Me gustaría presentarme en este – para mi- nuevo foro con una amplia cita.
Estamos vivendo tiempos en los que nos encontramos con bastantes crítitos de arte a los que se les llena la boca citando y nombrando a Guy Debord y para los que creo puede ser útil un poco de bibliografía básica.
A continuación podeis leer una carta de Guy Debord a los anarquistas españoles, escrita en septiembre de 1980 titulada «A los libertarios»
A los libertarios
Guy Debord
septiembre, 1980
Traducción aparecida en «Comunicados de la prisión de Segovia y otros llamamientos a la guerra social», junto a textos de grupos autónomos españoles, Bilbo, Muturreko Burutazioak/El Lokal, marzo de 2000. Contacto: muturreko@hotmail.com
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Compañeros,
Estamos asistiendo al rearme espectacular del Estado, nuestro gran enemigo, cosa que hacen todas las clases dirigentes del mundo cuando quieren dar a la descomposición de sus fundamentos una apariencia de solidez. Sus excesos han paseado la verdad por todos los rincones del país: hoy en dÔøΩa no hay nadie tan ingenuo o tan desvergonzado que se atreva a negar que nos encontramos bajo un despotismo tan duro, envilecedor y difícil de soportar como el que hubo en tiempos de Franco, y a medida que pasa el tiempo, será peor. Nosotros estamos ahora dispersos, cuando no desmoralizados. Hemos entablado una batalla que no supimos librar como debimos. Hemos tenido bajas, tenemos presos. La lucha por su liberación puede ser un punto de partida para un nuevo movimiento revolucionario más efectivo y coherente; el silencio y la inacción nos llenarán de oprobio, la Historia jamás nos perdonará.
Estímados Compañeros
Lamentamos tener que llamar vuestra atención sobre una cuestión grave y urgente que, normalmente, tendríais que conocer bastante mejor que nosotros, que estamos lejos y somos extranjeros. Pero nos vemos obligados a constatar que diversas circunstancias os han colocado hasta hoy en la imposibilidad de conocer los hechos o su significado. Creemos pues, deber de exponeros claramente los hechos siguientes, así como las circunstancias que han dificultado vuestra información.
Más de cincuenta libertarios en estos momentos, se hallan detenidos en las prisiones españolas, y mucho de ellos ya llevan varios años sin ser juzgados. El mundo entero, que cada día oye hablar de las luchas de los vascos, ignora completamente este aspecto de la realidad española actual. En España misma, la existencia y los nombres de estos compañeros son citados a veces ante un sector restringido de la opinión, pero se guarda generalmente silencio sobre lo que han hecho y sobre sus motivos; y nada concreto se emprende para lograr su liberación.
Cuando nos dirigimos a vosotros, no tenemos la intención de conceder a la C.N.T, tal como ha sido reconstituida, un papel de referencia central y de representación de los libertarios: todos los que lo son no forman parte de ella y todos los que forman parte no lo son.
La hora del sindicalismo revolucionario pasó desde hace tiempo, porque, bajo el capitalismo modernizado, todo sindicalismo tiene reconocido su sitio, grande o pequeño, en el espectáculo de la discusión democrática sobre los acicalamientos del estatuto del trabajo asalariado, es decir, en tanto que interlocutor y cómplice de la dictadura del trabajo asalariado: democracia y trabajo asalariado son incompatibles, y esta incompatibilidad, que ha existido siempre esencialmente, se manifiesta en nuestros días visiblemente, en toda la superficie de la sociedad mundial. A partir del momento en que el sindicalismo y la organización del trabajo alienado se reconocen recíprocamente, como poderes que establecen entre sí relaciones diplomáticas, toda clase de sindicato para poder llevar su actividad reformista, desarrolla dentro de sí un nuevo tipo de división de trabajo, más y más ridículo a medida que pasa el tiempo. Aunque un sindicato se declare ideológicamente hostil a todos los partidos políticos, no logrará, de ninguna manera, impedir su caída en manos de su propia burocracia de especialistas de la dirección igual que un partido político cualquiera. Cada instante de su práctica real lo demuestra. El asunto aquí evocado lo ilustra perfectamente puesto que, si en España los libertarios organizados hubieran dicho lo que tenían que decir, no hubiéramos nosotros tenido que decirlo ahora en su lugar.
De la cincuentena de presos libertarios, en su mayoría presos en la cárcel de Segovia, aunque también en otras cárceles (la «Modelo» de Barcelona, las de «Carabanchel» y «Yeserías» de Madrid, la de Burgos, la de Herrera de la Mancha, la de Soria … ), muchos son inocentes, víctimas de las clásicas provocaciones policiales. De éstos se habla un poco, y hay quien está dispuesta defenderles, pero más bien pasivamente. Pero en cambio, la mayoría de los presos, han dinamitado efectivamente vías férreas, tribunales, edificios públicos. Han recurrido a expropiaciones a mano armada contra diversas empresas y buen número de bancos. Se trata en particular de un grupo de obreros de SEAT de Barcelona (que en un tiempo se denominaron «Ejército Revolucionario de Ayuda a los Trabajadores»), que quisieron de este modo aportar ayuda pecuniaria a los huelguistas de su fábrica, así como a los parados; y de los «grupos autónomos » de Barcelona, Madrid y Valencia, que han actuado por el estilo, mayor tiempo, con la intención de propagar la revolución por todo el país. Estos compañeros son igualmente los que se sitúan en las posiciones teóricas más avanzadas. Y mientras el fiscal pide penas individuales de entre treinta y cuarenta años de condena para algunos de ellos, ¡precisamente sobre éstos se cierne el silencio más absoluto y el olvido voluntario de tanta gente!
Al Estado español, junto con todos los partidos que en el gobierno o en la oposición le reconocen y le sostienen, a las autoridades de todos los países del extranjero que en ese punto están completamente de acuerdo con el Estado español, y a la dirección de la C.N.T reconstruida, a todos por una razón u otra, les interesa mantener en el olvido a estos compañeros, y nosotros, que nos interesa precisamente lo contrario que a ellos, vamos a decir por qué lo hacen.
El Estado español heredero del franquismo, democratizado y modernizado justo lo necesario para poder así poseer su plaza trivial en las condiciones ordinarias del capitalismo moderno, y tan atareado en conseguir la admisión en el lamentable «Mercado Común» europeo (y en efecto, la merece), se presenta oficialmente como resultado de la reconciliación entre vencedores y vencidos de la guerra civil, es decir, de franquistas y republicanos; y en verdad lo es. Los matices tienen poca importancia ahí: si del lado de los demócratas estalinistas, Carrillo es al presente un poco más monárquico que Berlinguer, en revancha, del lado de los príncipes de derecho divino, el rey de España seguramente es tan republicano como Giscard d’Estaing. Pero la verdad más profunda y decisiva, es que el Estado español de hoy es en realidad el resultado de la reconciliación tardía de todos los vencedores de la contrarrevolución. Por fin se reunieron amigablemente, con la mutua consideración que se debían unos a otros, los que quisieron ganar y los que quisieron perder, los que mataron a Lorca y los que mataron a Nin. Porque todas las fuerzas que en aquel tiempo, o bien estaban en guerra contra la República -o bien controlaban los poderes de la misma -y son todos los partidos que hoy ocupan escaños en las Cortes – perseguían y alcanzaron, de diversas maneras sangrientas, el mismo fin: acabar con la revolución proletaria de 1936, la mayor que la historia haya visto aparecer hasta nuestros días, y por lo tanto, la que mejor todavía prefigura el futuro. La única fuerza organizada que tuvo entonces la voluntad y la capacidad de preparar esta revolución, de hacerla y -aunque con menor lucidez y firmeza- de defenderla, fue el movimiento anarquista (apoyado únicamente y en medida incomparablemente menor por el P.O.U.M.).
El Estado y todos sus partidarios no olvidan nunca esos terribles recuerdos, pero se afanan de continuo porque el pueblo los olvide. Por eso el gobierno prefiere, en estos momentos, dejar a la sombra el peligro libertario. Prefiere evidentemente hablar del G.R.A.P.O., forma ideal de un peligro bien controlado, puesto que este grupo, desde su origen, está manipulado por los Servicios Secretos, exactamente como lo son las «Brigadas Rojas» en Italia, o como la pseudo-organización terrorista, de nombre aún impreciso, cuyo oportuna entrada en escena el gobierno francés anunció hace unos meses, por una serie de atentados menores. El gobierno español, satisfecho de su G.R.A.P.O., sin duda se pondría muy contento si no tuviera que hablar ya más de los vascos. Sin embargo tiene que hacerlo a causa de sus luchas constantes. Pero a pesar de todo, los vascos combaten por la consecución de un Estado independiente, y el capitalismo español podrá fácilmente sobrevivir a tal pérdida. La cuestión decisiva es que, mientras tanto, los vascos saben defender muy bien a sus prisioneros, de quienes no se olvidan ni un instante. La solidaridad en España, se sentía siempre como en casa. Si sólo se la viera ya en el País Vasco, ¿a qué se parecería España cuando los vascos se separasen de ella?
Los demás Estados europeos se acomodarían sin dificultades a una Euskadi independiente, pero soportando desde 1968 una crisis social sin remedio, además de tener tanto interés como el Gobierno de Madrid en que no reaparezca en España una corriente revolucionaria internacionalista. Lo que viene a significar, de acuerdo con las técnicas de dominación más recientes, que no se la vea aunque reaparezca. Estos Estados, también por su parte, se acuerdan de lo que tuvieron que hacer en 1936, los totalitarios de Moscú, Berlín y Roma, lo mismo que los «demócratas» de París y Londres, todos de acuerdo en la necesidad esencial de aplastar la revolución libertaria, y por eso mismo muchos aceptaron sin partirse el corazón las pérdidas o el aumento de los riesgos en los conflictos secundarios que les enfrentaban entre sí. Ahora bien hoy toda la información en su totalidad se halla estatalizada, formal o solapadamente. Toda la prensa «democrática» se apasiona y se angustia tanto por el mantenimiento del orden social, que ni siquiera es necesario ya que el gobierno la compre. Se ofrece gratuitamente a sostener cualquier gobierno publicando exactamente lo contrario de la verdad en cada asunto, aunque tenga una importancia mínima; puesto que hoy, la realidad de cualquier asunto, incluso de los de menos interés, constituye una amenaza para el orden establecido. Sin embargo no hay tema en el que la prensa, burguesa o burocrática, disfrute tanto en mentir como cuando se trata de ocultar la realidad de una acción revolucionaria.
En fin, a la C.N.T reconstruida este asunto la apura de verdad. Y no es la indiferencia o la prudencia lo que la obliga a callarse. Los dirigentes de la C.N.T. quieren ser un polo de reagrupamiento de los libertarios sobre una base sindicalista, en la realidad moderada y aceptable por el orden establecido. Los compañeros que han recurrido a las expropiaciones representan, por ese mismo hecho, un polo de reagrupamiento completamente opuesto. Si unos tienen razón, los otros se equivocan. Cada uno es hijo de sus obras y hay que escoger entre unos u otros, examinando el sentido, la finalidad de sus acciones. Si hubierais visto a la C.N.T. llevar a cabo grandes luchas revolucionarias en estos últimos años pasados en prisión por los compañeros expropiadores, entonces podríais sacar la conclusión de que estos fueron demasiado impacientes y aventureros (y por otra parte la C.N.T, al animar grandes luchas revolucionarias, habría de todas formas, a pesar de las divergencias, actuado dignamente en su defensa). Pero si mejor veis que esa C.N.T. se satisface recogiendo unas pobres migajas del pan de la modernización española, la cual dicho sea de paso, no es de una novedad que de vértigo -¡todavía un Borbón! ¿y por qué no un Bonaparte?- entonces habrá que admitir que los que tomaron las armas no iban fundamentalmente errados. Finalmente, fue el proletariado revolucionario español quien antaño creó la C.N.T., y no al revés.
Cuando, la dictadura juzgó que ya era hora de mejorarse un poco, muchos pensaron sacar unas cuantas pequeñas ventajas de esa liberalización. Pero entonces, los compañeros autónomos encontraron deshonroso contentarse con ellas. De pronto, sintieron la necesidad de exigirlo todo, porque, desde luego, después de haber sufrido durante cuarenta años la contrarrevolución en su totalidad, nada ni nadie quedará limpio de esta injuria si antes no reafirma y hace triunfar la revolución en su totalidad. ¿Quién se atreve a llamarse libertario y censurar a los hijos de Durruti?
Las organizaciones pasan, pero la subversión no dejará de ser deseada jamás: «¿Quién te vio y no te recuerda?». Los libertarios son todavía hoy numerosos en España, y lo serán mucho más el día de mañana. Y felizmente la mayoría, y en particular la mayoría de obreros libertarios, son hoy por hoy incontrolados. Además, mucha gente, igual que en Europa, ha entablado luchas particulares contra unos cuantos aspectos insoportables, muy antiguos o muy modernos, de la sociedad opresiva. Todas estas luchas son necesarias: ¿a santo de qué hacer una revolución si las mujeres o los homosexuales no son libres?, ¿para qué un día liberarse de la mercancía y de la especialización autoritaria, si una degradación irreversible del medio ambiente impusiera nuevas limitaciones objetivas a nuestra libertad? Al mismo tiempo, nadie de quienes seriamente se hallan comprometidos en dichas luchas particulares, puede creer que sea posible obtener una auténtica satisfacción de sus exigencias mientras el Estado no haya sido disuelto. Pues esta sinrazón práctica es la razón del Estado.
No ignoramos que muchos libertarios pueden no estar de acuerdo con determinadas tesis de los compañeros autónomos, y pueden no querer dar la impresión de que se suman a ellas al hacerse cargo de su defensa. ¡Anda yal No se discute de estrategia con compañeros que están en la cárcel. Para que esta interesante discusión pueda comenzar, primero hay que sacarlos a la calle. Creemos que estas divergencias de opinión, que agrandadas por el efecto de excesivos escrúpulos, correrían el riesgo de llevar a algunos de los que finalmente se llaman revolucionarios, a no plantearse tal defensa como cosa propia, pueden concretarse en cuatro tipos de consideraciones. O bien ciertos libertarioss juzgan de otra manera, dentro de una óptica menos más apaciguable, la situación actual y sus perspectivas de futuro. O bien no están de acuerdo con la eficacia de las formas de lucha que los dichos grupos autónomos han elegido en este momento. O bien contemplan el caso en el que aquéllos se han comprometido deliberadamente, como poco defendible en el terreno de los principios, o solamente desde el punto de vista judicial. O bien creen estar totalmente desprovistos de medios de intervención. Estimamos nosotros que muy fácilmente podemos reducir a nada tales objeciones.
Quienes en los momentos actuales, esperan cualquier nueva mejora en la situación sociopolítica de España son evidentemente los que más se equivocan. Todos los placeres de la democracia autorizada hace mucho que dejaron atrás sus días más felices, y cada cual ha podido comprobar que sólo eran eso. En lo sucesivo todo se agravará, en España y en todas partes. Los historiadores concuerdan por lo general en considerar que el principal factor que durante un centenar de años mantuvo revolucionaria a España, fue la incapacidad de sus clases dirigentes en conseguir que alcanzara el nivel de desarrollo económico del capitalismo que, al mismo tiempo,aseguraba a los países europeos más avanzados y a Estados Unidos períodos mucho más largos de paz social. ¡Bueno! Ahora España va a tener aún que ser revolucionaria por la razón suplementaria de que, si la clase dirigente modernizada del postfranquismo se muestra quizás más hábil en alcanzar las condiciones generales del capitalismo actual, llega demasiado tarde, precisamente en el instante en que la cosa se descompone. Universalmente se constata que la vida de la gente y el pensamiento de los dirigentes se degradan cada día un poco más, y en particular en ese desdichado «Mercado Común» al que todos vuestros afrancesados en el poder prometen llevaros como si de una Fiesta se tratase. La producción autoritaria de la mentira crece hasta situarse en la esquizofrenia pública, el consentimiento de los proletarios se disuelve, todo orden social se deshace. España no llegará a ser apacible porque en el resto del mundo la paz ha muerto. Otro elemento decisivo de la propensión de España al desorden fue seguramente el espíritu de autonomía libertaria tan fuertemente arraigado en su proletariado. Es justamente la tendencia a quien ha dado la razón la historia del siglo, y que se extiende por todas partes, porque en todas partes ha podido verse hacia dónde lleva el proceso de totalitarización del Estado moderno, y a qué tristes resultados llegó, por medios canibalescos, el movimiento obrero dominado por burocracias autoritarias y estatistas. Así pues, es el momento en que, en todos los países, los revolucionarios se vuelven, en esta cuestión central, españoles.
Comprendemos mucho más las objeciones que pueden hacerse desde un planteamiento puramente estratégico. Podemos preguntarnos en efecto si, por ejemplo, atracar bancos para emplear el dinero en la compra de maquinaria de imprenta, que a continuación deberá servir para publicar escritos subversivos, es el camino más lógico y eficaz. Pero en todo caso estos compañeros indiscutiblemente lograron la eficacia, aunque de otra manera: simplemente, al acabar en la cárcel por haber aplicado por mucho tiempo y sin dudarlo un segundo, este programa de acción que ellos mismos se habían trazado. De este modo han prestado un gran servicio a la causa de la revolución, en España y en todos los demás países, precisamente porque han creado un campo práctico evidente que permitirá a todos los libertarioss esparcidos por España aparecer y reconocerse en la lucha por su liberación. Gracias a su iniciativa, os ahorran la molestia de buscar, a través de largas y difíciles discusiones, cuál sería la mejor forma de comenzar a actuar. No puede haber mejor forma que ésta, pues ella es muy justa en teoría y muy buena en práctica.
Ciertos libertarioss tendrán tal vez la impresión de que la gravedad de los hechos, desde el punto de vista judicial, vuelve más difícil la defensa de los compañeros. Creemos al contrario, que la misma gravedad de estos hechos facilita cualquier acción bien calculada en su favor. Los libertarioss no pueden, por principio, dar valor a ninguna ley del Estado, y esto es especialmente verdad cuando se trata del Estado español: considerando la legalidad de su origen y todo su ulterior comportamiento, concluiremos que su justicia nunca podrá funcionar decentemente sino es en forma de amnistía, proclamada por quien le venga en gana.
Por otro lado, asaltar bancos naturalmente es -un crimen muy grave a los ojos de los capitalistas; no a los ojos de sus enemigos. Lo reprobable es robar a los pobres, y justamente todas las leyes de la economía -leyes despreciables, destinadas a ser abolidas mediante la completa destrucción del terreno real en donde se aplican- nos garantizan que jamás un pobre se hizo banquero. Ocurrió que, en un encuentro en el que se intercambiaron disparos, un guardia jurado fue muerto. La indignación humanitaria de la justicia a ese respecto parece sospechosa en un país -en el que la muerte violenta es tan frecuente. En ciertas épocas, uno puede morirse como en Casas Viejas o como en la plaza de toros de Badajoz. En otras, según las necesidades tecnológicas del incremento del beneficio, también puede uno morirse deprisa y corriendo, como los doscientos campistas pobres asados en Los Alfaques o los setenta burgueses entre el lujo de plástico de un gran hotel de Zaragoza. ¿Se atreverán a decirnos que nuestros compañeros «terroristas» son responsables de tales hecatombes? No; son tan poco culpables de ello como de la contaminación del golfo de Méjico, porque todas esas pequeñas ligerezas han sido cometidas cuando ellos ya estaban en prisión.
La cuestión no tiene nada de judicial. Es una simple cuestión de correlación de fuerzas. Puesto que el gobierno tiene un interés tan evidente en que no se hable de estos compañeros, basta hacer que sea obligado de tal manera hablar de ellos para que el gobierno se vea forzado a sacar a conclusión de que su interés inmediato consiste más en ponerlos en libertad que en mantenerles encerrados. Entonces, que el gobierno escoja la forma de llegar a este resultado; sea por un proceso en el que fuesen condenados al número de años de cárcel que ya tienen cumplidos, sea por una amnistía, o sea permitiéndoles la evasión, la cosa no tiene importancia. No obstante hay que insistir en un hecho y es que, en tanto no exista un movimiento de opinión expresándose sobre su caso de una manera a la vez fuerte y amenazadora, una evasión procurada por las autoridades es peligrosa: conocéis ya la «ley de fugas» y volveréis a verla aplicar muchas veces.
Compañeros, no nos permitiremos sugeriros, a vosotros que estáis ahí, sobre el terreno, y que paso a paso podéis calcular las posibilidades y los riesgos, tal o cual forma de acción práctica. Con tal de que en todas partes figure en cabeza la exigencia explícita de liberación de estos libertarioss, todas las formas de acción son buenas, y las que más escándalo hagan, las mejores. Agrupándoos por afinidades, podréis descubrir o tomar, según vuestros gustos o las oportunidades disponibles, cualquiera de los medios de acción que fueron empleados en otra época o cualquiera de los que están aún por probar, rechazando sólo el caer en la bajeza de las peticiones respetuosas que practican en todas partes, y vanamente, los partidos de izquierda electoralistas. En principio, incluso es inútil la coordinación de tales acciones autónomas. Basta con que converjan hacia el mismo objetivo específico, proclamándolo constantemente, y multiplicándose con el tiempo. Y cuando ese objetivo preciso haya sido alcanzado, esa corriente libertaria en acción habrá reaparecido, se habrá dado a conocer y se conocerá a sí misma. Así podrá ponerse en marcha un movimiento general, que podrá coordinarse cada vez mejor hacia objetivos cada vez más amplios.
El primer objetivo a lograr será el de obsesionar al país con este asunto, lo que aprovechando la ocasión, equivaldría a dar a conocer al mundo la existencia presente del movimiento revolucionario libertarios en España, obligando a todos a conocer la existencia de estos presos, al mismo tiempo que la eficacia de quienes los defienden. Es preciso que los nombres de estos presos se conozcan en todos los países en donde los proletarios se yerguen contra el Estado, desde los obreros que libran grandes huelgas revolucionarias en Polonia, hasta aquellos que sabotean la producción de las fábricas en Italia, y hasta los contestatarios que viven bajo la constante amenaza de los psiquiátricos de Breznev o de las cárceles de Pinochet.
Como por desgracia hay demasiados nombres para poder citarlos todos (¡qué verg√ºenza! ¡cuántos Puig Antich sienten hoy la presión del garrote en el cuello, pero por treinta o cuarenta años a seguir la programación gubernamental!), nos limitamos de momento a citar los nombres de los culpables contra los que la justicia reclama, o ha pronunciado, condenas de más de veinte años de prisión: Gabriel Botifoil Gómez, Antonio Cativiela Alfós, Vicente Domínguez Medina, Guillermo González García, Luis Guillardini Gonzalo, José Hernández Tapia, Manuel Nogales Toro. Pero debe quedar claro que se exige la liberación de todos los demás, e incluso de los inocentes.
El primer punto a tratar es el de dar a conocer exactamente el problema; seguidamente impedir para siempre que se olvide, manifestando, cada vez de modo más fuerte, una impaciencia creciente. Que sólo una pequeña fábrica de España pare un día por esta reivindicación y ya será un modelo para todo el país. Tan pronto como deis a conocer su actitud ejemplar la mitad del camino estará andado. Pero, en seguida, aún no se inaugure un curso en la universidad, tenga lugar una representación teatral o una conferencia científica, que alguien, bien por una interpelación directa o mediante una panfletada, no plantee la cuestión previa de la suerte de nuestros compañeros y de la fecha en que serán liberados. No se tendría que pasar por una calle de España sin que se vieran escritos sus nombres en las paredes y en todos habrían de escucharse canciones cantando cosas de ellos.
Compañeros,
Si nuestros argumentos os han parecido correctos, difundir y reproducir con la mayor rapidez que podáis este texto por todos los medios de que dispongáis o que podáis tener al alcance. Y si no, arrojadlo en este mismo instante y comenzad en seguida a publicar otros que sean mejores! Puesto que está fuera de dudas el derecho que tenéis a juzgar con rigor nuestros modestos argumentos. Pero lo que aún está todavía más fuera de dudas, es el que la escandalosa realidad que nosotros hemos revelado tan bien como hemos podido, no es materia que vosotros podáis juzgar: al contrario, es ella quien, finalmente, va a juzgaros a todos.
Independientemente de jucios lúcidos en esta carta a los libertarios españoles, el propio Guy Debord parece caer en una trampa tendida por la dominación espectacular, ¿o simplemente es otra consecuencia de lo que él mismo denominaba «la sociedad del secreto»?
Cuando habla de los anarquistas encerrados en la cárcel de Barcelona nos remite a una organización armada que se dedicaba a la «expropiación» (atraco de bancos y empresas) para ayudar a compañeros en huelga o en paro: «Se trata en particular de un grupo de obreros de SEAT de Barcelona (que en un tiempo se denominaron «Ejército Revolucionario de Ayuda a los Trabajadores»), que quisieron de este modo aportar ayuda pecuniaria a los huelguistas de su fábrica, así como a los parados».
Pues bien, el 12 de enero de 2003 escribía Josep M. Soria en La Vanguardia a proposito del «caso Sacala», un atentado que conmocionó la sociedad española de finales de los setenta, las siguientes palabras:
«Las cenizas del Scala
A las 13:15 horas del domingo 15 de enero de 1978, tras una manifestación contra los Pactos de la Moncloa convocada por la CNT en el centro de Barcelona, un grupo de jóvenes anarquistas lanzaba varias botellas incendiarias contra el restaurante espectáculo barcelonés Scala, en la esquina de Consell de Cent y paseo Sant Joan, que ardió como una pira. Las consecuencias de aquel acto, que tuvo una enorme repercusión, fueron la muerte de cuatro trabajadores ¬ñRamón Egea, Juan López, Diego Montoro y Bernabé Bravo-, la destrucción de un local muy popular y el fin de la resurrección de la CNT.
Veinticinco años después, nadie pone en duda el trascendental papel desempeñado por un confidente de la policía, Joaquín Gambín, «el Grillo», que se infiltró en la CNT y dirigió el atentado. Aquellos días, el centro de Barcelona era un hervidero mezcla de radicalismo y de personajes siniestros, que protagonizaban casi a diario duros enfrentamientos con la policía. Gambín, como «el Rubio» o «el Legionario», formaba parte de aquel oscuro submundo entre la delincuencia y la colaboración policial.
El fiscal del caso Scala, que se juzgó en Barcelona en diciembre de 1980, Alejandro del Toro, escribe en «Cuadernos Jurídicos» (noviembre de 1994) que la información extraprocesal que logró sobre Gambín «era estupefaciente». Y añade que «carecía de sentido que un delincuente profesional, casi cincuentón, reclamado por diversos juzgados, hubiera sentido… tales ideologías libertarias, hubiera colaborado con ellos (los presuntos responsables) en conducirles por Barcelona en su SEAT 1430, en enseñarles la fabricación de cócteles molotov y en dirigirlos sabiamente». Pero lo cierto es que a las pocas horas del incendio, sigue escribiendo el fiscal Del Toro, «unos policías de Madrid comunicaron a sus colegas de Barcelona los nombres y señas de los autores, omitiendo cualquier referencia al Grillo. Más claro que el agua». El nombre de Joaquín Gambín aparecería después, en las declaraciones de los detenidos.
El entonces ministro de Gobernación, Rodolfo Martín Villa, presentó la detención del grupo en apenas 24 horas como un triunfo. La policía andaba necesitada de éxitos, temerosa de que la transición conllevara una purga en el cuerpo. Para los dirigentes de la CNT, estaba claro que había sido un complot policial para acabar con la emergente central libertaria. Los condenados, que nunca han aceptado su participación directa en los hechos pero sí en la preparación de los cócteles, se sienten víctimas de manipulación por los servicios secretos.
La vista del caso Scala, en diciembre de 1980, no contó con el testimonio de Martín Villa, solicitado por las defensas (Loperena, Palmés, Krauel y Seguí), ni con la presencia de Gambín, fugado de la prisión de Elche en extrañas circunstancias. A pesar de varias órdenes judiciales de captura, la policía no lograba dar con el Grillo. Pero sí la prensa.
Fue el periodista Ferran Sales quien, en plena vista del juicio, dio con el confidente en Rincón de Seca (Murcia) y más tarde, Rafael Cid y Día Herrera lo entrevistaban en «Cambio 16″. El comisario José María Escudero, alias ¬ëEscubi¬í, era mi jefe directo», declaró. Escudero era un policía de la «cuadra Conesa», un oscuro superagente implicada en diversos trabajos sucios. Gambín cobraba 45.000 pesetas mensuales por sus «trabajos» de infiltración o por constituir el Ejército Revolucionario de Ayuda al Trabajador (ERAT), grupo que practicó varios atracos antes de caer en otra «brillante» operación policial».
De este articulo podemos concluir que el Ejército Revolucionario de Ayuda al Trabajador, que alaba Debord señalando a sus miembroscomo «los que se sitúan en las posiciones teóricas más avanzadas», probablemente hubieran sido manejados por un infiltrado policial.
Como moraleja o conclusión vayamos ahora a Gian Franco Sanguinetti y su texto «Sobre el terrorismo y el Estado» (1979):
«Todos los grupúsculos terroristas secretos están organizados y dirigidos según una jerarquía clandestina incluso para los militantes de la clandestinidad, jerarquía que respeta perfectamente la división del trabajo y de funciones propias de la actual organización social: arriba se decide, abajo se ejecuta. La ideología y la disciplina militar preservan a la cúspide de todo riesgo, y a la base de cualquier sospecha. Cada servicio secreto puede inventarse una sigla «revolucionaria» y ejecutar cierto número de atentados, bien difundidos por la prensa, a los que se asignará hábilmente un pequeño grupo de militantes ingenuos, a los que dirigirá con la máxima desenvoltura.
En el caso de un grupúsculo terrorista aparecido espontáneamente, no hay nada más fácil, para los servicios secretos del estado, que infiltrarse en él, gracias a los medios de que disponen y a la extrema libertad de maniobra de la que disfrutan, destacarse entre la cúspide inicial, y sustituirles, ayudados sea por detenciones selectivas realizadas en el momento adecuado, o por la ejecución de los jefes originales, lo que ocurre en general en un enfrentamiento armado con las «fuerzas del orden», avisadas oportunamente por sus elementos infiltrados.
Desde entonces, los servicios paralelos del Estado disponen a su antojo de un organismo perfectamente eficaz, formado por militantes ingenuos o fanáticos, que no pide nada más que ser dirigido. El grupúsculo terrorista de origen, nacido de los espejismos de sus militantes sobre las posibilidades de concebir una ofensiva estratégica eficaz, cambia de estrategas y se convierte en un apéndice defensivo del Estado, que lo manipula con agilidad y desenvoltura, según las necesidades del momento, o según lo que él cree que son sus necesidades.
Desde piazza Fontana hasta el secuestro de Aldo Moro, sólo han cambiado los objetivos contingentes que el terrorismo defensivo ha alcanzado, pero lo que en la defensiva, no puede cambiar nunca, es la meta. Y la meta desde el 12 de diciembre de 1969 al 16 de marzo de 1978 y todavía hoy, sigue siendo la misma, es decir, hacer creer a toda la población, desde entonces intolerante o en lucha contra el Estado, que tiene al menos un enemigo en común con él, enemigo contra el que el Estado la protege, a condición de no ser cuestionado por nadie. La población que es generalmente hostil al terrorismo, y no sin razón, debe pues reconocer que, al menos en esto necesita al estado, en el que en consecuencia debe delegar los más amplios poderes, con el fin de que pueda afrontar con energía la ardua tarea que constituye la defensa común contra un enemigo oscuro, misterioso, pérfido, despiadado y, en una palabra, quimérico. Frente a un terrorismo presentado siempre como el mal absoluto, el mal en sí y para sí, todos los males, mucho más reales, pasan a segundo plano, y sobre todo deben ser olvidados: ya que la lucha contra el terrorismo coincide con el interés común, es ya el bien general, y el estado que la lleva generosamente es el bien en sí y para sí. Sin la maldad del diablo, la infinita bondad de Dios no podría aparecer y ser apreciada como se debe. »