Después de ver la película «Under the skin» no me ha quedado más remedio que escribir algo sobre ella. Esa pulsión por ordenar las ideas después de haber experimentado algo importante. Para mí, «aficionadillo» a la ciencia ficción, es una obra magna a la altura de «Stalker» de Tarkovsky. Lucidez y coherencia implacable. Ahí lo dejo.
UNDER THE SKIN
Entender al otro es el camino más corto para entenderse a uno mismo. Muchas producciones enfocan el estudio del género humano valiéndose de de zombies, monstruos, extraterrestres y toda suerte de criaturas capaces, más que nadie, de devolver nuestro auténtico reflejo. Under the skin lo hace de forma magistral de la mano de un alienígena (Scarlett Johansson) cuya representación de la otredad alcanza, al menos, dos dimensiones: una etimológica —alien, “el otro”— y otra en el territorio de la subjetivación, debido a la definición del personaje que aparece drásticamente desposeído de identidad.
Esta carencia es el origen del conflicto irresoluble que surge en el espectador, incapaz de entender, con las herramientas cognitivas que ha adquirido durante su recorrido evolutivo, la falta de empatía, interés y motivación desplegada por el personaje de Johansson, antes de saber que no pertenece al género humano. La serie de ausencias desata una rebelión interna en el espectador, acostumbrado a percibir la otredad como algo “distinto pero comprensible”, algo a lo que temer, confrontar y vencer, y no como un vacío absoluto, de emoción, de expresión, de criterio. Un vacío incapaz de delimitar al enemigo y ofrecer clave alguna que permita integrarlo en su modelo de conocimiento.
Ese vacío inexplicable e imposible a los ojos de la intuición es el origen de lo que podría describir, sin temor a equivocarme, como la escena más terrorífica que la ciencia ficción ha dado hasta la fecha.
☉J☉ SPOILER
Johansson, cuyo cometido en el relato es el de servir de cebo para cosechar individuos, intenta seducir a un bañista en la playa, pero en el camino sucede algo inesperado. En otro lado de la playa hay una familia, compuesta por el padre, la madre, un hijo de dieciocho meses y un perro. El perro se introduce en el oleaje y una fuerte marejada le impide regresar a tierra. La madre se zambulle en su ayuda y cae presa de la misma trampa. El padre, horrorizado, sigue el mismo camino en un intento irracional y desesperado de salvar a su mujer. El bañista que está siendo seducido por Johansson se percata de la situación y corre en su ayuda. Consigue, con un esfuerzo que le lleva a la extenuación, devolver al padre a tierra firme y queda tendido, ya sin fuerzas, sobre las piedras, observando, impotente, cómo el padre, una vez liberado del forzoso salvamento, regresa al mar de nuevo, insistiendo en el rescate de su mujer, pero dirigido hacia una muerte inevitable. Mientras tanto, el niño llora y grita con desesperación. Sus progenitores —su posibilidad de supervivencia— acaban de morir dramáticamente. Él observa cómo Johansson se acerca al bañista —que está tendido boca abajo sin fuerzas para moverse— elige metódicamente una piedra con el tamaño adecuado y le asesta un golpe en la cabeza.
Aquí, la acción del alienígena se opone frontalmente al resto de acciones motivadas por la empatía, el afecto, la emoción y el instinto que el género humano es capaz de desplegar. Pero, ¿está este alien representando entonces la falta de humanidad? Al contrario. Lo que está haciendo es, meramente, devolver el auténtico reflejo del rostro humano. Y, tristemente, la confirmación de este extremo es sencilla. Basta con mirar la fotografía de Aylan, muerto sobre la arena y arrojado como un deshecho por la marejada de la miseria humana —eficazmente organizada para excluir la responsabilidad— sobre la arena de la playa, la misma arena que soporta nuestras sombrillas y refrescos en vacaciones.
Las similitudes entre los dos escenarios a la orilla del mar—Aylan muerto y el niño abandonado a una muerte inminente— no son mera coincidencia sino la consecuencia de una deshumanización radical. En un caso, del propio género humano que, desprovisto de los rasgos que le dan nombre deviene en el horror y, en el otro, del alienígena, que todavía no ha tenido tiempo de asumir dichos rasgos. El espanto de la escena alcanza tal magnitud que uno se pregunta, en primera instancia, qué terribles efectos sobre la mente del personaje —el niño— traerá esa experiencia. Con dieciocho meses observa cómo desaparece repentinamente todo el sustento vital y afectivo y cómo aquello que identificaba con la supervivencia —los adultos— aparece enajenado, distante y cruel. Los niños asumen como normal aquello que experimentan. El dolor que dispara la escena tiene que ver con ese cambio repentino en la mente del niño que asume la normalidad de la catástrofe, la falta de empatía, el abandono y la muerte. Aquí, la delimitación del alien es clara: su otredad es tal que permanece al margen de todas las esferas de “lo humano” (comillas irónicas), abandonando al niño a su suerte sin dar muestra alguna de emoción. En segunda instancia, cabe el mismo temor pero no referido al niño como personaje sino al niño como actor, situado en ese papel. Uno se pregunta cómo su proverbial actuación ha sido posible —recordemos que cuenta sólo con dieciocho meses— y qué porción del horror relatado ha llegado hasta él.
La historia narra el proceso de subjetivación que sufre el personaje de Johansson al calor de la experiencia humana. El alienígena no es un alien al uso, ya que no posee rasgos identitarios de alienígena. No posee identidad propia. En su búsqueda de identidad, los alienígenas roban la apariencia de los humanos. Pero, a diferencia de otras producciones de similares características —estoy pensando en “The body snatchers”, donde la apariencia de humano es meramente un disfraz para los alienígenas— aquí, la apariencia humana propicia la adquisición del carácter e identidad que proporcionarán la capacidad de confrontar aquello que nosotros percibimos como humanos, construyendo así un recorrido de ida y vuelta: Aquello que está afuera me construye a mí —ida— como un ser capaz de dar sentido a aquello que está afuera —vuelta—. Una metáfora impecable de la recursividad entre sujeto y objeto que se ve reforzada por otra cuestión esencial en la narración: La actividad de los alienígenas consiste en atrapar humanos. Johansson los atrae hacia un líquido negro en el que se sumergen. Allí permanecen con vida y conscientes, a la manera de un líquido amniótico. Llegado un momento, el individuo es separado de su envoltorio con precisión quirúrgica. El relleno es vertido por un conducto y la piel es aprovechada como “disfraz” para un alienígena. Toda vez que el alien accede a la experiencia y a la subjetivación valiéndose de un envoltorio humano, podemos entender que esa relación entre apariencia y fondo, entre lo cosmético y lo esencial viene a reforzar esta idea de recursividad entre sujeto y objeto, ya que ambas relaciones pueden entenderse como una suerte de relación entre un “afuera” y un “adentro”. Insistiendo en esta idea, el director nos muestra cómo el contenido del individuo es triturado y vertido por un conducto, como un deshecho secundario, mientras que la piel, responsable de nuestra apariencia, se mantiene intacta y aprovechable. Lo que el alien ansía, pues, es dotarse de identidad valiéndose de la apariencia, intercambiando así el papel entre lo esencial y lo accesorio.
Prestemos atención al recorrido narrativo, es decir, al proceso de subjetivación que experimenta el personaje de Johansson y el reflejo de lo humano que va devolviendo en cada etapa.
El primer plano de la película es negro. De la oscuridad emerge un punto de luz, que se va haciendo más luminoso. El punto de luz adquiere algunas piezas que parecen componentes de un ojo. Mientras tanto, se escuchan fonemas sueltos, aún sin sentido, describiendo el proceso de creación del lenguaje. Finalmente, los componentes se ensamblan y aparece el ojo tal como lo conocemos. La metáfora del punto podría entenderse como la aparición de la conciencia. El resto es negro puesto que antes de la conciencia no hay nada. Inmediatamente después de la aparición de la conciencia se crea el ojo, el dispositivo perceptual por excelencia, y el lenguaje, marcando desde el principio el camino de la narración hacia una reflexión sobre la construcción del sujeto.
El alien desarrolla sus capacidades y muestra sus objetivos. Atrae a individuos hacia el tenebroso líquido amniótico. Su cara más despiadada y desprovista de identidad contrasta con los comportamientos humanos de sus víctimas. La etapa culmina en la escena de la playa y el niño abandonado. Inmediatamente después observa un niño llorando en un coche, encontrando coincidencias entre ese llanto y el del niño en la playa. Algo comienza a despertar en el transcurso de la experiencia.
El alien evoluciona en distintos episodios que le proporcionan contacto con los humanos. Conoce a una de sus víctimas en una discoteca y se divierte con él. Luego lo lleva hacia la trampa, aunque el efecto de la experiencia continúa operando sobre él. Un compañero alienígena le examina mirando en su ojo, tratando de discernir algún cambio en su interior.
Una de sus víctimas es un hombre con la cara deforme que no se atreve a salir a la luz del día. Ella —el alien con piel de mujer— le ofrece una experiencia sensorial dejando que él le acaricie el cuello, algo con lo que ni siquiera se habría atrevido a soñar. Pero esa caricia opera en ambos sentidos y el hombre deforme consigue conmover al alien, que finalmente le deja ir. Antes, el hombre deforme le pregunta, “¿Estoy soñando?”. Y el alien responde, “Sí, estamos soñando”, señalando, así —tanto en el hombre deforme como en el alienígena— a la percepción, condicionada por la subjetividad como el único y frágil conducto hacia “lo real”. En ese momento, el hombre deforme ve al alienígena sin su envoltorio humano, en su estado natural, como una figura humanoide de color negro, sin piel. Quizá, esa es, para el alien, la auténtica experiencia vital: mostrarse tal como es.
Esta escena en donde se enfrentan cara a cara el hombre deforme y el alien sin el envoltorio humano es una comparativa entre las dos monstruosidades. La del hombre deforme y la del alien desprovisto de identidad. El enfrentamiento dispara la identificación mutua y el inicio de la relación empática del alien, lo que implica un cambio radical en su posterior trayectoria, cuya primera consecuencia es la liberación su presa, el hombre deforme.
El alien se enfrenta con el espejo. Queda patente su intención por comprenderse a sí mismo en relación con lo que le rodea y su incipiente capacidad para ello. Observa una mosca, atrapada en la casa, que intenta salir y asume así su propia condición: en el momento en el que empieza a ser alguien también comienza a estar cautivo de su propia identidad, atada a una forma de ser. Por supuesto, ser algo es la forma de exclusión primordial, ya que descarta automáticamente ser cualquier otra cosa.
Se sumerge en la niebla. Toma conciencia de sus propios límites. Trata de comer, como puerta de acceso a la experiencia humana, aunque el shock sensorial es enorme. Conoce a un hombre con el que convive un corto periodo de tiempo, accediendo a las características de su humanidad.
En su última etapa el alien se retira al bosque, experimentando su relación con el entorno desde su subjetivación, ahora, parcialmente humanizada. Es entonces cuando, paradójicamente, se encuentra con el rostro cruel y despiadado de la naturaleza humana, encarnado en un guardabosques que trata de violarle. El recorrido de su propia subjetivación al “humanizarse” y empatizar con su entorno aparece invertido en relación a la deshumanización creciente de los humanos con los que se relaciona. Así, el monstruoso alienígena entra en el mismo lugar que todos aquellos monstruos que representan, en la historia de la literatura y el cine, en última instancia, una humanidad de la que el propio género humano carece.
Finalmente, el alien se despoja totalmente de su piel. El guardabosques, que ha intentado violarle cuando tenía apariencia de mujer, aparece de nuevo con gasolina, para prenderle fuego. El alien, sin embargo, no hace nada para impedirlo. Se queda sentado, sosteniendo la falsa cabeza con sus manos, mirando la cara de su disfraz. Mirándose a sí mismo o, al menos, su parte humana. Las llamas le alcanzan, corre y cae. Es su final y el de la película.
Algo crucial se me escapó. Actualizo el texto con este párrafo:
«Esta escena en donde se enfrentan cara a cara el hombre deforme y el alien sin el envoltorio humano es una comparativa entre las dos monstruosidades. La del hombre deforme y la del alien desprovisto de identidad. El enfrentamiento dispara la identificación mutua y el inicio de la relación empática del alien, lo que implica un cambio radical en su posterior trayectoria, cuya primera consecuencia es la liberación su presa, el hombre deforme.»