Marca España

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En los últimos tiempos nos hemos acostumbrado a oír –de boca de políticos, empresarios, administradores culturales y periodistas– el término de Marca España para referirse a lo que se vinculaba, no hace tanto por parte de esos mismos personajes, con la esfera de la identidad nacional. Que el concepto de nación, afortunadamente,  está en declive últimamente es algo que difícilmente puede escapársele a  nadie. A pesar de tal circunstancia el espantajo de la nación española ha sido agitado, principalmente por los partidos políticos mayoritarios, de manera instrumental con la finalidad de concitar adhesiones sin fisuras contra proyectos contrahegemónicos o que planteaban otro tipo de hegemonía fuera del forzado consenso instituido. 

Ha sido habitual que el Partido Popular, por poner un ejemplo, años atrás haya recurrido al argumento de la ruptura de España como coartada para frenar iniciativas de descentralización del estado o al de la traición a la patria contra quiénes han sido favorables a una resolución negociada del conflicto vasco. Asimismo, el Partido Socialista, que arrastra una especie de culpa por no parecer lo suficientemente patriota a ojos de la derecha política y sociológica, fijó en sus últimas legislaturas en el gobierno una agenda teñida de rojo y gualda.

Resulta, sin embargo, curioso que cuando, hace algo más de un año, el PP llegó al gobierno el discurso empezó a orientarse hacia la noción de Marca España que desplazaría a la de nación española. La paulatina desaparición de ésta última del discurso político, lejos de suponer un paso hacia un proceso emancipador, incide en una profundización en el establecimiento de mecanismos de dominio, en sintonía con la transformación del modelo socio-político que se viene imponiendo en los últimos años. La substitución del concepto de nación, por muy indeseable que sea éste, por el de marca despliega una serie de consecuencias que resultan más negativas, si cabe, que las producidas por el primero. Más aún, parece tratase de un fenómeno de acrecentamiento de un programa de sometimiento de la población, aligerando, aún más, la delgada cascarilla que presentaba al sistema como democrático. 

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Si en el ámbito de la nación, el pueblo es considerado como el conjunto de sus ciudadanos –con sus respectivas libertades, derechos [ambos habitualmente secuestrados] y sus obligaciones– cabe preguntarse por su nuevo estatuto dentro de la marca. En un contexto en el que el dominio de lo económico resulta cada vez más evidente, cuyos poderes reclaman más capacidad en la toma de decisiones sobre la articulación de las relaciones sociales, parece claro que las condiciones de trato hacia la población están cambiando, incluso en su dimensión formal. El habitante de la marca no será ya, desde luego, un ciudadano sino, más bien, una especie de empleado sin posibilidad de disenso. La adopción de está postura crítica sólo puede estar garantizada por el reconocimiento de unos derechos fundamentales inviolables, lo que no sucede en la pertenencia a la marca.

Si ya no somos ciudadanos, con todas las limitaciones implícitas en esta noción, y nuestro papel es el de una especie de empleados –lo que no significa que se tenga trabajo– de esa marca, que no deja de ser un constructo corporativo, ¿cual será el destino de todo aquél que no sea útil para esta corporación o para quién se oponga a la política empresarial del país? En el entorno nacional, dentro del contexto de las democracias liberales, el destino habitual de estas personas era la marginación y/o el castigo. En el interior del país corporativo, sin embargo, simplemente no tienen lugar, serán obligados a abandonar las instalaciones de la empresa, el territorio nacional en términos del lenguaje propio del estado nación, ya que absolutamente todo estará privatizado, de acuerdo con las tendencias del liberalismo contemporáneo que, día a día, vemos imponerse como si de un nuevo catecismo se tratase.

En definitiva, la idea marca país indica la imposición del ethos empresarial a todas las esferas de la experiencia vital. ¿Por qué, entonces, seguir manteniendo las antiguas formas de estado y la fantasía de una regulación a través de un pacto social? Podrían preguntarse los dominadores y sus entusiastas lacayos. Efectivamente, no parece que haya razones de peso para la continuidad de una farsa que, con total seguridad, la encuentran, desde su percepción patrimonialista de la vida, excesivamente onerosa. Si Bismarck militarizó la sociedad alemana, estableciendo las bases del capitalismo social, con la finalidad de reforzar el sentimiento de pertenencia al sistema para, así, conjurar el peligro de una revolución proletaria, el capitalismo flexible, tal como indica Richard Sennet, corporativiza la sociedad global, deshaciendo los lazos sociales y eliminando cualquier rastro de compromiso entre empleado y empleador, allá donde los hubiera. Por tanto, con la transformación de la nación en marca [corporación] y la imposición de un espíritu de no responsabilidad [flexibilidad] se produce un fenómeno de creciente desatención de las necesidades-derechos de la mayoría de la población –queda en el territorio de su responsabilidad procurarse los servicios que, hasta la fecha, se han considerado básicos y universales– por parte de los administradores de la empresa-país cuyo cometido parece limitarse al incremento de los beneficios, pero de ninguna manera a su distribución, que haga de la corporación una organización fiable para sus accionistas, es decir sus acreedores.

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La Marca España es la idea-estandarte de este, aparentemente, nuevo paradigma que viene asentándose, al menos, desde la década de los años setenta del siglo XX y que en los últimos años se ha acelerado, gracias a la gran justificación de la crisis financiera de 2008. Un nuevo régimen, fundamentado en la organización empresarial de la sociedad y el territorio [en su privatización], se establece con la complicidad explicita de una buena parte de la oligarquía política que, mientras destruyen lo común y con una estrategia semejante, se encargan de desprestigiar, de modo premeditado, la propia actividad política para convencernos de su falta de efectividad y, finalmente, crear la atmósfera idónea para implantar un gobierno corporativo cuya unidad de negocio se corresponde con la marca país. Si esta forma de burda persuasión falla siempre podrán acudir a las viejas formulas de imposición-represión tradicionales del sistema nación, dándole, como han visto ya muchos, otro carácter a la noción de Marca España, más ajustado a los acontecimientos que toda esa palabrería utilizada en su defensa, visibilizado y sufrido en forma de hematoma en los cuerpos de todos aquellos que muestren su disconformidad con el Nuevo Régimen que, en sus aspectos más negativos para el bien colectivo, se parece cada vez más al Antiguo.

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