Rompiendo barreras, construyendo realidades
Carta de Alfonso Fernández Ortega, «Alfon», desde la prisión de Navalcarnero, junio de 2017)
Algunos se preguntan al leerme que cómo es posible que un tipo sin estudios superiores y que, encima, se ha criado en las Palomeras de ‘Vallekas’ sea capaz de juntar letras dotándolas de más o menos sentido. Bueno, si tenemos en cuenta la criminalización a la que es sometida la juventud de nuestros barrios podemos llegar a comprender su sorpresa. Una juventud que, tras ser segregada y marginada con unas condiciones materiales de vida que imposibilitan su desarrollo cultural, es sometida al escarnio y a la burla en los medios de comunicación. Así pues, como decía, asumimos ese clasismo meritócrata y pequeñoburgués que se asombra ante un ‘vallekano’ que escribe (casi) sin faltas de ortografía como la reacción lógica a una propaganda que educa a las masas en la desconfianza y el desprecio hacia el que no tiene más propiedad que sus manos y su prole.
Pero existe otro clasismo contra los y las obreras que es muy consciente de su posición, insultante, prepotente, que se regocija en su condescendencia y muestra medias sonrisas de cinismo mientras niega, con toda la seguridad y la serenidad que la barrera cultural que ha construido entre su mundo de privilegios y nuestro mundo de miserias le conceden, que jóvenes como yo seamos siquiera capaces de escribir, así, de escribir en general. Lo que sucede es que por mucho que se esfuercen no pueden evitar que nos percatemos del verdadero motivo de su cerril reacción: les aterroriza la sola idea que les ronda la mente cuando nos leen, la idea de que las masas trabajadoras vuelvan a empuñar el arma de la cultura y del conocimiento en aras de la emancipación.
Y sí, claro que hay cosas que sabemos aunque no sepamos cómo expresarlo, pero si algo sabemos es que ellos lo saben. Saben que no es fácil comprender las injusticias y dotarse de argumentos para desmontar sus mentiras cuando el desempleo, la violencia, las drogas, la frustración y la precariedad no dejan lugar para la cultura, para su desarrollo. Y es por eso que les tiemblan las entrañas cuando ven que donde tendría que haber un lumpen hay un obrero concienciado, organizado, y hasta se sienten ultrajados, como si la cultura y el interés por la vida pública estuviesen reservados a la élite fija de intelectuales burgueses a la que ellos, irremediable e indiscutiblemente, pertenecen, claro. Ellos, dotados de los mejores medios y de las mejores condiciones para el estudio, pero ajenos a la realidad de la mayoría social, esa que se vive en el tajo, en el banco del parque, en la cola de la frutería, sabrán mejor que nadie lo que nos conviene a cada uno. Y es por eso también que se sienten vencedores, satisfechos, cuando se ‘ajustan’ los colegios e institutos de nuestros barrios, cuando se despide a un profesor y se contrata a un policía, cuando la hija del obrero abandona la universidad.
Sin embargo, nos subestiman. Olvidan que ante su perverso y codicioso plan para degenerar nuestras condiciones laborales se encuentran los tormentos y las injusticias que determinan la vida de nuestra clase, tormentos e injusticias de donde surgen uno tras otro los conflictos, y ante estos te defiendes buscando respuestas. Respuestas que el que es ajeno a nuestra realidad no podrá darnos, respuestas que se encuentran en las experiencias que otros ya plasmaron, en la capacidad de algunos de nuestros iguales para arrojar algo de luz cuando nos parece que todo está a oscuras, en lugares y fuentes del conocimiento, de la cultura, mucho más poderosos que todas sus riquezas juntas.
Hace mucho que alguien escribió que el obrero está más necesitado de respeto que de pan, así que no se sorprendan, no se lleven a engaño, no soy yo el que escribe, es la necesidad de toda una generación.