y probada, se han hecho cotidianos en todos los ámbitos de la “nueva normalidad”, creando una mayor acumulación capitalista, generando un flujo continuo de datos útiles para el algoritmo predictivo y sentando las bases para la gestión tecno-totalitaria de la catástrofe continua.
Cabe preguntarse qué puede justificar la imposición del Pasaporte Sanitario y los posteriores estados de alarma una vez superada la representación de la pandemia. Ya no es necesario acudir a los medios especializados para encontrarse con desastres climáticos sin precedentes. Solo en 2021 vimos inundaciones devastadoras en Alemania, lluvia en las colinas de Groenlandia, inéditos huracanes en los Estados Unidos, sequía en el lago Chad, incendios continuos en Siberia y temperaturas récord de 49,6 grados en Canadá, por nombrar algunos. La alerta climática también viene acompañada de otro fenómeno, la escasez energética. En los últimos días ya hemos sido testigos de los disturbios en Kazajstán provocados por el aumento del precio del gas, mientras que a finales de 2021 Kosovo declaró una emergencia energética que provocó cortes en el suministro. Todos estos factores indican que la próxima emergencia de la que el capitalismo obtendrá valor será la catástrofe ecológica.*
Sería ingenuo creer que las tan cacareadas políticas “verdes” y el desarrollo sostenible de la política institucional, así como el decrecimiento, invocado por una parte de la izquierda “radical” (la misma que apoya la gestión tecnocapitalista de la catástrofe sanitaria), sean capaces de retrasar la catástrofe. Las medidas que proponen no cuestionan el capitalismo, sino que simplemente proponen una versión ecológica del mismo. Un capitalismo de “km. 0” y productos “bio”. De coches eléctricos y turismo sostenible. De eco-tasas y de reciclaje de basuras. De producción deslocalizada y transición energética. De gestión del desastre a través de un pasaporte sanitario. Sin embargo, debido a su carácter desarrollista, el capitalismo es necesariamente extractivista: extrae valor de la naturaleza y de la vida y, al hacerlo, agota los recursos naturales, destruye y contamina territorios, envenena ríos y seca acuíferos, condena a la extinción animales e insectos y desplaza grandes masas de la población cuando no las esclaviza y/o las extermina. No existe un capitalismo sostenible. Es un oxímoron.
“…el territorio cobra mayor importancia como factor de acumulación, así que de su defensa puede surgir una comunidad de lucha con posibilidad de desarrollo y radicalización. No sólo la paralización de cualquier operación planificada (una central eléctrica, una macrourbanización, una gran infraestructura vial, etc.), sino la simple producción directa de alimentos saltándose los circuitos de la industria alimentaria, toca el corazón de la economía y pone en tela de juicio todo el sistema de dominación, algo que ya no sucede en los conflictos laborales”
Miquel Amorós: “Antidesarrollismo y defensa del territorio”, 2017
En este contexto de catástrofe climática, la principal característica de la lucha anticapitalista es la lucha contra el desarrollo y la destrucción del territorio, como lo demuestra la resistencia de la ZAD en Francia o las luchas NoTAV en Val di Susa.
A pesar de la gravedad y urgencia de la situación, aún no ha aparecido un movimiento revolucionario anticapitalista de masas en defensa del territorio y la naturaleza. Encontramos en esto un problema de conciencia de clase.
Desde la Comuna de París en 1871 hasta las revoluciones españolas de 1934 y 1936, la clase revolucionaria se encontraba en una sociedad en transición: de la agricultura de subsistencia al monocultivo, del pueblo a la ciudad industrial, del campo a la fábrica, del usufructo al trabajo asalariado. De la sociedad de la soberanía a la sociedad disciplinaria (Foucault). Pero también de transición cultural. La clase obrera abandona la ideología y las instituciones de la clase dominante (religión, familia tradicional, patriarcado, sociedad de clases…), asume conciencia de clase y se convierte en una clase revolucionaria (socialista, comunista, libertaria).
Después de la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo disfrazado de socialdemocracia keynesiana permite a la clase trabajadora dejar atrás las penurias y simular un estilo de vida consumista que intenta perseguir al de la clase dominante. Es en esta coyuntura que la clase obrera pierde la conciencia de clase que la caracterizó como una clase potencialmente revolucionaria. El creciente “bienestar económico”, la influencia de los medios de comunicación, el acceso generalizado a los grandes aparatos de reproducción ideológica como escuelas y universidades y la difusión de una gran industria cultural del cine, la televisión, los museos, hacen que la clase obrera deje atrás la conciencia de clase convirtiéndose en individualista, hedonista, manipulable y consumista. Abraza el estado de derecho, la constitución liberal, la democracia parlamentaria. Se convierte en votante, se convierte en ciudadana.
Estamos ante la última fase de otra transición, de la sociedad disciplinaria a la sociedad del control (Foucault). No es difícil imaginar que las prohibiciones impuestas a quienes no dispongan del Pasaporte Sanitario se extenderán al acceso a los servicios sanitarios y educación, pero también a la posibilidad de acceder a préstamos bancarios, alquilar o comprar una casa y tener acceso a servicios como electricidad o calefacción. Desde 2021 en China, modelo de capitalismo de estado, está activa la “tarjeta del buen ciudadano”: el gobierno ha permitido a empresas privadas como Zhima y Sesame Credit la implementación de un sistema basado en algoritmos destinados a monitorear a los ciudadanos y asignarles una puntuación. De esta forma, se cruza información sobre datos médicos, ideología política, hábitos, historial bancario, etc. y se determinan recompensas y castigos para los ciudadanos. La omnipresencia del control biopolítico digital hace que la acción directa sea una opción predecible, monitoreada y etiquetada.
Hoy nos enfrentamos a la decisión de aceptar los subsiguientes dispositivos de control biopolítico para salvaguardar la “nuda vida” o rechazarlos y tomar otra dirección. Este evento histórico puede convertirse en la oportunidad para abandonar la sociedad del espectáculo y sentar las bases de una conciencia de clase en nombre del antidesarrollismo. Una conciencia de clase revolucionaria que debe unir a los trabajadores asalariados, refugiados, desempleados, temporeros, ilegales… en defensa del territorio. Contra el capitalismo, la cultura del progreso, el sometimiento de la naturaleza, el patriarcado, las grandes obras, el urbanismo, la digitalización, la industria, la agricultura y la ganadería intensiva, la economía verde, el decrecimiento. La apropiación de los medios de producción debe ir acompañada del rechazo a la cultura que hemos asimilado de las clases dominantes y que aún hoy reivindicamos como derechos fundamentales: sus instituciones, sus hábitos de consumo, la explotación laboral, sus programas de adoctrinamiento escolar, su medicina tecnificada dirigida por las corporaciones farmacéuticas.
Debemos reivindicar la asamblea, ocupar las plazas y lugares de uso comunitario, crear pequeñas comunidades y ciudades reducidas a una dimensión humana, practicar la autoproducción, territorializar. Tenemos que crear redes, crear rizomas, recuperar la autogestión y la democracia directa. Como cantaba Gill Scott Heron: «The Revolution not will be televised».
- El texto fue redactado en 2021, por lo que no registra los últimos acontecimientos que pudieran validar su planteamiento.