Espectáculo, política, mito: teorías de la conspiración

Luis Navarro

Aparecido originalmente en la revista Salamandra 19-20 (Grupo surrealista de Madrid, 2010).

Imagen: Brad Downey: Piran, Eslovenia, 2020

Un virus parasita la red global de información, se inscribe en cada noticia, se replica en sus terminales y rebota sin control en las redes: la teoría de la conspiración. Hablamos de un género de producción de discurso indisociablemente ligado a la comunicación de masas, a sus poderes y a sus sombras. Hablamos de revoluciones y contrarrevoluciones.

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Hablamos del espectáculo y de un cambio de patrón en sus dinámicas. Desde que la realidad se construye medialmente, desde que la información cataliza la construcción del sentido sustituyendo a la experiencia, a la creencia y a la ideología, desde que los medios de comunicación de masas se constituyen en una herramienta de control y dominación a la vez que en el único escenario posible para la lucha de clases, la conspiración es un hecho contrastado que fundamenta cualquier sospecha. No hablo todavía de la Gran Conspiración en marcha desde hace tiempo, de la que existen tantas versiones, sino de la conspiración como dinámica, como juego de engaños e intereses que se despliegan en escena y que conforman la trama de la organización espectacular del mundo.

Antes esto sucedía de un modo más o menos uniforme. El flujo de la información seguía un sólo relato: la versión oficial. Uno podía reconocerse en este relato aún como disidente sin cuestionar sus fundamentos. Los medios eran la escena del poder, una herramienta de orden y control. La fragmentación de este flujo en las redes ha cambiado de forma sensible la estructura del espectáculo 2.0, que supone el triunfo de su modalidad más difusa y el apoteosis de lo virtual. Los medios ya no son el escenario del poder, sino el poder de la escena, en cuya disputa han entrado de lleno las corporaciones eclipsando el papel unificador del estado. No existe ya una versión oficial, sino perspectivas oficiosas con diferente alcance y grado de influencia. El antiguo espectador se ha convertido a su vez en agente espectacular creando sus propios circuitos de información y emitiendo sus representaciones alternativas. Lo real ya no se encuentra velado por el espectáculo, sino que se ha disuelto en él.

Es éste el contexto en el que se ha generalizado el uso del concepto «teoría de la conspiración» o, como si se tratase de un movimiento cultural o una ideología, simplemente «conspiracionismo». Se alude con ello a un relato o interpretación del mundo que cuestiona los supuestos básicos de determinados acontecimientos históricos y busca las verdaderas causas en agentes ocultos que pugnan por el poder, utilizando la información y los medios de comunicación como instrumentos para sus fines. Los supuestos que permiten la construcción de estas teorías son la falsa transparencia de los medios y la dimensión política de toda representación; lo que es decir: la efectiva existencia de conspiraciones, desde la revelación del caso Dreyfus por Zola hasta los diversos intentos de tergiversar la información sobre el 11-M.

Existe también un nutrido arsenal filosófico que podría sustentar esta forma de operar con las imágenes. Desde el mito platónico de la caverna hasta la crítica del espectáculo tematizada por Debord, pasando por la duda metódica o la escuela moderna de la sospecha, las sucesivas interpretaciones del mundo han buscado siempre conjurar el «engaño de las apariencias» mediante el cuestionamiento cada vez más radical y rebuscado del mundo percibido, tanto más cuanto esa percepción se hallara subjetivamente filtrada y objetivamente mediatizada. Si el demonio de la apariencia acecha con tanta insidia al pensador que pone el mundo material entre paréntesis, ¿cómo no habría de asediar con mayor motivo al que trata de dar razón de los comportamientos humanos? El hermeneuta conspirativo simplemente trata de ver, detrás del humo de las explosiones…, quién habla, a quién beneficia.

No obstante, lo que hoy conocemos como teorías de la conspiración es un campo de discurso maldito, una región agreste del pensamiento habitada por chiflados, heterodoxos o aventureros. Se asume en general que las teorías conspirativas, cajón de sastre donde cabe todo, carecen de cualquier fundamento, que suelen ser producto de la explotación de un prejuicio, cuando no de una disposición anímica anómala, que no tienen base científica porque no resultan falsables. Existe una prevención generalizada frente al peligro de estas teorías, que podrían desembocar en pensamiento patológico, movilizar bajos impulsos y embrollarlo todo. Se impone un consenso racional, un sentido común (muy parecido a la versión oficial) que no está dispuesto a contaminarse y responde ofendido.

¿Hay detrás de estas teorías una amenaza real al pensamiento crítico o son una realización del pensamiento crítico en las masas? Si su proliferación y difusión está ligada al desarrollo de esas nuevas tecnologías que han posibilitado el acceso generalizado al texto que dispone el sentido, ¿cómo valoramos esto? ¿Suponen una invasión bárbara de flujo informativo o son signos del «espectador emancipado» del que habla últimamente Rancière?

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Hablamos de un nuevo escenario para la política y de las nuevas formas mediante las que la dominación se hace querer y reconocer como «democrática». Un escenario donde ya no sirven los viejos discursos y posicionamientos ideológicos pues, desde la proclamada «muerte de las ideologías», éstas no cuentan ya más que como un recurso práctico en manos del capital cuando se trata de justificar alguno de sus movimientos o de someter a la población dividiéndola; donde el estado ha perdido en la mayoría de los casos toda autonomía y debe soportar presiones de las grandes corporaciones, implementando medidas que siempre favorecen a los intereses del capital financiero y de compañías transnacionales; donde las estructuras burocráticas de gestión se han convertido en una pesada e incuestionada carga social que podría suplirse mediante una aplicación racionalizada de la tecnología de redes; donde el control del discurso ya no puede ejercerse de forma totalitaria mediante la imposición o la censura, sino que se basa en la sobreinformación y el condicionamiento de la opinión.

En este nuevo escenario, los intentos de eliminar o de silenciar las voces críticas mediante la censura y el control de la información suelen producir el efecto contrario. El cierre de un medio o la prohibición de una opinión provocan un alud de respuestas en la red y ponen en evidencia las oscuras maniobras del poder, elevando a titular lo que hubiera pasado desapercibido como una nota a pie de página, dando a la contrainformación un protagonismo y una difusión imposible de alcanzar por sus propios medios. La marginal disidencia cubana lleva bastante tiempo explotando este efecto paradójico. En España, el secuestro de publicaciones como el semanario satírico El Jueves por parte de instancias como la Casa Real o la SGAE hizo que sus ventas se disparasen y que se reprodujesen de forma incontinente en la red aquellas imágenes victimizadas por la persecución. Resulta imposible cerrar las webs una a una, y por cada mordaza mil ecos surgirán por todas partes.

Resulta más efectivo el descontrol. Contra el virus contrainformativo, producir vacunas y contratipos desinformativos, confundir a las defensas críticas, hacer que se vuelvan contra sí mismas. La mejor forma de ocultar una verdad es entre dos mentiras, y la mejor forma de fulminarla ponerla en primer plano: dejará de ser un mártir y se convertirá en un exaltado que grita en el desierto. Es preciso construir una imagen insegura de las redes, igual que lo era construir una imagen peligrosa de las calles para mantener el orden público. Hay que elevar la conspiración a su máxima potencia, multiplicarla por sí misma en cada terminal, definir como potencial terrorista a cualquiera que exprese una opinión disonante. Al fin y al cabo conspiraciones hay tantas como voluntades, y ¿quién no ha conspirado alguna vez? Si hay una conspiración invisible a temer será la de los propios terroristas que amenazan los dos pilares (económicos) sobre los que se ha construido nuestra civilización.

La Conspiración trataría entonces de producir un campo discursivo capaz de aglutinar cualquier información disonante que no proceda de «fuentes oficiales» para preservar el prestigio y la autoridad de éstas, un terreno asilvestrado en el que pueda nacer cualquier especie, y de hacerlo después inhabitable para el pensamiento. La teoría de la conspiración no será pues sino un tipo específico de «leyenda urbana», a la que se equipara su lógica y a la que tan vulnerables son las redes: tendrá que compartir su destino con la chica de la curva o con Elvis, el tipo que se suicidó disparando contra el televisor tomando Bloody Mary en una isla. Temores y deseos de la multitud que hay que investigar y diseñar. Cualquier emergencia que no pase por los canales institucionales podrá recibir el mismo tratamiento.

¿De dónde arranca esta leyenda? Como todas, de un prejuicio, y hay muchos por explotar en el imaginario de cada colectivo humano. Si nos remontamos en el tiempo, todo el universo multiforme que abarca lo que hoy conocemos como «teorías de la conspiración» se deja reducir a una sola primera gran batalla librada en el campo de la desinformación. Desde sus orígenes románticos la modernidad ha sido prolífica en sociedades secretas, ya fuesen revolucionarias como los carbonarios o elitistas como los rosacruces, que aspiraban a ejercer influencia política y a manipular los movimientos sociales en un sentido favorable a sus intereses. Se atribuye un papel importante a la acción de vanguardia de estas sociedades secretas en la producción de acontecimientos históricos como la Revolución Francesa, la extensión del librepensamiento, las guerras mundiales o la construcción de Europa.

Entre estas fraternidades, la que mayor influencia y continuidad histórica ha tenido ha sido la masonería y sus diversas ramificaciones. Ello y la vinculación histórica de determinados estamentos sociales en la gestación y el desarrollo del capitalismo sirvió de caldo de cultivo, desde antes de que se implantasen los grandes medios de comunicación (prensa, radio, cine y televisión), para la constitución en el imaginario popular de una trama masónica internacional de origen sionista con aspiraciones de hacerse con el control total del mundo, que más tarde se bifurcaría en sus versiones ultraliberal o comunista. Esta trama sería denunciada a principios de siglo con la publicación en la Rusia zarista de los Protocolos de los Sabios de Sión, un documento que supuestamente recogía las actas de una serie de reuniones mantenidas por la cúpula del frente judeomasónico donde se detallaba su agenda para el control mundial, pero que era en realidad una farsa montada con escritos y rumores que circulaban por Europa y atribuida a los servicios secretos zaristas para justificar la persecución de los judíos. El campo teórico de la conspiración queda así desmontado a partir de sus propias fuentes nacionalistas salvo en un aspecto relevante: la denuncia de la gran conspiración era una conspiración más amplia.

Una vez establecido el nuevo marco cognitivo a partir de orígenes tan dudosos, cabe en él cualquier signo de disonancia capaz de conmover el suelo firme de la versión oficial. El desprestigio de la opinión pública frente al relato oficial queda establecido como por decreto. Ahora sólo queda inundar este campo, hacerlo reventar de su propia embriaguez. Llenar la escena de extraterrestres, de maricones al asalto, de reptiles ancestrales. Ahogar cada pregunta con millones de respuestas.

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Hablamos del mito y de sus formas contemporáneas de producción y reproducción. No necesitamos especialistas del sentido para ilustrar nuestras vidas ni para dirigir nuestras luchas. Los que fingían soñar por nosotros estaban en realidad trabajando, y lo hacían para el mejor postor. Para participar en la Conspiración, para ser uno de ellos, sólo necesitas cobrar tu sueldo y pensar que has cumplido.

La «teoría de la conspiración» es un agregado de mitos y es a la vez el mito que actualmente articula toda interpretación. Todos los viejos paradigmas han entrado en una profunda crisis que no es sólo económica, sino que afecta a todos los campos de nuestra civilización. Pocas veces se pone de manifiesto que en las artes y en las ciencias se produce una situación similar que está obligando a replantear los fundamentos. Al saber enciclopédico que se cree sólido y definitivo suceden hoy las wikies que se saben vaporosas, eventuales, disputadas. Las voces críticas reciben una esperanzada y devota atención, pero se encuentran tan desnudas como su audiencia. Todo conocimiento se vuelve obra abierta, ciclo narrativo, código libre. Se multiplican las metodologías igual que los sistemas operativos sin que exista ningún cimiento objetivo que pueda ser absolutamente “falsable” en el sentido que exige Popper en La sociedad abierta y sus enemigos, y mucho menos en las ciencias llamadas «sociales», precisamente porque la sociedad se ha abierto de cuajo. En tales circunstancias resulta fácil en efecto movilizar a las “masas” contra cualquier «chivo expiatorio» construido a partir de los prejuicios históricos de los miembros de una comunidad, y muchas teorías de la conspiración clásicas explotan este filón de la identidad construida a partir de la radical diferencia en un tiempo donde la identidad fracasa también como sustancia.

En cuanto relatos que participan de la construcción del sentido, ¿satisfacen las teorías de la conspiración alguna pulsión masoquista o existe un trasfondo emancipador en ellas? Evidentemente, no caben en el mismo cajón la leyenda del Chupacabras y las razonables dudas que puede suscitar un macroatentado terrorista. Desde la voladura del Maine hasta Piazza Fontana, por señalar dos casos prácticamente constatados entre muchos otros, el terrorismo de bandera falsa ha sido una de las fuentes más caudalosas de desinformación, muy útil para desatar conflictos bélicos y progromos. Recientemente alcanzó enorme difusión una campaña vírica emprendida por una doctora española contra la vacunación masiva de la población frente a la amenaza mediáticamente construida de la gripe A. La doctora Forcades exponía sus argumentos de forma comprensible y convincente, y no había nada en sus palabras que la experiencia no pudiese refutar. Los medios generalistas, que andaban empeñados en construir la amenaza, se lanzaron sobre su cuello de una forma que habría que calificar de desconsiderada y tramposa si existiese la ética periodística. En el fuego cruzado de la discusión se llegó a tachar de «conspiranoica» la afirmación de que existe una élite que acapara los recursos y trata activamente de intervenir creando eventos con mayor o menor capacidad o fortuna.

Liberadas de prejuicios sistémicos y del frágil principio de autoridad, las teorías que postulan que nuestra percepción del mundo es obra del condicionamiento y de la mentira interesada de una élite asumen no obstante un sesgo espectacular, o más bien diríamos que son espectaculares en su esencia y en su origen. Para hacerse reconocer incitan los impulsos más obvios del cuerpo colectivo; para hacerse percutir pescan en las aguas revueltas del escándalo y la sorpresa; para hacerse transmitir asumen una estructura y un modo de exposición narrativo, donde las fuerzas abstractas del mal tienen un rostro y un hedor específico, donde el bien se abre milagrosamente camino poco antes de la destrucción total, como en los subproductos de Hollywood que son su biblia y su capital.

La cultura popular siempre ha sido sensible a la curiosidad y el gusto morboso por lo asombroso, lo irruptivo, lo oculto: es el mismo impulso que inspira el conocer, pero elevado a un grado sublime que busca trascender los límites. La dialéctica entre miedo y deseo rige el juego de transgresiones y peligros en que se dispone la deriva humana. Grandes descubrimientos abren nuevos espacios evolutivos, nos liberan de nuestras carencias, nos lanzan a la conquista de nuevos poderes. Fantasías sexuales y pesadillas. Las teorías conspirativas son algo así como los nuevos relatos de terror, un género literario a fin de cuentas, con sus propios principios compositivos y referentes simbólicos adaptados a la cultura de redes, función que apuntaba en mi artículo «Dinámica de virus” de Salamandra 10: la “aparición” irruptiva de lo invisible como paradigma del terror contemporáneo frente a la vieja forma del fantasma o el “aparecido”.

Ahora bien, ¿cuál es el papel que juega la ficción, el mundo virtual, los patrones culturales? ¿No son a menudo más reales que la propia existencia material de los fenómenos singulares? ¿No expresan nuestros impulsos más básicos y nos liberan de su dictadura? ¿No nos ayudan a dar sentido y a descifrar lo que aparentemente no lo tiene? Las teorías conspirativas, incluso si nos ceñimos a sus perfiles más siniestros, hablan de un mundo que no conocemos, pero que es el que habitamos. Mientras pueden seguir conviviendo con lo real, mientras pueden ganarle incluso terreno, mantienen su chabola al lado de la ciudad cercada, suspendidas sobre la realidad sin mezclarse del todo con ella, como los espectros y las maldiciones o como una espada de Damocles que amenaza nuestros esquemas.

Como indicaba Walter Benjamin, la forma de los nuevos medios de producción y el uso que hacemos de ellos están en un principio dominados todavía por lo viejo. Hasta que no se integran de forma eficiente en el cuerpo colectivo, hasta que no se hacen necesarios tratan de «reconocerse en la épica primitiva del bien y del mal, intuida apenas como un arquetipo instituyente de la condición humana». Cuando la red empieza apenas a ser el espacio natural de las nuevas catástrofes y revoluciones, las teorías de la conspiración son el producto combinado de la opacidad de nuestras democracias y de la falsa transparencia de los medios. No hay usos buenos y malos, sino usos críticos y acríticos de la información.

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