Hoy 18 de julio. A 77 años de la Revolución Social española

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El 18 de julio de 1936 militares fascistas con Franco a la cabeza se levantan contra el gobierno de la II República. Este golpe militar para nada sorprendió a las fuerzas populares organizadas, que lo estaban esperando y que como la CNT venían reclamando armas para hacerle frente, así el 19 y 20 de julio el pueblo armas derrota la intentona fascista en muchas de las grandes ciudades.
El levantamiento militar sirvió como catalizador para un proceso de transformación social que se estaba dando en España, proceso que tenía un carácter revolucionario y fuertemente libertario, y en el que sus raíces se remontan a casi 70 años atrás. En Cataluña lo que había empezado como una rebelión popular contra un golpe de estado termina en una revolución social en la que se potencio de manera exponencial lo que se había construido hasta ese momento y que significó, al menos en un primer momento, la destrucción de las bases de la sociedad capitalista. Así el estado perdió razón de ser frente a la creación de instituciones de democracia directa como los comités barriales, además se colectivizo la tierra, se tomaron las fábricas y los servicios públicos bajo control obrero, y todo sobre la base del protagonismo de los de abajo, que estaban mayormente organizados en la CNT.


La revolución social española es descrita así por Orwell en su imprescindible Homenaje a Catalunya:
«Lo esencial es que durante todo ese tiempo había estado aislado –en el frente uno estaba casi completamente aislado del mundo exterior, e incluso de lo que ocurría en Barcelona teníamos una idea muy vaga– entre personas que cabría definir en líneas generales y sin temor a equivocarse mucho, como revolucionarios. Eso se debía a que la milicia en sí era revolucionaria. En el frente de Aragón conservó este carácter hasta junio de 1937. Las milicias de trabajadores, basadas en los sindicatos y compuestas por hombres de opiniones políticas más o menos iguales, originaban la concentración del sentimiento más revolucionario del país y lo canalizaban en un sentido determinado. Yo estaba integrando, más o menos por azar, la única comunidad de Europa occidental donde la conciencia revolucionaria y el rechazo del capitalismo eran más normales que su contrario. En Aragón se estaba entre decenas de miles de personas de origen proletario en su mayoría, todas ellas vivían y se trataban en términos de igualdad. En teoría, era una igualdad perfecta, y en la práctica no estaba muy lejos de serlo. En algunos aspectos, se experimentaba un pregusto de socialismo, por lo cual entiendo que la actitud mental prevaleciente fuera de índole socialista. Muchas de las motivaciones corrientes en la vida civilizada –ostentación, afán de lucro, temor a los patrones, etcétera– simplemente habían dejado de existir. La división de clases desapareció hasta un punto que resulta casi inconcebible en la atmósfera mercantil de Inglaterra; allí sólo estábamos los campesinos y nosotros, y nadie era amo de nadie. Desde luego, semejante estado de cosas no podía durar. Era sólo una fase temporal y local en un juego gigantesco que se desarrollaba en toda la superficie de la tierra. Sin embargo, duró lo bastante como para influir sobre todo aquel que lo experimentara. Por mucho que protestara en esa época, más tarde me resultó evidente que había participado en un acontecimiento único y valioso. Había vivido en una comunidad donde la esperanza era más normal que la apatía o el cinismo, donde la palabra «camarada» significaba camaradería y no, como en la mayoría de los países, farsante. Había aspirado el aire de la igualdad. Sé muy bien que ahora está de moda negar que el socialismo tenga algo que ver con la igualdad. En todos los países del mundo, una enorme tribu de escritorzuelos de partido y astutos profesores se afanan por «demostrar» que el socialismo no significa nada mas que un capitalismo de Estado planificado, que no
elimina el lucro como motivación. Por fortuna, también existe una visión del socialismo completamente diferente. Lo que lleva a los hombres hacia el socialismo, y los mueve a arriesgar su vida por él, la «mística» del socialismo, es la idea de la igualdad; para la gran mayoría, el socialismo significa una sociedad sin clases o
carece de todo sentido. Precisamente esos pocos meses me resultaron valiosos, porque las milicias españolas, mientras duraron, constituyeron una especie de microcosmos de una sociedad sin clases. En esa comunidad donde nadie trataba de sacar partido de nadie, donde había escasez de todo pero ningún privilegio y ninguna necesidad de adulaciones, quizá se tenía una tosca visión de lo que serían las primeras etapas del socialismo. En lugar de desilusionarme, me atrajo profundamente y fortaleció mi deseo de ver establecido el socialismo. Ello se debió, en parte, a la buena suerte de haber estado entre españoles, quienes, con su decencia innata y su tinte anarquista, están en condiciones de hacer tolerables las etapas iniciales del socialismo
«.
Esta breve utopía fue desmantelada, quizás en primer lugar por la indecisión de los propios anarquistas en un momento en el que su poder en Catalunya era absoluto y rechazaron la implantación del comunismo libertario y la disolución del aparato estatal representado por la Generalitat para más tarde pasar a estar representados como ministros en el gobierno de Largo Caballero, quizás… pero seguro que lo que acabó con la revolución fueron las intrigas estalinistas y su concepción geopolítica de la guerra española, así como los intereses de clase de la burguesía republicana refugiada en el PCE y el PSUC. No nos olvidemos de que el general Líster se dedicó a desmantelar las colectivizaciones de Aragón cuando tomo el mando del frente que hasta entonces había sido mantenido por las milicias anarquistas. Este corto verano de la anarquía (como lo denominaría H. M. Esensberger en su biografía de Durruti) siempre será reivindicado y recordado como el de una utopía que apenas empezó a brillar se extinguió.
Miremos el 18 de julio, no como el comienzo del funesto régimen fascista que asoló España, sino como uno de los grandes hitos revolucionarios, cuya detonación rememoraba de este modo Juan García Oliver:

¡No se puede con el ejército!

Lo recordaría siempre. Eran dos jóvenes obreros de Reus, acorralados por un pelotón de soldados a caballo. Hicieron fuego repelidas veces. Después se deshicieron de sus armas y uno le dijo al otro: «¡No se puede con el ejército! Fue en 1909, una revolución perdida.
No sería fácil de olvidar. Esta vez ocurrió en Barcelona. En el sitio en que, años después, cayeron asesinados Seguí y Paronas. En el cruce de las calles de la Cadena y de San Rafael se levantaba una endeble barricada. Nadie la defendía, porque era batida por un cañón de tiro rápido. Inopinadamente, un obrero disparó su revólver en dirección de los artilleros y salió corriendo, se deshizo del arma y desapareció. «¡No se puede con el ejército! Fue en 1917, otra revolución perdida.
El ejército, ése era el problema. No debía atacarse al ejército en esporádicos gestos de apariencia revolucionaria, con obreros desorganizados, disparando sus revólveres en un ir y venir, para terminar desapareciendo en busca de la impunidad. Era necesario preparar a los trabajadores por y para la revolución.
Algún día podrían enfrentar tácticas superiores a las tácticas de los militares en aquellas mismas calles barcelonesas.
Cuando los militares empezaron la preparación de su golpe de Estado, en el Comité de Defensa confederal de Barcelona les llevábamos una ventaja de casi un año y medio en el estudio de los planes para contrarrestar la sublevación militar. El Comité de Defensa confederal existía desde los primeros días de la República. Los Cuadros de Defensa confederal también. Pero nuestro aparato combatiente se preparaba para luchas revolucionarias en las que nosotros tendríamos la iniciativa.
Al darnos cuenta de cuáles serían las consecuencias del triunfo electoral de las izquierdas, tuvimos que revisar nuestras concepciones de lucha. De ser nosotros los atacantes a una sociedad desprevenida, a pasar a ser organización en defensa propia, frente a un ejército que disponía de la iniciativa, mediaba una larga distancia. Se imponía realizar una valoración lo más cabal posible del emplazamiento de los cuarteles de la guarnición de Barcelona, del número de tropas en disposición de combate, de las vías de acceso de las tropas, de los centros estratégicos susceptibles de ser tomados por los sublevados, de los medios de comunicación entre el ejército en la calle y sus centros de mando.
Faltaba decidir un plan, susceptible de darnos la victoria, flexible y precavido. Los cuarteles de Barcelona eran fortalezas de reciente construcción en su mayor parte. No debíamos atacarlos, porque en ellos gastaríamos las escasas municiones de que disponíamos. Había que dejar salir las tropas a la calle y, ya lejos de sus cuarteles, atacarlas por la espalda, sin prisas, intermitentemente, para que fuesen ellas las que agotasen las municiones y les resultase difícil regresar a sus bases para reponerse.
Hacer de las Ramblas el punto clave de nuestras operaciones, pero dominando las vías de comunicación que desde las barriadas confluían al Puerto, donde debíamos hacernos fuertes, para impedir ser arrinconados en las barriadas obreras, donde la dispersión sería nuestro peor enemigo. No acudir a la declaración de huelga general, tanto para no alarmar al enemigo y que no saliese a la calle, como para no impedir que los obreros estuviesen en la calle: las huelgas generales solamente sirven para amedrentar, empezando por los propios obreros, y para crear alarma. Preparar concienzudamente a todos los rogonistas de las fábricas para que, al mandato de nuestros Comités de Defensa de las Barriadas, pusiesen en funcionamiento las sirenas ininterrumpidamente, creando condiciones sicológicas óptimas para la lucha; sembrando el pánico entre los soldados y el entusiasmo entre los obreros. Aislar completamente a las tropas sublevadas, cortándoles las comunicaciones a pie, motorizadas y telefónicas, dándoles desde la Telefónica falsas noticias sobre la marcha de la lucha en la ciudad. Concentrar la máxima cantidad posible de combatientes nuestros desarmados en torno al cuartel de San Andrés, por tener adjunta la Maestranza, depósito de más de 20 000 fusiles y de treinta millones de cartuchos de fusil. Dar órdenes a nuestros grupos dentro de la base aérea del Prat de bombardear desde el primer momento el cuartel de San Andrés, para que pudiese ser asaltado por nuestros compañeros. Y que ellos, una vez tomado el cuartel, enviasen automóviles cargados de fusiles y municiones a las Ramblas y que, por su cuenta, fuesen limpiando los focos de las dispersas unidades militares.
Nuestra preparación era superior a la simplona previsión de los militares que habían de sublevarse. Pensaban que todo sería como siempre: redoble de tambores, colocación en las paredes del bando declarando el estado de guerra y regreso a los cuarteles a dormir tranquilos. A lo sumo, como ocurrió con los escamots de Dencás y Badía en octubre de 1934, con algunos tiros, muchas corridas, y a casita. Porque, ¿quién iba a poder con el ejército? ¿No se vio en Asturias la derrota que infligieron a los mineros, a pesar de lo armados que estaban?…
Sin embargo, en julio de 1936, la operación fue bastante rápida, aunque la lucha durara 30 horas en las calles de Barcelona. Cuando los miembros del Comité de Defensa confederal en pleno, sin faltar ninguno –Ascaso, Jover, Durruti, Aurelio, Sanz, Ortiz, «Valencia» y yo– íbamos a subir en los dos camiones que los cuadros de Defensa de la barriada de Pueblo Nuevo habían requisado en las fábricas textiles y ya se oía el aullido de las sirenas de las fábricas y de los barcos, se nos presentó un personaje inesperado, delgado, pequeño, pálido, desgreñado, armado de un Winchester:
–Soy Estivill. Dejadme ir con vosotros.
–¿Estivill? ¿No eres comunista? ¿Es que no salen a combatir los comunistas,
que quieres venir con nosotros?
–Sí y no. Soy y no soy comunista. No sé si los comunistas saldrán a combatir.
Pero ellos son cuatro gatos y lo más probable es que quieran reservarse para después.
-Anda, pues. Sube.
Por la calle Pedro IV, el Arco del Triunfo, la Ronda de San Pedro, Plaza Urquinaona, Vía Layetana, fusiles en alto, banderas rojinegras desplegadas y vivas a la revolución, llegamos al edificio del Comité regional de la CNT, en la calle Mercaders, frente al caserón de la Dirección general de Orden público, con sus guardias de Asalto aglomerados en la puerta y la acera. Estivill, sin despedirse de nosotros, se fue hacia los guardias y ya no regresó. Era un caso, un personaje ridículo y raro. Por lo visto se trataba de un sujeto todo a medias,
de educación, de tamaño y de comunista. ¿Qué era ese Estivill? A lo mejor nos estuvo espiando en Pueblo Nuevo, aprovechó nuestro transporte y ahora iba a dar parte a Escofet, el comisario de Orden público.
En el edificio del Comité regional, a aquella hora, se encontraban solamente grupos de compañeros de los Cuadros de defensa de la barriada y su Comité, más algunos compañeros del ramo de Construcción, encargados de la vigilancia de su sindicato. Pero ningún miembro del Comité regional, empezando por su secretario, Marianet.
Por dicho motivo, no nos entretuvimos y, después de inquirir noticias de la situación de la barriada y sus contornos, nos dirigimos unos a pie y otros en camión, en cuya parte trasera había emplazada una ametralladora «Hotchkiss» que sería manejada por Sanz y Aurelio.
Companys, refugiado desde las primeras horas del día en la Dirección general de Orden público, rodeado del capitán Escofet, del comandante Guarner, del capitán Guarner y del teniente coronel Herrando y no menos de un centenar de guardias de Asalto, no parecía muy animado a salir a la calle a pegar tiros. Como en octubre, se reservaba para la radio y para enterarse de cómo se hacían matar los demás y, en todo caso, también como en octubre, para rendirse.
En la calle Fernando, no serían todavía las siete de la mañana del día 19 de julio, un grupo de obreros acababa de asaltar una armería, en la que solamente encontraron escopetas de caza. Joaquín Cortés, conocido militante confederal, bastante reformista y signatario del manifiesto de los Treinta, estaba ensayando un puñado de cartuchos de caza en su escopeta de dos cañones. Se rió al vernos y no pude evitar decirle que, si en vez de ser «treintista» fuese «faísta», en vez de una escopeta de caza tendría un fusil ametrallador. Nos reímos todos. Cortés se incorporó a nuestra pequeña columna, en dirección a la plaza del Teatro, donde habíamos decidido fijar nuestro puesto de mando.
Ya en las Ramblas, se nos unieron los sargentos Manzana y Gordo, el cabo Soler y los soldados que iban con ellos, con sus fusiles y dos ametralladoras «Hotchkiss» que habían logrado sacar del destacamento a que pertenecían en la calle de Santa Madrona, después de haber sometido a los oficiales sublevados. Se había presentado una emergencia que podía llegar a ser grave para nuestros planes. Los militares, llegados por sorpresa al bajo Paralelo, desde la Brecha de San Pablo hasta el Puerto, se habían hecho dueños de aquella vía tan estratégica; habían batido a nuestros compañeros de los Cuadros de defensa, a quienes sorprendieron descendiendo de camiones rápidos de transporte militar totalmente cubiertos, a los que ya no pudieron desalojar, no obstante el gran número de bajas que registraban nuestros compañeros. Grave era la situación, porque desde el Paralelo, filtrándose por las estrechas calles de San Pablo, Unión, Mediodía y Carmen, podían llegar a cortar las Ramblas y salir a la Vía Layetana, desbaratando totalmente nuestros planes: nos irían arrinconando poco a poco hacia las barriadas extremas, donde no podríamos sostenernos por falta de cartuchería.
Mi resolución fue rápida. Le dije a Durruti que él, con Aurelio, Sanz y Manzana y una de sus ametralladoras, a más de la emplazada en el camión, con la mitad de los compañeros que habían venido con nosotros y la mitad de los
pertenecientes a los cuadros de Defensa del Centro, impidiesen, primero, que el ejercito tomase las Ramblas y, después, dominar el Puerto, para cortar en dos al ejército enemigo. Por mi parte iría con Jover y «Valencia» y un grupo de compañeros armados por las calles Nueva, Santa Margarita, a filtrarme por la de San Pablo hasta la Brecha y cortar el Paralelo por el «Moulin Rouge». Y que Ascaso, con Ortiz y otro grupo de compañeros, hiciese lo mismo, adentrándose por la calle Conde de Asalto hasta el Paralelo, para unirnos en el chiringuito del Paralelo y calle del Rosal.
El ejército ocupaba buenas posiciones en la entrada de la calle de San Pablo y Brecha, desde donde nos recibieron con fuertes descargas de fusil y ametralladora. Ordené a los compañeros luchar cuerpo a tierra unos y de puerta en puerta otros. Así avanzamos hasta rebasar el cuartel de Carabineros sito en aquella parte de calle. Afortunadamente, los carabineros acuartelados allí nos dijeron ser leales a la República y nos aseguraron estar dispuestos a secundarnos tan pronto recibieran órdenes de hacerlo: el cuerpo de Carabineros no era de orden público, sino de vigilancia de puertos y fronteras. En esa plática estábamos cuando se nos unieron Ascaso y su gente, por no haber logrado hacer el corte del Paralelo por Conde de Asalto y haber sufrido algunas bajas, pero engrosados con compañeros de los cuadros de Defensa de la barriada.
Todos juntos proseguimos el avance, calle de San Pablo adelante, pegados al suelo o de puerta en puerta, hasta llegar a la última casa de la calle, donde empieza la Brecha de San Pablo, parte ancha de calle con plátanos enormes a ambos lados, en cuyos troncos estaban parapetados grupos de soldados que disparaban sin cesar. Al fondo, se divisaban las pilastras de unos portales, con soldados vigilando, y cerca el chiringuito desde el que disparaban con ametralladora y fusil ametrallador. Era casi imposible desalojarlos mediante un ataque
frontal. Me acordé de Peer Gynt, cuando aconseja «dar la vuelta» y no insistir de frente. Por la escalerilla de la última casa, a mano derecha, pues no quería apelar a las suicidas barricadas, subí con Ascaso y unos diez compañeros armados de fusiles y winchesters. Antes de hacerlo, encargué del mando de las fuerzas de la calle a Jover y Ortiz, con instrucciones de pasarse al café Pay-Pay tan pronto oyesen nuestras descargas desde las azoteas a que pudiésemos llegar.
Así fue, con éxito completo. Los soldados se replegaron, dejando bajas, hacia los portales de enfrente y el chiringuito. Nosotros, a través del café Pay-Pay, nos pasamos a la calle Amalia y de allí, en movimiento envolvente, a la calle de las Tapias, para salir a la ronda de San Antonio, que ocupamos combatiendo
cuerpo a tierra. Mientras Ascaso se encargaba de batir desde allí el flanco de los soldados, hice abrir la puerta de la cárcel de mujeres de la esquina de Tapias y Ronda, para asegurarme de que en su interior no había soldados de guardia. No los había. Sólo dos guardias de Seguridad montaban la guardia y no opusieron resistencia. Casi por la fuerza hicimos salir en libertad acurrucadas por los rincones. «¡Si salimos, nos castigarán!», decían aterrorizadas. Yo les gritaba: «¡Ya nadie os castigará, ahora mandamos los anarquistas!
¡Afuera todas!»
Con los que me acompañaron en la toma de la cárcel de mujeres me incorporé a los que, cuerpo a tierra, se batían con los soldados. A mi lado, a unos dos metros, vi a un conocido de hacía muchos años, de los años 20, 21 y 22 en
Tarragona, cuando él era secretario de la Federación provincial de la CNT, Eusebio Rodríguez, «El Manco», que se pasó al Partido Comunista al advenimiento de la República. Me saludó levemente con la cabeza y un «¡hola, Joanet!
Pensé que seguramente tenía razón Estivill al decir que los comunistas eran cuatro gatos y que lo más seguro es que no saliesen a luchar. «El Manco», que por toda arma llevaba una pistola Star, era uno de aquellos cuatro gatos,pero le quedaba de antaño la influencia anarquista, de cuando estuvo con nosotros.
Los militares, en derrota, se fueron replegando a los pisos del edificio en cuya parte baja funcionaba el music hall Moulin Rouge. Trepando por las escaleras de las casas de enfrente, al otro lado del Paralelo, desde las azoteas y desde dos ángulos de tiro, arrasamos los balcones del último piso, hasta que atado a la punta de un fusil apareció un trapo blanco en señal de rendición. Con toda cautela nos aproximamos, pegados a las paredes, hasta llegar al amplio portal de la casa. Allí estaban unos seis oficiales, en camisa, sucios de polvo, los puños cerrados a lo largo del cuerpo, mirando al suelo, ceñudos, firmes, casi pisando con las puntas de los pies. Seguramente esperaban ser fusilados en el acto.
–¿Qué hacemos con ellos? –preguntó Ascaso.
–Que Ortiz los lleve al sindicato de la Madera, a la calle del Rosal, y que los tengan presos hasta que termine la lucha.
«¡No se puede con el ejército!» Dos veces fui testigo de este grito. De niño en Reus, cuando la revolución de 1909. Y en 1917. Grito heroico y desesperado. Levanté en alto mi fusil ametrallador, blandiéndolo, y grité estentóreamente, causando la admiración de Jover y Ascaso: «¡Sí, se puede con el ejército!»
Al día siguiente, recién muerto Ascaso, que cayó como a veinte metros de donde nos encontrábamos al recibir la rendición de los oficiales que guarnecían el antiguo edificio de la Maestranza, en Atarazanas, también aparecían
éstos con el gesto de los vencidos, descamisados, sucios, mirando al suelo, con los puños cerrados, firmes y casi de puntillas, convencidos de que los íbamos a pasar por las armas en el acto.
El compañero García Ruiz, tranviario, me preguntó:
–¿Qué hago con ellos? ¿Los fusilo?
–No –le contesté–. Llévalos ahí, al sindicato de Transportes, y que los
tengan presos.
Habíamos vencido totalmente. El ejército, roto, estaba a nuestros pies.
Mirando hacia donde acababa de caer muerto Ascaso, grité:
–¡Sí, se puede con el ejército!
Quedaban vengadas todas las derrotas que sufriera la clase obrera española a manos de la militarada reaccionaria.
1909, con sus víctimas y mártires: ¡Vengados!
1917, con sus víctimas y mártires: ¡Vengados!
1934, con sus víctimas y mártires: ¡Vengados!
¡Vivan los anarquistas!, fue el grito que durante aquel día, 20 de julio, se oyó por todas las calles de la cuidad.
¡CNT…! ¡CNT…! ¡CNT…!, rugían los cláxones de los automóviles, camiones
y ómnibus.
Fue un día muy largo aquel 20 de julio. Ese día había empezado el 18.
Fue el día de la gran victoria.
Fue el día que empezó la gran derrota.
Y la gran derrota empezó en el momento en que Companys llamó por teléfono a la secretaría del Comité regional de la CNT de Cataluña para rogar que la CNT enviase una delegación a entrevistarse con él.
Hacía tres horas que había muerto Ascaso. Hacía un día que había muerto Alcodori. Hacía treinta horas que, uno tras otro, cerca de cuatrocientos compañeros anarcosindicalistas habían muerto en las calles de Barcelona.
Pronto serían olvidados. Solamente olvidando a lo muertos se puede hacer dejación de las ideas. Que es lo que ocurrió
«.
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