Reproducimos esta reflexión de Escif sobre arte público institucional y la censura de uno de sus últimos trabajos en Saint Malo (Bretaña,Fracia).
Los límites del arte público institucional // Escif
Quiero compartir unas refléxiones a proposito de la últma pared que pinté en Bretaña, Francia.
Toda intervención realizada en el espacio público es política en tanto que modifica el cotidiano de la gente en las ciudades. Esta modificación puede dirigirse en dos direcciones posibles: acercando a la gente de su realidad o alejándola de ella.
Aún si la pintura se inscribe inevitablemente dentro de los parámetros del espectáculo, quiero pensar que existen formas de acercar la pintura a la realidad. De señalar los limites entre vida y espectáculo, entre presentación y representación, entre contemplación y experiencia, entre paisaje y territorio, entre el poder de las instituciones y el poder de la gente.
Tengo la creencia, de hecho, que esa conexión con la realidad es precisamente lo que permitió al Graffiti seducir al gran público, a las instituciones, a los grandes poderes, a la historia. La pintura y los murales ya existían antes de la llegada del Graffiti a las ciudades. Lo que el Graffiti aporta a la pintura mural, e incluso a la historia del arte, es precisamente la espontaneidad de la expresión popular en las paredes, lejos de filtros institucionales y estrategias empresariales. Solo comprendiendo esto, podemos comprender la eclosión actual del muralismo y su importancia en la sociedad contemporánea. No estamos hablando solo de pintura, pero sobre todo de acción, de experiencias, de vida, de personas y de ciudades.
Vivimos tiempos convulsos donde gobiernos corruptos saquean las arcas públicas sin ningún pudor, amparados por los grandes medios de comunicación y por un un sistema judicial parcialmente asignado. Una de las claves de esta perversa relación de podéres es el soporte directo de una cultura anodina, frivola y silenciada. Es el espectáculo por el espectáculo, dónde nadie tiene derecho a aburrirse. Una cultura del entretenimiento cuyo único objetivo es el de alejarnos de nosotros mismos.
Hace unos días pinté una pared en Saint Malo (Bretaña francesa) dentro de un proyecto de murales subencionado por el gobierno de la ciudad. Como tantas otras veces, mi intervención se construía en una narrativa cruzada, que ponía en relación diferentes historias extraidas del contexto local. Entre otros elementos decidí incorporar pintadas y graffitis que pude encontrar en los alrededores. Este ejercicio, que ya he realizado en ocasiones anteriores, me permite confrontar diferentes planos y lenguajes en una misma pared. Por un lado es una forma de amplificar el ruido de la calle, por otro me sirve para subrayar y homenajear los origénes del muralismo contemporáneo.
Ya de regreso a mi ciudad, recibí un correo de la organización del evento explicandome que el gobierno local estaba en desacuerdo con esa pintura. En su carta, dicho gobierno, expresaba que el mural les parecía correcto, pero que encontraban inapropiados los mensajes escritos por ser de carácter político y encontrarse en un edificio de dominio público. Pedían entonces su retirada inmediata, argumentando que la subvención de estas acciones no contempla la mezcla de política y cultura. En su carta hacen referencia a mensajes sobre “Notre Dame des Landes ( * )” y “la muerte del capitalismo”, entre otros.
Así pues, ateniéndose al contrato de cesión de la pared, los mensajes escritos fueron borrados de la pintura mural, dejando solo el dibujo central y uno de los textos que dice: zona de esperanza. Todo un acto de terrorismo poético.
No estoy sorprendido con lo ocurrido, considerando que este ejercicio confrontaba dos niveles de cultura prácticamente opuestos: el arte institucional legitimizado y la libre expresión popular. Lo sucedido solo es una evidencia más que permite reabrir el debate sobre cuales son los limites del arte público institucional.